HARATI

Año 2593 a. C.

Había pasado mucho tiempo entre los oscuros.

Al principio, no deseaba sino salir, pero se quedó. Tenía mucho que aprender, y sabía que sin duda desarrollaría las artes que durante tantos años aprendió, aparte del trabajo de embalsamamiento y las conversaciones con el sacerdote que templó su alma y sus ansias de venganza. Él le enseñó que es un manjar que se ha de tomar frío, que no importan los años que pasen. A veces la venganza no aporta ningún placer, pero es necesaria.

Pensaba en esta como algo personal, algo suyo, pero cuando un escriba le llamó, comunicándole la muerte de Uni y su testamento, en el que le dejaba una fortuna, la idea de vengarse no fue solo patrimonio suyo.

Había conocido a Uni en todas sus etapas, y aunque no le apoyó en su locura, siempre le quiso como la persona justa que era. Le daba dinero para que volviese a hacer de su pueblo lo que había sido, y le encargaba su venganza.

Lo había preparado todo con esmero.

La primera vez que había visitado su aldea había supuesto una de las peores experiencias de su vida debido a los recuerdos que le asaltaron.

Pero aquel no se parecía en nada al pueblo en el que vivió tantos años de felicidad inocente.

Entró caminando. Había dejado atrás su caballo y a sus hombres. Era una aldea mísera. Uni cumplió su palabra. Llevó al pueblo la misma pena que le habían causado a él. Casas derruidas, despobladas, apenas unas cuantas casetas de adobe desperdigadas entre campos secos. No había hombres que los trabajasen, ni semillas que plantar.

Las viejas acequias estaban anegadas de tierra y serpientes. Recuperar lo que un día fue llevaría mucho trabajo.

Entró en su vieja casa, que él mismo había ayudado a construir cuando era apenas un muchacho. Se caía de vieja por la falta de cuidados.

Recordó con dolor cuánto le gustaba cuidar sus jardines, que habían sido su afición más grata. Flores de varios tamaños y colores, elegantes lirios y crisantemos mandrágoras, cuyas flores eran símbolos de amor, bellísimas flores del venerado loto, cuyas raíces se comían asadas o hervidas y con cuyos granos se hacían unos dulces que se repartían en la fiesta de la cosecha…

Paladeó durante un instante aquellos tiempos felices hasta que rememoró la ceremonia de fecundidad en que yació con su esposa en el fango por última vez, antes de que comenzaran todos sus avatares.

Aquel no era ya su pueblo. Le dolía cada paso que daba. Llamó a una casa, pidiendo agua. Le recibieron con malas caras y le negaron la hospitalidad más básica. No le reconocieron. Identificó sus campos, cuarteados ahora por la sequedad. No. No se quedaría allí, porque los que hicieron de aquel pueblo un lugar donde Uni hubiera deseado volver como si nada hubiese pasado, eran las personas que antes lo moraban, no las casas ni los campos.

Sabía que en cada persona hay muchos espíritus, y el ka de un ser como Nefret podía alterar la voluntad y el carácter de todo un pueblo, anulando la bondad y exacerbando lo peor de cada uno.

En eso le daba la razón a Keops. Ya nunca confiaría en las personas como había hecho entonces, dándoles la tierra y el trabajo en régimen de cooperativa, compartiendo el sudor y los frutos.

Había vuelto a la capital, rastreando en busca del nubio llamado Kemet. El mismo Rahotep se lo aconsejó.

Y pasó mucho tiempo hasta que se ganó su confianza, pues ya no parecía aquel joven ingenuo de antaño. Permaneció con él, esperando la oportunidad mientras hacía los preparativos de su venganza.

Así que, cuando todo ocurrió, se vio como un espectador y se sintió muy mal.

Por eso decidió que quería volver a ver a Mehi y recuperar su amistad.

Se iría con Mehi y Henutsen a Nubia, si le aceptaban. Allí sí fundaría un pueblo y se comportaría como el patrón benévolo que había sido, pero sin la ingenuidad de antaño. No debatiría en exceso e impondría la disciplina razonable a la fuerza.

Tenía mucho que perdonar a Mehi, y este, a su vez, le tenía que perdonar muchas cosas. Pero serían amigos. No con la pasión de la amistad infantil, pero sí con la fuerza serena del que ha visto tanto y tan importante en su vida, como el Nilo mismo.

Pero se había despedido de ellos. Tenía algo muy importante que hacer antes de abandonarse a una vida en calma como una barca atada al Nilo.

Y volvió al pueblo.

En realidad había regresado varias veces, hasta que la casa quedó acondicionada para su propósito: recibir a Memu.

No tardó mucho. Apenas trajo unos hombres, pues había comprado a los que su adversario intentó comprar primero para que le abandonaran. Y los que trajo no eran sino la escoria que se vende por licor, exactamente como había sido Memu cuando Uni le encontró.

Acamparon unas horas antes de entrar en combate.

No eran buenos soldados, pues una guardia se hace responsable de la vida de todos los demás…

Y no despertaron ya.

Memu lo hizo solo. Harati no le vio, pero imaginó su reacción. Vio su cara crispada, sus ojos abiertos, su mueca de rabia y el miedo en su cuerpo.

Pero su voluntad era firme.

Le esperó en la puerta de su casa. Cuando le tuvo a unos codos, le saludó.

—Hola, Memu. Ha pasado mucho tiempo.

—Pero no el suficiente para que olvides.

—No. Tú tampoco olvidaste a Uni.

—Obedecía órdenes del faraón.

—Tú siempre has tomado las órdenes por el lado que te interesaba.

—Pero siempre he cumplido.

—Pues cumple de nuevo.

El gigante avanzó hacia él. Harati cruzó con toda tranquilidad la sala más grande de la casa, totalmente a oscuras, hasta la puerta del fondo, donde se situó.

Memu entró. Cruzó la sala. La puerta se cerró a sus espaldas.

El viejo soldado escuchó un grito:

—Sitúate en el centro de la sala.

—¡Haré lo que quiera!

—Como quieras, pero las serpientes están despertando.

Dio un tirón de una soga que sujetaba unos cortinajes que habían contenido la luz, que inundó ahora la sala.

Memu dio un grito de terror cuando contempló a cientos de serpientes por toda la cámara, salvo un estrecho pasillo por donde Harati y él habían pasado.

—En el centro de la sala hay un círculo donde no entrarán. Ahí estarás a salvo.

—¿Qué es esto?

—Heká —Harati sonrió—. Y unos extractos de plantas que repelen a las serpientes. A lo mejor no me hubiesen mordido sin las fórmulas mágicas, pero cualquiera corre el riesgo… ¿verdad?

Memu se situó en el centro, mirando hacia todas las direcciones.

En efecto, las serpientes despertaron de su letargo, irritadas por la droga administrada. Se movieron ansiosas hacia él, pero algo las contuvo a un par de codos alrededor suyo.

—Vas a tener tiempo de pensar el mal que has causado en toda una vida.

—No te tengo miedo. Ven y acabemos con esto.

—Jamás se me ocurriría. Ni yo mismo soy capaz de controlar a tantas serpientes a la vez. ¿Sabes?, le he dado muchas vueltas a cómo me vengaría de ti en nombre de Uni y en el mío propio. Un amigo me aconsejó que lo hiciese de manera impersonal, pues tan asesino es el que mata por venganza como por necesidad o por orden, y eso no me haría sentir mejor. He aprendido mucho entre los oscuros. Podría haberte matado de maneras tan horribles que excederían incluso el castigo que mereces, pero no quiero acabar como Uni. Así que recordé que en esta casa, en los tiempos felices, tenía una vieja cobra desdentada. Me servía para espantar a los ratones e insectos, y su sola presencia mantenía asustados a los intrusos, por mucho que su mordedura apenas provocaba una hinchazón y un par de días de fuerte dolor. Le tenía cariño a esa serpiente. Representaba la salvaguarda de todo lo que había conseguido. Me costó mucho comprarla, pero me dio más de lo que pagué por ella, pues me gustaba verla unos minutos al amanecer, mientras pensaba lo afortunado que era.

Memu gritó, fuera de sí.

—¿Me vas a contar una puta historia?

Harati sonrió y continuó:

—Curiosamente, la serpiente murió, y aquel pareció ser el principio de todos mis males. Así que pensé que era justo ponerme en manos de la diosa serpiente de nuevo, encomendar mi felicidad a ella y no volver a dejarla de lado cuando tan bien me protegió en su momento. Por eso aprendí a tratar con ellas.

No es tan difícil cuando un nubio te enseña. Hay maneras de cazarlas sin que se violenten. Te sorprenderías hasta qué punto se puede ser su amigo. Y su veneno no solo sirve para matar. En Nubia lo usan como medicina, en dosis muy pequeñas. En verdad es una diosa bondadosa. Y como tal, hay que rendirle culto.

—¿Qué quieres por librarme de esto? ¡Te daré lo que desees!

—Tienes unos días hasta que el efecto de las plantas se disipe en la tierra.

Además, las serpientes se pondrán muy nerviosas cuando sientan hambre. No te preocupes por su veneno. No son muy venenosas, aunque sí violentas.

—No te tengo miedo, ni a ti ni a ellas. Me quitaré la vida antes de que una me toque.

—Pues no hay más que hablar, Memu. Te veré en la otra vida, o quizás en esta misma, en alguna forma no humana, pues me temo que mi corazón no sea muy liviano. Quizás en forma de serpiente. Adiós.

Harati cerró la puerta. Pagó a los hombres y se dirigió al Nilo. Un barco le esperaba. Ya era libre.