HENUTSEN

Año 2593 a. C.

En un solo instante se alteró tanto que sus manos corrían más que su pensamiento. Tiraba todo cuanto tocaba.

Estaba tan nerviosa que no sabía qué hacer. Era como si hubiera perdido el control de sus funciones más elementales. Incluso temió orinarse encima, como los niños sobreexcitados.

Jadeaba como si escapase de Seth. Temió sufrir un ataque. Se sentó con las manos temblando sobre su cara y lloró.

Kanefer le tomó las manos.

—No necesitas nada que se pueda comprar. solo vístete con ropa resistente y discreta, y lo mismo para Kauab. Que pase el día contigo. Por la noche, un hombre te susurrará mi nombre. Ve con él, sin temor. Yo te esperaré al otro lado del túnel.

—¡No! Por el túnel no. Me moriré de miedo.

—Esta vez no habrá nadie extraño al otro lado. Te lo aseguro. Ya no hay rescoldos que avivar, salvo entre tú y Mehi.

—¿Y mis hijos?

—Me temo que ya no son tuyos. No abandonarán un futuro de poder y divinidad para irse contigo lejos. Además, tu marido no dejaría aldea sin arrasar a su paso en su búsqueda. Llévate lo que es tuyo. Me parece un trato justo. Tal vez incluso él lo acepte.

Kanefer la besó y salió.

Kauab se acercó y, sin decir nada, la abrazó tiernamente.

—Madre. ¿Quién es Mehi? ¿El maestro de construcción?

—Tu padre. Ya has oído. Tenemos que buscar ropas discretas.

—¿Y cómo viste la gente fuera de Palacio?

Henutsen rio. Su hijo tenía ese efecto balsámico en ella. Se sintió más tranquila.

—No importa. Ya nos procurarán ropas. Vístete. Y ayúdame a mí. Ya estoy vieja y no se arreglarme sin las sirvientas.

Las horas se le hicieron tan largas que pensó cien veces que había pasado la hora del encuentro y de nuevo mil cosas habían salido mal.

Después de tanto tiempo. Y de tanto esfuerzo para olvidarle. Ahora sin más le era regalada una nueva oportunidad.

¿Qué le diría?

¿Habría cambiado?

¿Tendría una vida, como la tenía ella, aunque fuese a su pesar?

¿Su esposa se parecería a ella?

¿Tendría hijos?

¿La aceptaría?

¿Querría escapar con ella?

¿O tal vez estaba tan entregado a su trabajo que se abrazarían, hablarían de los viejos tiempos y luego cada uno volvería a su vida?

Se habría creado tal vez una nueva vida, donde le resultase cómodo pensar que ella no existía ya, que había formado parte de un sueño lejano, un recuerdo extraño y distante, como de otra vida, o de un relato contado por un viejo, acaso cuando era niño.

Ahora tal vez se rebelaría contra la realidad, cuando esta era peor que la inventada.

Exactamente como ella había hecho.

Se sintió mezquina. Si no fuera por Kanefer, jamás habría vuelto a pensar en verle de nuevo.

¿Aún la amaba?

De nuevo perdió los nervios. Incluso se había limpiado el kohl de su cara porque sabía que no podría controlar el llanto. No había vuelto a llorar desde que Gul murió por ella. Lloró tanto que pensó que quedó irremisiblemente seca para siempre.

¿La encontraría bella?

Mehi había conocido a una niña. Incluso él era apenas un muchacho. Se miró al espejo. No encontraba sino arrugas. Años de infelicidad disimulada.

Había pasado de la cuarentena en una época en que pocos llegaban a esa edad. Se encontraba bien, puesto que nunca tuvo que desempeñar trabajo alguno, salvo el tiempo que fue sacerdotisa de Isis y que ahora recordaba como una bendición.

¿Cómo sería su cara? Imaginaba que su vida no debía haber transcurrido en mejores condiciones que la suya, aunque él no hubiera alumbrado hijos.

Pero había cedido a un chantaje de toda una vida para salvar la suya y la de su hijo. Kanefer se lo había contado.

Toda una vida era demasiado tiempo.

¿No le guardaría rencor por eso? ¿Tal vez por acomodarse y vivir de la manera más fácil con su marido, su propio hermano, mientras él mantenía su integridad moral?

¿No le reprocharía no haberse comunicado con él? Lo había intentado una y mil veces, pero siempre interceptaban sus mensajes y castigaban con crueldad al mensajero, haciéndole saber que su intento era vano. Había terminado por desistir.

¿Tal vez no debiera haberse quitado la vida y haberle liberado de su carga? Quizás encontraría más digno morir que dejarse violar por su propio hermano.

—Madre.

Se sobresaltó.

—Hay un hombre en la puerta.

Gracias a la dulce Isis. Si no venía de una vez… Si no la interrumpía alguien, le hubiera dado un ataque al corazón. No podía pensar más.

Con el alma en un puño, se acercó a la puerta. Un sirviente que no conocía susurró:

—Kanefer. Salid. Rápido.

Salieron corriendo. Había más hombres. Al menos tres más. Pero no vieron apenas nada, pues fueron llevados casi en volandas hasta el túnel.

Cuando vio el agujero sintió el pánico más absoluto. Se encogió como las hojas de ciertas plantas al ser tocadas, temblando violentamente de pies a cabeza y agarrándose a cualquier cosa con tal de no entrar.

—¡Madre!

—¡No puedo!

—Cierra los ojos. Yo te guiaré. No tengas miedo.

Se obligó a cerrar los ojos y a pensar que Mehi estaba al otro lado. Pero no podía moverse.

Apeló a Isis, a Ra, incluso a Seth, para que hiciese más soportable la oscuridad. Pero todo en vano.

Los hombres se exasperaban, exhortándoles furiosamente a que se movieran de una vez.

Henutsen pensó que si algo salía mal, ella misma se quitaría la vida, y apagaría la de su hijo, pues la nueva posibilidad de volver junto a Mehi y separarse del horror maquillado que había sufrido era aún tan lejana como si hubieran de cruzar cientos de túneles como aquel.

Y curiosamente, fue ese pensamiento el que le dio fuerzas. Si algo salía mal, lo peor que le ocurriría sería la muerte. Bajo ningún concepto volvería a Palacio.

El dolor remitió y la sangre volvió a circular por sus venas, liberando la inmovilidad, aunque casi se cayó cuando dio el primer paso; pero su hijo la llevaba firmemente del brazo, y la apremió de nuevo, con cariño pero con autoridad.

Cerró los ojos, pero esta vez sus piernas le obedecieron. Anduvo una vida entera. Y cuando su hijo le tocó la cara y le susurró que abriera los ojos, había luz.

Kanefer la abrazó con fuerza.

—Vamos. Tengo preparada una silla. Iremos por barco. No hay tiempo que perder.

—¿Dónde vamos?

—A buscar a Mehi.

La reina dio un respingo.

—¿Es que no lo sabe?

—No. Lo hubiera echado todo a perder con su ansiedad. Exactamente como tú casi has hecho.

Salieron al exterior. No había nadie en la casa. Montaron a toda prisa en la silla, y corrieron las cortinas. Dentro había unas túnicas grises del lino más basto que Kauab había visto en su vida, pero no protestó.

No tardaron mucho en llegar hasta uno de los muelles comerciales, donde subieron inmediatamente a una barca con aspecto de llevarles directamente al fondo del río. Los hombres remaron con tal fuerza que Henutsen pensó que la embarcación se movería incluso en tierra firme.

Cada codo que le acercaba a Mehi la ponía más nerviosa. Ya no temía que los hombres del rey la llevasen de vuelta. Una vez cruzado el túnel y fuera del palacio, le parecía que estaban a un mundo de distancia.

Le daba un miedo atroz que el hombre al que amaba no estuviera allí; o no la quisiera.

Les dieron de comer, pero no tenía hambre. Se sintió desnuda sin su maquillaje y sus ropas lujosas que la hacían atractiva. Pero al instante se supo mezquina. El Mehi que ella había conocido hacía tanto que dolía, no repararía en su túnica de lino basto.

¿La reconocería?

De nuevo escondió la cara entre las manos.

Pero algo la sacó del trance. Escuchó:

—¿Qué voy a decirle a padre?

Sonrió. De un modo u otro, su hijo siempre la apartaba de sus propios pensamientos, lo que era la mejor medicina. Se dio cuenta de lo egoísta que había sido. Kauab iba a descubrir a su padre. Su vida entera había cambiado en un instante, como la suya. Y era más valiente que él.

Llegaron al puerto. Casi tan grande como el del palacio. Había muchos barcos junto al suyo. De aprovisionamiento de la ciudad de los obreros, de transporte de instrumentos, piedras preciosas e incluso algunos de los tremendos bloques; los usados para las cámaras interiores. No les extrañó.

Sin embargo, cuando pusieron pie a tierra, la lucha se desató de pronto.

Tuvieron conciencia por los gritos de los primeros caídos por las flechas.

Henutsen se puso a temblar. Cerró los ojos y rezó a Isis para que acabara con su vida y se llevase la de los menos soldados posibles, pues no era justo que murieran por ella. Cuando dejase de escuchar señales de lucha, si no resultaba alcanzada por alguna flecha o el filo de una espada, abriría los ojos, buscaría el arma más cercana y se quitaría la vida.

Los gritos de los hombres más cercanos le dijeron que el fin se acercaba.

Rezó en voz alta.

—¡Isis, ayúdame!

Ruidos de armas.

Gritos y amargos lamentos cuando alguien resultaba herido. Sentía cada gemido como si fuera ella quien recibiese los golpes, y en su imaginación, todos los caídos eran sus hombres.

Pero no podía abrir los ojos.

Tenía mucho miedo. Más que nunca antes, pues ya no era la única en soportar las consecuencias. Tal vez si los mantenía cerrados, la muerte la encontrase.

Tal vez despertase en Palacio y todo fuera un sueño.

Tal vez…

Los ruidos cesaron.

No más combate.

La suerte estaba echada.

Pero se negaba a abrir los ojos.

Una risa.

Una risa conocida.

Abrió los ojos.

Merittefes.

Miró su rostro. Aún era bella, pero arrugas de odio surcaban su cara y la mantenían tensa, angulosa y firme, aunque le daban ese aspecto feroz de desequilibrada que daba tanto miedo.

Ella sonreía como si al fin hubiese accedido a la divinidad.

—Sabía que tarde o temprano esto pasaría. Ha valido la pena esperar. Al fin volveré a ser reina… Y diosa. Y tú morirás. Todo volverá a ser como debería.

Se acercó a ella. Tenía un cuchillo en su mano.

Pero a Henutsen ya no le daba miedo. Ni siquiera la odiaba. Recibiría a Osiris casi con dicha.

Un ruido seco.

Un gemido.

Un ruido sordo de un cuerpo al caer.

Un silbido.

Un grito breve.

Otro cuerpo que cae.

Una sucesión de cuerpos que caen bajo respectivas flechas.

Todo pasó tan rápido que apenas fue consciente. solo vio el brillo en las manos de Merittefes.

El cuchillo.

Cerró los ojos. Aceptaba su destino y daba las gracias a Isis, pues era exactamente lo que le había pedido. Si no podía reunirse con Mehi de nuevo, no quería sino morir. Cuanto antes mejor. Tanto le daba que fuese ella como cualquier otro.

Un silbido.

Un gorgojeo.

Un ruido extraño.

Abrió los ojos.

No vio nadie alrededor suyo.

Hubo de bajar la vista.

El cuerpo de Merittefes se retorcía en el suelo. Una flecha le atravesaba la garganta. No tardó mucho en morir.

Lo siguiente que sintió fue el abrazo de su hijo. Había temido que hubiese resultado herido o muerto.

Kanefer apareció, cubriendo una herida en su brazo.

—Tranquila. No es grave.

—¿Quién…?

Unos hombres aparecieron. Destacaban por sus músculos abultados… Y su piel negra. Uno de ellos se acercó. Le acompañaba un hombrecillo de aspecto frágil, pero de mirada tan profunda que daba miedo.

Fue el negro quien le habló; aún empuñaba el arco cuya flecha había acabado con la infame Merittefes.

—Mi nombre es Kemet. Y tenía una deuda pendiente con vos y con mi amigo y jefe Gul.

—No os conozco. Pero os agradezco profundamente que hayáis salvado mi vida. Estoy en deuda con vos.

Kemet se acercó. Tomó su mano y se arrodilló ante ella, visiblemente emocionado.

—No hay más deudas. Fui el segundo de Gul. Y por mi error, esta mujer descubrió el uso de los túneles con los que medró y causó la muerte de mi amigo, vuestra desgracia y mi eterna vergüenza. Intenté sacaros de Palacio antes, pero el faraón sabía que quedábamos muchos de los nubios que sobrevivimos a la caza, y nos resultaba muy difícil movernos pasando desapercibidos. Trató de capturarnos durante muchos años y nos diezmó, pero la promesa de un nubio es poderosa, y Gul os prometió que os ayudaría.

—¿Cómo nos habéis encontrado?

—No podíamos organizar una red de espías que nos alertara, así que hicimos lo más sensato.

—Vigilarla a ella.

—Exacto. Sabíamos que nunca dejó de espiar, incluso a pesar de perder el favor real. Siempre pensó que lo recuperaría el día que os diese caza, y por eso mantuvo su red de informadores alerta, a pesar de lo caro que le supuso. Por eso no dijo nada a su marido, el soldado Memu.

—Pues habéis sido de gran ayuda. Gracias.

—Mi tarea no termina aquí.

—¿Y qué más podéis hacer por mí?

—Completar lo que os ofreció Gul. Yo ocupo su lugar ahora. No podía volver a mi país sin terminar la misión que él comenzó. Incluso entonces, mis dioses me juzgarán con dureza.

—¿Queréis llevarme a Nubia?

—A vos y al constructor Mehi. Esa era la misión. solo allí estaréis seguros.

—El faraón me buscará.

—No si no sabe dónde hacerlo. No hay rastro de nuestra presencia, y de hecho, solo yo estoy al descubierto mostrando mi piel oscura. Me esconderé de nuevo en mi barco y no volveré a salir a la luz del sol hasta que estemos en Nubia.

—¿Y Mehi?

—Id a buscarle. No temáis, pues nadie más sabe ya que estáis aquí.

El hombrecillo se adelantó tras trastear en el cadáver de Merittefes, donde puso algo. Se dirigió a sus hombres.

—Llevadla a casa de Memu y dejadla en su puerta, de noche. Tened cuidado de que no despierte. Es un luchador temible.

Se acercó de nuevo a ellos. Su piel era blanca como la leche, y su mirada oscura como la noche.

—Yo también os acompañaré si me lo permitís. Mehi se alegrará de verme.

—¿Quién sois vos?

—Mi nombre es Harati. Es mi único amigo.

—¿Y cómo…?

—Mehi me pidió zanjar una deuda y pusimos fin a nuestra amistad. Me dijo que buscase a Gul, y encontré a su segundo, Kemet. Me costó mucho tiempo ganarme su confianza.

—¿Y ya habéis zanjado esa deuda?

—En realidad, esto no forma parte de ella. No quiero perder su amistad.

Os lo contaré todo —sonrió—. Tenemos tiempo.

Dejaron a Kauab con Kemet en el barco. Henutsen y Kanefer tomaron dos caballos y, acompañados por algunos soldados, galoparon a toda prisa hacia la ciudad de los constructores, sin hablar.

Henutsen no había visto la llanura de Guiza hacía ya años, y lo que vio le impresionó profundamente.

Aquello era una monstruosidad digna del carácter loco de su hermano. El monumento a la crueldad y a la locura.

Las proporciones eran tan tremendas que la asustaban. Se veía que iba a ser grandiosa, pues a medio construir ya era más alta que cualquier cosa que conociera.

solo las rampas eran una construcción tan fabulosa que resultaba impresionante el montón de tierra en torno al cuerpo central, del que sobresalían las puntas del conjunto de las cámaras interiores.

Se imaginó aquel volumen de piedra, aquel trabajo, aquellos obreros, los medios puestos en obras de ingeniería como las que su padre sufragó. Era cierto que también se construyó no una, sino dos pirámides, y que en total superarían el volumen en piedra de aquella, pero antes había dotado al país de obras similares en cuanto a capacidad. Lo que cambió fue que los mismos medios que puso en construir canalizaciones, acequias, muros de contención, caminos, templos, casas de vida, barrios de trabajadores, casas y asociaciones de campesinos, más tarde fueron puestos para su pirámide, y el pueblo lo hizo con gusto por el rey que tanto les había amado.

Pero aquel monstruo fue comprado con el dinero del país, con el grano, el hambre y el egoísmo. Hasta había prostituido a su entonces primera esposa y había amenazado con hacer lo propio con ella misma si no cambiaba su actitud.

Por eso, donde la pirámide roja le parecía bellísima, aquel engendro le parecía horroroso. Por lo que significaba y por el demonio que albergaría.

Incluso se sentía acongojada por el peso de toda la infelicidad que la pirámide había causado.

Incluso aunque Mehi consiguiera que aquella pirámide fuese perfecta para conseguir la divinidad, Henutsen creía que jamás le haría un dios, puesto que todos los campesinos aún murmuraban el nombre de Snefru cuando sembraban o cosechaban, para revivirle.

Ese sí era el medio, en su opinión, para divinizar a un rey. El recuerdo del pueblo y los pequeños templos y mesas de ofrendas en su honor por doquier, hasta en la más mísera de las casas circulares de adobe.

Aquella pirámide no haría divino a Keops.

No sabía de arquitectura. Apenas tenía nociones de astrología, aunque conocía perfectamente las relaciones de la cosmogonía heliopolita, y Kanefer le había explicado lo poco que sabía.

No. Ella entendía de sentimientos y de la energía que desprendía esa barbaridad. No era una energía positiva. Si le hacía dios, sería un dios oscuro y malvado, peor que Seth.

Pero los pensamientos se evaporaron cuando Kanefer paró frente a una pequeña mansión. Él y Harati entraron. Ella no podía moverse y se quedó en la entrada, esperando fuera, con los nervios a flor de piel.

No quería pensar, porque sabía que se desmayaría. La entrada de la casa estaba lejos. Había un amplio jardín seco y yermo, lleno de piedras y pequeñas pirámides abiertas y agujeros, que solo se podía cruzar sin caerse por un camino, en el que tenía la mirada fija.

Esperó con la mente vacía, agarrándose las manos para evitar el temblor.

Al fin salió.

Una pequeña figura lejana, corriendo como un niño. Tropezó y trastabilló, aunque no llegó a caer. Ella rio nerviosa, reconociendo al muchacho que la enamoró, aunque con un paso más limitado que le dijo que el tiempo había pasado con dureza.

Corrió a lo largo de todo el camino. No se detuvo hasta que unos pocos codos les separaron lo justo para intentar reconocer la cara del otro. Paró a recuperar el resuello, sin dejar de mirarle.

Parecía dudar, preguntarse cosas. Seguro que las mismas preguntas que ella se había hecho tantas veces en tan poco tiempo. Parecía tener miedo de moverse un ápice, de que aquello fuera un sueño, de que no fuera ella, de que no le quisiese, de que solo fuese una visita de cortesía, de que alguien les sorprendiese…

Ella se acurrucó bajo la túnica. De repente tenía mucho frío. Él caminó unos pasos más.

Sonrió al ver su cara. Aquella sonrisa pícara de niño travieso. Aquellos ojos francos.

Henutsen vio sus ojos del color de la miel hablarle sin palabras. Aquellos ojos que la hechizaban.

Volvió a ser la chiquilla asustada tras una columna del templo de Isis.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sonrió de nuevo, tan francamente como sus ojos, donde, si te dejabas caer, ya no existía el paso del tiempo.

Y ya no tuvo más dudas.