KEOPS

Año 2594 a. C.

No podía creer en su suerte.

Todo cuanto podía salir bien, salía bien.

El país iba muy bien, aunque no le profesaban el amor que sí habían dado a su padre. Snefru no tuvo que luchar contra ninguna mala crecida y, en cambio, él tuvo que vaciar los graneros un año para alimentar al país.

Evidentemente, al año siguiente todos tuvieron que trabajar duro para volverlos a llenar, pero nadie comprendió que debían sacrificarse por su propio bien.

Como no entendieron que debían dar una pequeña parte de su vida para que su faraón alcanzara la divinidad.

Se proclamó hijo de Ra y legítimo en el derecho a reinar entre los dioses.

Rebajó el poder de los sacerdotes y los puso bajo su completo control.

Sabía que de algún modo influirían en la opinión de la gente llana, pero no soportaba que en las ceremonias no le aclamasen como recordaba hacían con su padre. Al fin y al cabo, él tampoco había tenido a Rahotep. Pero, con el tiempo, el pueblo le temió, y las aclamaciones fueron más intensas, si cabe, que en tiempos de Snefru.

Su pirámide crecía espectacularmente. Habían cambiado varias veces los diseños de las cámaras interiores, e incluso habían excavado en la dura piedra, una vez construido el conjunto interno.

Era tan grande y se alzaba con un ángulo tan agudo que llegaría al cielo y le alzaría hasta el ombligo de la mismísima Nut. Mehi era un constructor genial.

Quizás incluso mejor que el sabio Imhotep, que solo fue capaz de levantar una serie de mastabas superpuestas con piedras ridículamente pequeñas que obligaban a una restauración periódica. Pero su pirámide sería perfecta y duraría cuando el mundo se acabase y los dioses decidieran que había llegado el momento de la regeneración de los cuerpos. De su cuerpo.

Incluso la actitud de su esposa Henutsen había cambiado. Los primeros años siempre se preguntaba si sería la última vez que la poseyera, puesto que temía que se quitase la vida, tal como le había avisado su médico. La habían vigilado constantemente, pero si decidía morir de pena, nada podrían hacer.

Pero sus hijos fueron la mejor terapia. Kauab, Djedefre y Kefrén.

Ni los médicos tuvieron jamás la certeza de que el primero de los hijos fuera suyo o del constructor, pero tanto le daba. Nunca sería faraón.

Les veía crecer en torno a su madre. Ese fue su mayor acierto.

Entregárselos de nuevo, pues recuperó las ganas de vivir.

Jamás le dio el amor que él hubiese querido. Ni siquiera el respeto ceremonial que su madre dio a Snefru. Cuando se veían, ella agachaba la cabeza, sin hablarle. Y cuando le ordenaba que yaciera con él, se desnudaba y se tumbaba sobre el lecho, mirando al cielo y girando la cara para evitar sus besos.

Pero a él le bastaba. Era a ella a quien quería, y la tenía. No era ni del maldito constructor, ni de su hermano, ni siquiera de Isis. Era suya, y ese sentimiento le animaba a seguir visitándola. La encontraba encantadoramente bella en su indefensa resignación, y aunque le excitaba de manera distinta a como lo había hecho Merittefes o las mujeres del harén, le daba algo que ellas no podían darle: una familia legítima. Sangre pura.

Y un aceptable sucedáneo del amor verdadero.

A veces la recordaba en sus juegos de niños, y con eso le bastaba para estrechar el vínculo que su indiferencia quería intentar romper.

Y sus hijos eran parte de aquella familia tan poco ortodoxa como satisfactoria.

solo Kauab se crio tan patéticamente cariñoso y soñador como su madre.

Si no iba a ser faraón ni visir, tanto le daba que fuera sacerdote. Pero a los dos que sí eran suyos con seguridad, enseguida les educó con los mejores maestros, como él y Kanefer habían sido criados, pero sin descuidarles, como había hecho su padre.

Y estaba orgulloso de ellos. Reconocía a Kanefer en Djedefre y a sí mismo en Kefrén. Intentaba que este último no heredase su carácter visceral y cuidó de que se llevaran bien, aunque fuera por la fuerza, usando para ello la disciplina.

El cariño era cosa de mujeres.

Y luego estaba el gran visir. El dueño del país: Kanefer.

Al principio había temido represalias por parte de su hermano. Algún tipo de acción para recuperar la corona. Por eso le había hecho investigar.

Pero no había rencor en su corazón, y eso le hizo cambiar su opinión sobre él. Al fin y al cabo, la divinidad era un dulce demasiado apetitoso. Y Kanefer había sido capaz de ignorar ese dulce para dedicarse al bien del país y el suyo.

Sabía que por sí solo jamás hubiera sido capaz de gobernar las dos tierras, y de hecho, apenas tomaba decisiones. Todo pasaba por el visir, y todo lo hacía bien.

Keops tenía muy claro que él jamás hubiera aceptado la situación si los papeles no se hubiesen intercambiado, y por eso, con el tiempo, en verdad tuvo claro que su hermano no ambicionaba el poder, sino que incluso encontraba una carga el gobierno del país, pero lo hacía por amor a Egipto…

Y a él.

Cuando tuvo conciencia de lo que hacía, y a lo que renunciaba Kanefer, recuperó el cariño perdido. Jamás había entendido el concepto «familia». Él siempre había pensado que las personas eran individuos egoístas, y llegados a una cierta edad, los vínculos se evaporaban a favor de los intereses, porque envidiaba la situación de su hermano, por el poder y por el cariño de su hermana y su padre.

Pero al llegar al poder, y una vez superada, a base de años de férreo control, la paranoia de que todos ambicionaban su puesto, se sintió un poco la mala persona que debía ser.

—«Cree el ladrón, que todos son de su misma condición».

Lo escuchó la primera vez, de labios de su propio hermano, en un juicio.

Al principio pensó, como siempre hacía, que tal vez lo hubiera dicho a propósito, pero estaba tan enfrascado en el juicio, como en cualquier actividad a que se dedicara, que era imposible que la malicia necesaria pudiese encajarse en otro tema.

No. Su hermano no era así.

Y no le guardaba rencor.

Al principio casi deseó que le culpara de su codicia, de haberle apartado de ser un faraón y un dios. Se hubiera sentido mejor si le odiase, porque iría mejor con su carácter irascible y agrio.

Pero le amaba.

En aquel momento, y sin medir su reacción, se levantó de su trono, rompiendo el protocolo, y abrazó a su hermano. Las lágrimas acumuladas y muchos años reprimidas salieron como un torrente. Los guardias se asustaron tanto que desalojaron la sala de la casa de vida en segundos, con la ayuda de las espadas y lanzas cortas. Hubo dos muertos y cien heridos.

—Keops. ¿Te encuentras bien? ¿Estás enfermo?

—No. Estoy bien.

Kanefer ordenó llamar al médico. No se creía que su hermano pudiera abrazarle de manera espontánea. Aquello terminó de convencer a Keops de su propia maldad y del trato que había dado a su hermano. Hubo de amenazar al médico con cortarle la nariz para que se fuera y les dejase a solas.

—Keops… ¿Qué te ocurre?

—Quiero que sepas que te aprecio como el hermano que eres y como el que nunca te he tratado. Todo va a cambiar.

Kanefer le tocó la frente. Y no era broma. ¡En verdad se preocupaba por él!

—Estás enfermo. Algo debe pasarte.

Keops rio de felicidad.

—No. Pero he pasado demasiado tiempo consumido por el poder. Y no he disfrutado de las cosas simples que alegran una vida.

—¿Ya no quieres ser un dios?

—¡Qué tontería! Claro que sí. Es solo que quiero recuperar tu confianza y tu cariño.

—Nunca los has perdido.

—Pero nunca lo supe. Hasta hoy.

—Pues sí que te ha costado.

—Pero voy a compensarte. Quiero que delegues un poco de poder y vivas mejor. ¿Recuerdas que te dije que iba a hacerte el mayor monumento que jamás se hubiera conocido en las dos tierras? Se lo encargué a Mehi.

—No necesito un monumento. Con tu cariño me basta. Además, Mehi ya tiene bastante trabajo con tu morada de eternidad.

—Pondré a Hemiunu a trabajar. Haré una esfinge con tu cara. Te haré más conocido que a Imhotep.

—¡Ya estamos otra vez con Imhotep! No quiero parecerme a él. Su recuerdo obsesionó a padre y te obsesiona a ti.

—¿Y por qué querías que dejase de ser un dios?

—Porque solo a partir del momento en que padre abandonó esa idea tan peregrina comenzó a ser feliz, durante tan solo un año. Me recuperó a mí, a Hen, e intentó recuperarte a ti…

—Pero yo no me dejé.

—Así es. En cualquier caso, me alegro de que esté de vuelta el Keops jovial y alegre que eras cuando éramos niños. El país lo agradecerá.

—Al demonio el país. Yo quiero tener la felicidad que teníamos cuando éramos niños, la que padre encontró.

—Pues deja de querer ser un dios.

—¡No me ordenes lo que debo hacer!

Kanefer puso los ojos en blanco.

—Te deseo que seas feliz, dios o mortal. Me da igual. Eres mi hermano y me harías la vida más fácil. Y sobre todo a Hen, que lo ha pasado tan mal.

—¿Qué ocurre con mi esposa?

—Que no la tratas como debieras. Visitarla cuando tu miembro se hincha no es tratar bien a una esposa. ¡Por Ra! Te ha dado tres hijos.

—¿Y qué pretende el gran visir que haga con mi esposa?

—Adiós, Keops.

—¡No me dejes con la palabra en la boca!

Antes de salir, su hermano le lanzó una mirada entre el reproche y el cariño. Keops sonrió.

—¡Será una esfinge magnífica!