HENUTSEN

Año 2604 a. C.

Los días se hicieron eternos. Una sucesión de horas tumbada en su magnífico lecho, con la barriga hinchada, notando los movimientos y patadas del ser que crecía en su interior.

No tenía un especial sentimiento maternal, solo quería morir.

Sin embargo, la leve posibilidad de que el hijo fuera de Mehi le hacía mantenerse viva y comer con puntualidad las raciones que le traían.

Al principio había encontrado consuelo en la compañía de los guardias nubios, sobre todo cuando el buen Gul prometió ayudarla. Si tan bien había servido a su padre, la sacaría de Palacio.

Eso le hizo cobrar la vida. Se levantaba de la cama y se esforzaba por mantener las fuerzas que le harían falta para escapar.

Pero todo había fallado.

Gracias a la dulce Isis, se había desmayado y no había presenciado la muerte de Gul. solo Ra sabía lo que hubiera hecho si lo hubiese visto.

Y había vuelto al estado de postración. Ni siquiera encontró las fuerzas para rajarse la garganta con cualquier instrumento. Por el niño. Por Mehi.

Pero cuando tuviera a su hijo, todo sería distinto. Conocía a su hermano.

No quería placer de ella que no obtuviese de Merittefes o sus concubinas. Era solo el hecho de tener un hijo, y aplastar a Mehi para que le hiciera su pirámide, que los dioses maldigan. Se haría matar tan pronto tuviera aquel niño y leyera en sus ojos de quién era.

Curiosamente, la persona en la que quiso confiar para que estuviera a su lado en el parto era la vieja que le había hecho la vida imposible cuando era novicia. No encontraba una mujer que le tuviera cierto afecto, aparte de la motivación económica, por supuesto. Y se acordó de la sacerdotisa de Isis, a la que hizo llamar y pagar en abundancia.

Se comportó como una vieja tía. Cariñosa y servicial, pero dura y sincera.

—No estás aquí para servirme. Quiero que me atiendas en el parto y que controles que nadie más se acerca a mí. Temo por mi vida y por nada del mundo dejaré que me toque un médico de palacio.

Ella lo entendió. La reputación de Merittefes no era vana, y ella mejor que nadie conocía su relación con Mehi. No había que explicarle más detalles.

Kauab vino al mundo entre terribles dolores. Henutsen no quiso tomar la flor de adormidera, ni azahar, ni melisa, valeriana o cualquier otro relajante que pudiese ser adulterado. solo agua caliente y mucha paciencia. Merecía pasar ese dolor, cuando otros habían dado la vida entera por ella. Si moría en el parto, lo que era común, abrazaría la muerte con cariño, como una vieja amiga. Era otra de las razones por las que no quería la atención de un buen médico que supiera controlar una hemorragia.

Al fin salió, medio cruzado como estaba. A punto estuvo la pérdida de sangre de llevar a cabo el trabajo que hubiera hecho antes el veneno y casi lamentó no haber dejado pasar a los médicos, por mucho que Keops la amenazara de muerte si su hijo moría.

Había rezado para que fuese una niña y resultase inútil a su hermano. Tal vez una niña la mantuviese con vida. Se había sentido mezquina por aferrarse a la vida de aquel modo tan sucio.

Pero fue un niño. Exactamente como los médicos habían previsto.

Pidió verlo enseguida, mientras la vieja cortaba el cordón umbilical. Pero por más que lo examinó, no encontró señales de un parecido concreto con Mehi o Keops.

Lloró desconsolada, aunque sabía que era mejor así. Sería criado como un rey. Si Keops le hubiera encontrado parecido con el constructor, probablemente los hubiera matado a ambos.

Y sin embargo lloraba sin saber por qué. Tal vez deseaba que todo fuera así. Quería morir.

La vieja salió y entró un médico, que ni la miró. Se llevó a Kauab de entre sus brazos.

Sintió como si le arrancaran el alma. Los sollozos no la dejaban ni ver. Casi ni notó que la lavaban y aplicaban remedios para curarla: aceites en su piel, aloe vera en las estrías de su barriga… Tampoco percibió que cambiaban su lecho, ni que la envolvían en túnicas de lino.

Soñó con Mehi. Se reencontraba con él en una barca.

Todo le parecía familiar… Hasta que recordó cuando vio las primeras luces en el río. La fiesta de las lámparas de Osiris.

Miró su rostro arrebolado. Observó sus ojos del color de la miel, que eran como lámparas de una suave luz que podría guiarle entre la oscuridad más completa. Las lágrimas llenaron su rostro, y él las besó con ternura. Sintió la caricia de su barba suave. Recordó que cuando tuvo lugar aquella escena apenas era un muchacho, y sonrió ante la confianza del joven que cree tener fuerzas sobradas para luchar contra el mundo. Había pasado tanto tiempo…

Sabía que se trataba de una imagen pasada que conservaba en su memoria, pero aún y así, la paladeó como el manjar más sabroso.

Una sensación extraña se adueñó de ella. Un leve mareo, un súbito calor en la cabeza. Sintió que se movía, y a la vez veía su cuerpo quieto, abrazado al de Mehi.

Se sintió libre, y vio su cuerpo desde al aire. Comprendió. Era su alma, que se había separado de su cuerpo. Por eso había vuelto a recrear aquel momento, pero había abandonado el cuerpo de antaño y volvía a estar sola.

La tristeza la dominó a medida que se alejaba de la escena de los dos amantes compartiendo el calor de los cuerpos mientras admiraban las lucernas moverse al ritmo que el río marcaba.

Comprendió que jamás volvería a verle. Acaso el sueño fuera un regalo de Isis, un recordatorio, un premio a su sufrimiento, quizás un episodio de locura; tal vez estuviera delirando por la falta de sangre tras el parto.

A lo mejor estaba muriendo y veía la vida pasar, como algunos decían, justo antes de ver a Osiris.

Pero despertó.

Y a su lado estaba su hermano Kanefer.

No pudo reprimir las lágrimas. Él intentó abrazarla, pero ella no se lo permitió. Se sentía sucia, contaminada, indigna, enferma. Lloró en silencio con los ojos cerrados, deseando que cuando los abriera él no estuviera allí.

—Hen… —No obtuvo respuesta, así que comenzó de nuevo instantes después—. Hen, debes vivir. No importa las pruebas que tengas que pasar. No importa el destino que te sea entregado. Ni mucho menos importa que tengas que soportar a Keops, ni criar a sus hijos. Recuerda que Isis te vela y te quiere.

Soporta tu pena como tú misma… Como ella misma soportó la pena de ver a su marido descuartizado. Dime, ¿qué sería más doloroso para ti: pasar por todo lo que estás pasando, o bien contemplar cómo tu amado sufre una prueba similar?

Henutsen abrió los ojos.

—Se lo han llevado. La única razón que tenía de vivir se la han llevado.

—Tienen miedo de que cometas una locura. Pero te lo entregarán de nuevo. Necesita una madre, y Keops no permitirá que sea otra quien lo críe.

Pero no me has respondido.

Un llanto violento la poseyó. Kanefer se acercó y la abrazó con cariño, acariciando su cara hasta que las convulsiones cesaron.

—Comprendo lo que sientes, pero dime que no prefieres ser tú la que pasas por esto en vez de que lo sufriera Mehi. Te conozco. Sé lo que piensas. Te quiero.

—¿Igual que quieres a tu otro hermano?

—Keops es una alimaña. Si me hubiera puesto en su camino, estaría muerto. Ninguno de los dos hemos tenido elección. Él sucumbirá, presa de su ambición y de su sueño imposible. Y aunque llegue a vivir cincuenta años más, jamás será feliz. En cambio, nosotros somos inmunes a la enfermedad que le aqueja, y podremos soportar la existencia a su lado sin sufrir de su mal. Eso nos da una posibilidad de ser felices como padre lo fue en su último año.

—Yo nunca seré feliz.

—Sí lo serás. Porque sabes que alguien te ama y piensa en ti cada segundo.

Y mientras exista la posibilidad de que puedas volver a reunirte con él, aguantarás tu existencia sin pensar en quitarte la vida.

—¿Por qué?

—Porque él lo está pasando peor que tú. Ponte en su lugar.

Henutsen comprendió. Si la intensidad de su amor era la misma, no cabía duda. Prefería pasar por eso cien veces a que fuera él quien lo sufriera. Y él moriría de pena cada vez que pensara en ella.

—¿No puedes ayudarme?

—No por ahora. Keops tiene controlado a Mehi. Si hiciéramos algo, él moriría.

—Pero necesita su pirámide.

—También a ti. Y sabe que estáis unidos. Si uno de los dos fallara, mataría al otro por puro orgullo, sin pensar que perdería la divinidad.

—Entonces, ¿qué sentido tiene?

—¡Hen! Padre descubrió la felicidad el último año de su vida. Dime: ¿crees que valió la pena?

Tardó mucho en responder. Recordó el breve tiempo que compartió con él. Su alegría en la fiesta del jubileo. Los paseos juntos, las confidencias, las caricias, las risas…

—Sí. Valió la pena.

—Entonces, aguanta. Y cuando Keops venga a verte, piensa en Mehi. Y en Isis, que vela por ti. Por vosotros. Yo estaré alerta, esperando el momento. Y llegará. Te lo prometo.