MEHI

Año 2605 a. C.

Harati partió, y reuní a los oscuros.

—Quiero embalsamar el cadáver de mi amigo, el faraón Snefru. Sé que es vuestra labor y no me inmiscuiré en vuestras leyes. Quiero que me aceptéis como uno más, porque aparte de con vosotros no creo que vuelva a hablar con nadie fuera de estos muros. No deseo más vida que esta y, si puedo, volveré de nuevo aquí, pues poco más tengo en cualquier vida.

Se adelantó un anciano.

—Te ayudaremos.

—¿Tú eres el que dicen sacerdote?

—Soy un sacerdote. Y merezco más respeto.

—No me hagas reír. ¿Qué has hecho para estar aquí? ¿«Respeto»? Tal vez mereces ser ahogado, lapidado o apaleado, pero respeto…

Escupí las palabras con ira. Estaba harto de dar falso respeto. Si había de ser la máxima autoridad, lo sería con todas las de la ley.

—El sacerdote merece respeto —se adelantó uno de los oscuros. Jamás le había visto, pero en su mano brillaba un puñal—. El que manda aquí es el sacerdote. ¿Estás de acuerdo?

Sentí miedo. Los ojos de aquel hombre no mentían. Me rajaría. Y lo haría con la misma indiferencia con que se pela una fruta.

—Lo estoy.

Tuve que tragarme el orgullo y aceptar que era el sacerdote el que gobernaba allí, aunque él no se hacía llamar jefe de nadie.

Comenzamos el proceso de embalsamamiento:

En primer lugar, el cuerpo fue lavado con agua. El sacerdote llevaba a cabo distintas ceremonias en cada ocasión y ante cada comienzo y final de proceso, lo que resultaba exasperante, a pesar de que no retrasaba demasiado los trabajos.

Días más tarde, tuvo lugar el proceso que más me repugnó: abrieron conductos con unos ganchos que introdujeron por las vías nasales de mi amigo, agitándolos hasta remover y licuar la masa encefálica, que se vertió por ellos.

Lavaron la cavidad con agua y natrón, la secaron y vertieron por los conductos resina caliente mezclada con aceites esenciales olorosos. Tuve que salir a vomitar varias veces entre la mirada reprobatoria de los hombres.

Lo siguiente no resultó menos desagradable. Se abrió una incisión en el lado izquierdo del abdomen, se sacaron las vísceras y se secaron con natrón.

Luego su destino serían unos bellísimos vasos de alabastro blanco. Amset, en forma de cabeza humana, velaba por el hígado; Hapi, representado por la cabeza de un cinocéfalo, por los pulmones; Duamutef, en forma de cabeza de perro, protegía el estómago, y Quebesenuf, con cabeza de halcón, el intestino.

Los vasos representaban a cada uno de los hijos de Horus u Osiris, los cuales representan a su vez los puntos cardinales. Llevaban la forma del animal al que se asociaba la divinidad en las tapaderas de cada vaso.

Se limpió la cavidad intestinal con agua para arrastrar la inmundicia, luego se secó cuidadosamente.

Se sumergió el cadáver en natrón durante setenta días para que el cuerpo y los tejidos secaran bien. Este, era el número de días establecido como límite, los mismos que el sol tapaba a la estrella Sothis1 entre el ocaso y el orto elíaco.

Se le aplicaron aceite de palma y capas sucesivas de resina caliente y aceites, rellenando finalmente la cavidad abdominal con vendas para que no cediese cuando se pusiera la máscara sobre el rostro y pecho.

Una vez momificado el cuerpo, se procedió a vendarlo cuidadosa y artísticamente, introduciendo símbolos, joyas y pequeños objetos rituales entre cada capa. Después, se vertía resina caliente y aceites olorosos por encima.

Luego se volvía a vendar. Una y otra vez, hasta colocarlo en su sarcófago.

El sacerdote velaba porque se leyeran las fórmulas correctas y se realizaran los rituales apropiadamente. Se cerraban las incisiones con placas de oro, que se decía era la carne de los dioses, decoradas con el ojo udjat, signo de integridad. Entre las capas de lino, en el proceso de envoltura, se colocaban diversos amuletos, entre ellos el amuleto rojo con forma de corazón que ayudaría al difunto a pasar el juicio en el Más Allá; el nudo de Isis con forma de Anj, que representa la vida y el ojo Udjat; el escarabajo, símbolo de la creación.

Tomé nota de todo escrupulosamente. Una vez en la tumba, se sacaría el cuerpo ya embalsamado del sarcófago y se procedería al último de los ritos: la Apertura de la Boca, que le devolvía al difunto la facultad de hablar, ver, escuchar y degustar.

Un sacerdote embalsamador sostendría la momia de pie, mientras un sacerdote novicio, o en su caso el primogénito del difunto, quemaría incienso y, con la ayuda de instrumentos, procederían al mágico ritual. Al mismo tiempo, un Sirio, el sacerdote lector pronunciaría las fórmulas mágicas escritas sobre un rollo de papiro.

Se reanimaría al difunto en el curso de una larga ceremonia que podría durar varios días, según el rango al que perteneciera, ceremonia que también se practicaba con las estatuas y las pinturas que iban a acompañar al difunto en el panteón.

La familia procedería entonces a despedirse del fallecido y la momia volvería a ser colocada en su sarcófago.

En el templo de eternidad se celebraría un banquete, en donde se consumían, entre otros muchos alimentos magníficamente cocinados, bueyes asados sacrificados ritualmente.

Las exigencias de los muertos no se reducían a la ejecución de estos ritos fúnebres. Tenían la necesidad de alimentarse, y numerosas ofrendas alimenticias, que se tendrían que acompañar de gestos rituales y de plegarias, serían obligación del hijo.

Confiando en los poderes de la magia, junto con la escritura y las imágenes también se representarían ofrendas en las paredes de las tumbas, y de este modo bastaría con que alguien pronunciara el nombre de las ofrendas para que el difunto pudiera saborearlas.

Al principio no deseaba hablar con nadie. El único amigo que me quedaba era Harati, y lo había alejado de mí.

Rehuía el contacto con todos porque no quería exponerme, pero también porque me asqueaban. No tenía nada en común con ellos. No era un criminal, ni un mago, ni conocía oscuros secretos que no quisiera compartir con nadie.

No me conocían y yo no les conocía. No me hicieron preguntas y yo no las hacía. Esa era la ley. solo obedecía cuando me ordenaban, del mismo modo que me ayudaban o me obedecían cuando mis órdenes eran coherentes y útiles.

Compartíamos la misma comida. No había ningún contacto con el exterior, no había ni jefes ni aprendices, aunque yo era lo más parecido a uno.

Una noche, anotaba el procedimiento a la luz de una vela cuando algo me sobresaltó.

—No dijiste nada de anotar el proceso.

—Se lo prometí —dije señalando la cámara donde reposaba el rey.

El anciano me miró con suspicacia.

—¿Eres un escriba?

Tanto daba. Asentí.

—Pues escribe: la momificación está basada en la leyenda de Osiris: Seth, su hermano, como sabes, descuartizó su cuerpo y fue Isis quien reunió los trozos y recompuso el cuerpo, lo vendó y le devolvió el hálito de vida en la que se considera como primera Ceremonia de Apertura de la Boca. Las partes en que se compone el ser individual son: Jat, Ib, Ka, Ba, Ju, Sejem, Sah, Ren y Jaibit.

El Jat es el cuerpo. En el momento de la muerte es el espíritu, Ba, el que vuela hacia los dioses. El Ka es la forma intermedia o doble del cuerpo, relacionada por algunos con la sombra o Jaibit. El Ib es el corazón, sede de la mente, sentimientos, de la vida física en sí. El cuerpo, junto al corazón, debe permanecer incorrupto para que la individualidad de la persona no desaparezca. Ju es la inteligencia. Sah es el cuerpo espiritual. Ren es el nombre, sin el cual nada puede existir. Sejem es el poder que mantiene unidos todos los elementos que forman el conjunto. Así, la tumba pasa a ser el hogar del alma, siendo la pirámide la morada del cuerpo. Las estatuas del difunto están presentes por si el cuerpo desaparece. Las pinturas sirven para recordar los buenos momentos de la vida.

Apenas podía seguirle. De repente, me preguntó:

—¿Conocías a Snefru?

—Era su amigo. Tras su muerte caí en desgracia y perdí a mi familia y a la mujer que amo. Ya nada tiene sentido.

—La existencia aquí lo tiene.

Yo reí.

—Le debo la promesa. No encuentro placer en esto.

—Créeme: yo tampoco.

Me miró con sorna. Ambos reímos entre dientes.

—¿No deseas servir al faraón actual?

—Es un usurpador. Ni siquiera tiene la inteligencia necesaria para evitar ser manejado.

—Todos lo son.

—Snefru no. Seguía sus propias reglas.

—Estaba igual de manejado.

—¿Qué sabes tú?

Se encogió de hombros.

—Nada.

Se fue. Yo no pude ni moverme de la sorpresa. Su silencio me dio mucho que pensar, pues comunicaba sin hablar de modo tan evidente como el rugido de un león. Aquel no era un criminal anónimo. No quise forzarle. Tenía mucho tiempo.

Me convertí en su servidor. No me había dado cuenta, pero era muy, muy viejo, y estaba enfermo. Yo tenía conocimientos de medicina, y comencé a prepararle emplastos que cuidasen sus huesos y le arrancasen la humedad que le provocaba tanto dolor.

A cambio, él me informaba sobre el proceso de embalsamamiento.

Participé con él en la ceremonia de secado de los órganos, que introdujimos en los frascos que nos fueron traídos a tal efecto, bellamente decorados por los mejores artistas del reino.

Cuando terminábamos, yo continuaba atendiendo al viejo sacerdote. Lo era porque hacía una ceremonia de cada acto. Y lo era porque sentía cada uno de esos rituales y ofrendas.

Una noche, le pregunté:

—¿No habéis perdido la fe? No comprendo.

—¿Qué es lo que no comprendes?

—A medida que vamos avanzando, mi humanidad se evapora, como el cuerpo de Snefru. Y vos continuáis representando las ceremonias como si aún creyerais en ellas. Cuando terminemos, su cuerpo estará tan seco como mi alma.

—Lo que hacemos no es incompatible con la fe.

—Mira a tu alrededor. No veo un solo sacerdote. Todos han renegado de la vida para venir aquí. Estamos muertos.

—Yo soy un sacerdote. Y me encuentro muy vivo.

—Si no has renegado de tu fe, es que te han traído aquí contra tu voluntad.

—Tampoco es correcto.

—¿Me quieres decir que has venido al último rincón del mundo por voluntad propia y sin haber hecho nada de lo que debas arrepentirte?

—Encuentro nobleza aquí.

—Para encontrar aquí alguna virtud, tienes que haber lamentado vivir en el mundo exterior. Encontrarlo tan amargo que no desees sino esconderte de la luz.

—Tampoco es exactamente eso.

—No te entiendo. Si lo que haces aquí no es forzado, ni voluntario, y aceptas tu destino, es muy extraño. Además, pareces saber lo que haces cuando estos ritos jamás se han llevado a cabo desde hace cien años…

La respuesta vino de pronto a mí.

Le miré asombrado. Me costó mucho digerir mi propia suposición. Todo parecía encajar y, aun así, no me lo creía; o me resistía a creerlo.

Mis manos temblaban. No podía ser cierto. Sería mezquinamente irónico, una broma pesada, que el portador del conocimiento se hiciera dolorosamente presente cuando el que lo merecía ya había dejado el mundo de los vivos y nunca disfrutaría de la conciencia de llegar a ser un dios.

Y yo estaba allí.

¿Era eso casualidad?

Tuve miedo de decirlo en voz alta, por mucho que debiera hacerlo. Una vez que hablara, si el sacerdote callaba, no habría ninguna oportunidad. Suspiré hondo y reuní el valor para liberar las palabras:

—Entonces fuiste enviado porque eras el único que podía transmitir el secreto de la inmortalidad.

Se levantó y se fue.

La suerte estaba echada, aunque de nuevo su silencio decía más de lo que callaba. Toda una vida. Miré el cadáver de mi viejo amigo. Toda una vida buscando la explicación, y ahora que la tenía, se me escapaba.

Era evidente que él era el portador del conocimiento. No había mejor lugar para esconderse. Y tampoco me parecía lógico que ahora quisiera compartir la información, cuando no la había entregado a nadie en toda su vida, pues no se hubiera mostrado tan misterioso y ambiguo en sus silencios si no quisiese algo de mí.

Pero tampoco iba a ganar nada lamentándome. Los que estaban allí huían de su pasado y la mayoría estaban de vuelta de la vida. solo querían tranquilidad tras haber perdido cualquier ambición. Aquel lugar era atemporal y yo mismo sentía que podría estar toda una vida en él, ahora que se me escapaba el futuro.

Recordé a Henutsen y lloré amargamente.

No me importó que me vieran. Nadie me prestaría atención. Cuerpos anónimos pasaban a mi lado, y sin embargo estaba más solo de lo que jamás había estado. Nadie me hablaría. Lloré tanto que mis lágrimas cayeron sobre el suelo seco de tierra apisonada de la estancia, cuyo centro ocupaba como una estatua de palacio, a la que todos ven pero en cuya presencia nadie repara.

Horas más tarde, le ayude a desvestirse y le masajeé la vieja y nudosa espalda. Le cambié los apósitos y le ayudé a acostarse.

Al día siguiente, o tras unas horas, ya que no veíamos el sol y la percepción era aquella que nos dictaba nuestra mente, continuamos preparando el cuerpo de Snefru, entre aceites, natrón y vendas, una y otra vez.

Me dictaba las órdenes y yo las cumplía.

Así pasaron los días. Tantos que perdí la cuenta.