Año 2605 a. C.
Pasó los mejores meses de su vida. Ni siquiera cuando reinaba su anterior marido, el malhadado Snefru, que los dioses confundan, tuvo tanto lujo.
Los dignatarios extranjeros no cesaban de entregarle regalos. Algunos incluso los desechaba con un gesto de desprecio, o los regalaba a algún sirviente, aunque Keops era poco amigo de regalar nada, obsesionado como estaba con reunir fondos para construir su pirámide.
Estaba orgullosa de uno en concreto. Una caja para guardar las joyas, de madera de ébano policromada, con incrustaciones de nácar y piedras preciosas.
Grande, con muchos cajoncitos que le servían para guardar tanto sus joyas más íntimas —tenía tantas que apenas les prestaba atención—, como sus preciados «amuletos de placer», como ella los llamaba.
Lo que más le gustaba de aquella caja era, aparte de su funcionalidad, que no estaba decorada con los motivos que tanto le cansaban. Estaba más que harta de las escenas de su faraón abriendo la cabeza de sus enemigos. Su faraón… El de antes era listo como ningún otro hombre, pero no le daba placer y la ninguneaba. No concebía que ella pudiera ser inteligente. Y era ella la que le había causado la muerte.
Sabía que estaba enfermo. Lo sabía bien, pues había seducido al jefe de los médicos, un hombrecillo pusilánime con miedo a todo. Hacía que le informara puntualmente de cada una de las revisiones diarias que hacía al rey con la amenaza de contarle que la había violado. El sentimiento de culpa del médico, junto con el recuerdo del primer y único encuentro sexual y la promesa de que sería suyo de nuevo, le procuraron cuanta información necesitaba.
La fiesta de regeneración había sido un espejismo. Se encontraba mejor por el ánimo recibido de su pueblo, pero la enfermedad seguía su curso, y se debilitaba día a día.
Los médicos pensaban que se trataba de un parásito muy común y le trataban con antimonio, pero los síntomas, lejos de remitir, aumentaban en intensidad, desde la aparición de sangre en la orina, la irritación permanente del miembro, dolor lumbar y cólicos frecuentes. Los médicos diagnosticaban el debilitamiento continuo de los riñones y el corazón.
Esperó pacientemente. Aunque el hecho de saber que pronto iba a librarse de él hacía que cada día fuese más largo que el anterior, y apenas aguantaba el asco que le causaba su cara de viejo babeante sobre la suya cuando podía tener el cuerpo joven que deseara.
Hasta el día que el médico le dijo que su corazón no aguantaría un sobresalto más. Ese día dio gracias a la diosa, a todos los dioses, con cuantos de sus iconos sexuales tenía, en la más larga sesión de ofrenda a los dioses y acción de gracias de su vida.
Aún esperó unos días para que se debilitara un poco más. Ella misma preparó un afrodisíaco e hizo que ambos lo tomaran. Padre e hijo.
El resto fue fácil. solo tuvo que retener a Keops dentro de ella en el instante en que su padre les vio, aumentar el placer de él hasta que fuera imposible que los remordimientos pudieran con su potente influjo sexual. Ella misma tuvo el mejor orgasmo de su vida mientras su marido moría.
Tanto le daba que hubiese sobrevivido. Estaba débil y quebradizo como un papiro seco. Había influido lo suficiente ya en el joven príncipe para alimentar su codicia a la vez que su placer. Hubiera encontrado la manera de que asesinara al santurrón Kanefer, al que no pudo seducir. Tanto a él como al constructor. Los quería muertos, tanto por que no interesaban a sus planes como por resistirse a sus encantos.
Así que, cada vez que abría la caja y notaba el suave tacto de la madera oscura, recordaba al único hombre que de verdad la había hecho gozar plenamente: Kemet. El capitán del perro de Gul, al que también conseguiría hacer matar.
Por desgracia, había hecho un uso más común que de costumbre de la caja, puesto que su nuevo marido, el joven faraón, ya no requería de su placer.
Esa puta de su hermana le había apartado de ella, poniendo en peligro sus planes. Para empeorar las cosas, la muy zorra se había quedado preñada a la primera, cuando ella lo intentaba con todos los remedios que pedía al nuevo jefe médico. Se había cansado de aguantar los requerimientos del anterior. No se podía negar que Memu, aunque estúpido, era muy eficaz. Asesinó al viejo médico sin mover ni una ceja.
Tenía que tener cuidado. Si Keops llegaba a lograr la divinidad, sería una ironía digna de Seth que la que reinara junto a él como diosa fuera su hermana en lugar de ella, que era su verdadera reina y la que le había puesto en el trono.
No podía dejar de felicitarse. La red de informadores entre los servidores de Palacio, que tanto le costaba entre regalos, chantajes y favores sexuales, funcionaba de maravilla.
Un enano le contó que había una actividad inusual entre los soldados nubios, y que la cámara de la princesa era custodiada con especial celo.
No le costó mucho atar cabos. Confirmó las informaciones y se presentó ante su marido
—Mi señor, voy a hacerte un regalo que hará que vuelvas a quererme como antes.
—No tengo tiempo para regalos.
—Este te gustará. Se trata de tu gran esposa real.
Como había previsto, se detuvo de inmediato.
—¿Qué sabes tú de mi esposa?
—Tu amado Gul quiere sacarla de Palacio.
—No te creo.
—A través de un túnel excavado por los nubios en tiempos de tu padre.
—Muéstramelo.
El resto había sido fácil. Aprovecharía para librarse de su rival.
Hizo investigar a los soldados hasta encontrar a uno ahogado por deudas de juego y licor, con familia y cargas. No fue muy difícil atraerlo a su lecho como una mariposilla nocturna a una lámpara. Le prometió que su sacrificio haría rica a su familia y que obraba en beneficio de Ra, matando a la traidora que pretendía escapar de los brazos de su propio marido junto con el demonio nubio. El acto le redimiría ante Osiris y haría que su corazón fuera tan liviano como el mejor de sus linos.
Miró su cuerpo ante el inmenso espejo, uno de los costosos regalos que había recibido tiempo atrás. El espejo más grande que cualquier mujer haya tenido nunca. Bruñido durante meses sin parar por los esclavos más fuertes para reproducir tan fielmente su imagen que incluso se excitaba mirándose.
Estaba satisfecha. Ella misma se había maquillado, vestido y aplicado los aceites que hacían que sus vestidos nuevos se ciñeran a su cuerpo. Se puso su mejor peluca, que Keops nunca había visto antes, y se aplicó una pasta en el sexo para favorecer la fertilidad. Nada debía fallar. Sabía que todo había salido según su conveniencia. Así lo habían confirmado sus informadores.
Se sintió segura de sí misma. Aún era joven y bella. Le quedaban los mejores años aún, y se sabía la persona más inteligente de Palacio.
Salió de su cámara sin mirar a los guardias enclenques que su marido le había puesto recientemente. Decía que eran buenos soldados, aunque ella prefería a los musculosos nubios que tanto impresionaban con su brillante piel oscura. No se quitaba de la cabeza a Kemet. Cuando confirmara su poder, haría que lo buscasen hasta en los más lejanos confines de las dos tierras.
Se dirigió a la cámara de su marido, que le recibió con frialdad, sin saludarle salvo con un gesto.
—Mi señor.
—No te he mandado llamar.
—Hace mucho que no vienes a verme.
—¿No te basta con tus juguetes?
—Sabes que no. Quiero a mi joven rey, que tanto me hace gozar.
Keops sonrió. Ella se creció y se acercó a él, poniendo su mano sobre el faldellín. Pero la respuesta no fue la esperada. La retiró con asco.
—¿Qué ocurre? ¿No quieres yacer con tu esposa?
—No. Ya te avisaré.
—Sabes que intento darte un hijo. Creo que es el mejor momento…
—¡He dicho que te vayas!
Sintió la rabia dominar su alma como una tormenta de arena.
—¿Es por culpa de esa zorra hermana tuya?
—Estás hablando de mi esposa. Cuida tu lenguaje.
Se alarmó inmediatamente. No parecía preocupado. Había esperado encontrarle destrozado por la muerte de su esposa, convenientemente vulnerable. Y hablaba como si no hubiera muerto.
No se contuvo más. Le abofeteó.
—¡Tienes mala memoria! No recuerdas que eres lo que eres gracias a mí.
Keops se limpió una gota de sangre de sus labios, aunque torció el gesto cuando sintió el escozor al sonreír.
—¿No crees en el destino? Voy a ser un dios. Es la voluntad de los dioses y la mía. No has tenido nada que ver en eso.
—¡Si no fuera por mí aún estarías arrastrándote entre las putas que los nobles se dignaran prestarte!
El faraón se encogió de hombros.
—Entre ellas y tú… ¿qué diferencia hay?
Ella sintió que el fuego llenaba su cara, pero se contuvo. Aún tenía una baza que jugar.
—¿Te sientes enfermo?
Logró captar su atención. Sabía de su horror a la enfermedad. Los informes del viejo médico eran exhaustivos.
—¿Y eso?
—¿No te das cuenta? Tu hermana estaba enferma. El constructor debió pasar alguna enfermedad o maleficio a su sexo. Gracias a Maat ya no volverá a contaminarte con su…
Las carcajadas del rey frenaron la frase.
—¿De qué te ríes?
—La enferma eres tú. Tú transmitiste la enfermedad a mi padre. Y a mí.
Me costó mucho curarme.
—¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién intenta alejarme de ti? ¿La zorra?
—¿Te crees que eres la única que tiene informadores? solo hay que seguir el rastro de cortesanos y sirvientes a los que has contagiado. Me das asco. No mereces ni nombrar a mi esposa, a la que, por cierto, he salvado de tu plan.
Merittefes perdió los nervios. Se echó sobre él, clavándole sus largas uñas en el rostro y pecho. Keops se la quitó de encima de un empujón.
—¡Memu!
El soldado apareció. Llevaba un faldellín hinchado y sus ojos brillaban.
—¿Aún la deseas?
—Sí, mi señor.
—Pues es tuya.
Merittefes rio con la risa de los locos. Una carcajada franca y grave que estremeció la cámara real. Escupió las palabras con furia mientras reía.
—¡Nunca sabrás si el hijo que espera la zorra es tuyo o del constructor!
Keops se detuvo de inmediato.
—Tienes razón —se encogió de hombros—. Tendré que hacerle más hijos.
Y se fue, dejándola sola con aquel animal, que se acercó lentamente, como sopesando que no ocultara ningún arma. Se arrepintió de no haberlo hecho. En su querida caja guardaba un pequeño puñal de empuñadura de colmillo de elefante, tan afilado que cortaría hasta la felonía de su marido.
Memu se acercó lentamente, mientras se desataba el faldellín.
—¿No lo has oído? Estoy enferma. Te contagiaré la enfermedad.
—Me da igual. He yacido con putas mucho peores que tú.
Sus ojos brillantes, carentes de inteligencia pero fríos como el espejo de su cámara, la recorrieron con avidez tras arrancarle el ajustado vestido. Apenas tuvo que hacer fuerza para rasgar la fina tela.
La reina sintió miedo. Un miedo profundo, irracional, un instinto animal.
Aquella bestia la iba a matar.
No se resistió. Sabía que no serviría de nada. Simplemente se dejó caer e imaginó a su querido Kemet, intentando que fuera su rostro el que viera cuando el bruto la poseyera.
Funcionó durante los primeros envites, pero a medida que fue empujando con más y más fuerza, y el dolor fue creciendo, su cara desapareció. Intento zafarse sin éxito, viendo que se excitaba con su rebeldía, así que dejó caer sus brazos lacios a los lados del cuerpo y le dejó hacer, mientras pensaba en su caja, contando cada uno de los cajoncitos y lo que había dentro.
En un pequeño cajón oculto en un doble fondo había conservado un pequeño recuerdo de cada uno de sus amantes. Recordó su numeroso contenido.
El cabello negro y rizado de Kemet.
El amuleto de la pluma de Maat de Hemiunu.
Una de las piedras de cobre que el médico usaba para purificar el agua que bebía el faraón.
Un trozo de la red que le había servido para cautivar al viejo.
La pequeña hoja afilada del jefe del harén de Snefru.
El pedazo de tela de la capa encarnada del jefe de los mayordomos enanos de Palacio.
Un pedazo de vela del sumo sacerdote Aj.
Un trozo de papiro del supuesto legado de Imhotep, de Keops…