GUL

Año 2605 a. C.

Algo le decía que debía salir de ahí cuanto antes. Sentía el peligro como un ratón que se esconde en su madriguera de una serpiente hambrienta, sabiendo que el reptil tiene mucha paciencia y mucha hambre.

Pero no podía faltar a su amigo. Cuando vio que aquel engendro violaba a su propia hermana, aun sabiendo que había flechas apuntando a su cuerpo, poco le faltó para no degollarle en pleno coito.

Hizo lo que debía, pues hubiera puesto la vida de la pobre Henutsen en peligro, pero tuvo que cerrar los ojos, y luego lloraría en silencio por primera vez en su vida adulta. Sentía la mirada de reproche de Snefru sobre él.

No creía en la comunicación con los muertos como el loco de Uni, pero sabía sin duda alguna que Snefru le hablaba. Tan cierto como que lo hizo la mirada suplicante de su hija.

No tenía ningún vínculo afectivo con ella, aparte de la simpatía que sentía por la única hija que ejercía como tal, pues en vida uno de los hijos jugaba a ser faraón y el otro ahogaba su resquemor en fiestas, licores y mujeres que los nobles le procuraban, alimentando su odio por Kanefer y su padre. Henutsen, en cambio, era tan cariñosa como cualquier padre pudiera desear.

Y bella. Dolorosamente bella. Esa belleza que no puede evitar enamorar a cuantos la rodean. Ni el mismo viejo Gul era inmune, por mucho que supiera cuál era su lugar y su posición en el corazón de su amigo, por lo que la consideraba como una sobrina lejana, inaccesible.

Su belleza era natural. Sin maquillajes ni aderezos, sin pelucas ni vestidos ajustados. Y no era solo su imagen, sino la simpatía que generaba sin quererlo.

Caminaba como una niña, aunque su cuerpo había cambiado y ella no se había dado cuenta. Regalaba su sonrisa por puro placer, sin pretender obtener nada a cambio. Incluso las ropas discretas que vestía contribuían a aumentar su hermosura y a crear imágenes en la mente que la mitificaban aún más.

Era distinta de Merittefes. Como la noche del día. No buscaba impresionar a nadie con su belleza artificial, su paso felino y sus estudiadas poses. Cualquier marido convencional se moriría de celos viéndola ostentar su provocación continua, sacando partido de la atracción insana que causaba.

Henutsen hacía que las personas quisieran compartir su vida con ella, lograba el amor puro de todos sin pedirlo. Merittefes jugaba con el atractivo meramente sexual y hacía que los hombres convencionales se avergonzasen en parte de lo que querían de ella. Por eso siempre sacaba algo de todos, pues a todos provocaba remordimientos.

Aunque solo fuera por lo odioso de la comparación, y por la mirada de su amigo, no podía evitar ayudarla.

Se sentía enfermo cada vez que pensaba en el faraón empujando sobre sus piernas. El muy ingenuo debía creer que tenía lo mejor del género femenino en ambas mujeres. Una esposa a la que amar, y una zorra que le calentara. Y que pensase por él. Pero esto no parecía saberlo. Merittefes lo manejaría como al resto de sus amantes, como a uno de sus juguetes sexuales.

Keops era un niño aún. Un adolescente en un cuerpo adulto que se negaba a madurar.

Un niño con total poder sobre la vida y la muerte.

Maldijo su suerte.

Reunió a sus hombres en secreto.

—Quiero daros las gracias por vuestro servicio sin tacha todos estos años.

Hoy sois libres para volver a nuestro pueblo. Sin embargo, os pido un servicio.

No es una orden, sino un favor personal. Jamás os he pedido nada, pues las órdenes que os haya dado fueron siempre para nuestro beneficio y el de nuestro pueblo. Hoy voy a hacer algo meramente personal, algo que le debo a mi viejo amigo Snefru. Es muy peligroso, y puede que no salgamos vivos. Por eso, el que venga, debe hacerlo de forma voluntaria y consciente del peligro, pues lamentaría profundamente cargar con la muerte de una persona por mi egoísmo.

Ninguno dejó de prestarse voluntario, lo cual le emocionó, aunque que no lo mostrara. Escogió a los más válidos como si fuera una misión rutinaria.

Kemet se adelantó.

—Yo voy.

—No. Tú debes ser responsable de los que quedan. Lo arreglarás todo para coordinar que todos salgan a la vez, un poco después que nosotros, y tienes que hacer que nos esperen en la casa y nos lleven lejos tan rápido como sea posible. Recuerda que llevamos a una mujer embarazada.

—He dicho que voy.

—Y yo digo que no. ¿Quieres que lo arreglemos al modo tradicional?

—No lucharía contigo, y lo sabes.

—Entonces obedece.

—Otros pueden hacer eso. ¡Yo quiero estar ahí, contigo! Te… Te lo debo.

—¡Maldito seas! ¡No me lo hagas más difícil y obedece!

Todos se miraron. Era muy significativo. Gul nunca perdía los nervios.

Los mensajes de alarma se transmitieron de unos ojos a otros en segundos, pero nadie se echó atrás. Kemet insistió.

—Necesito formar parte de eso. Yo también estoy en deuda con el viejo rey.

Gul se calmó y le abrazó.

—Eres parte vital. Si yo muero, tú deberás terminar mi misión.

No quería pensar. Lo preparó todo con días de antelación y lo repasó concienzudamente una y otra vez. Era su última misión antes de volver a casa como el dios en vida que era, y quería dejar de sentir el aliento oscuro de su amigo. O reunirse con él.

Y como en todos los periodos en los que se piensa poco, aunque fuera por disciplina militar, el tiempo pasó rápido.

Llegó el día. Lo afrontó de manera habitual. Nada debía ser diferente. Recibió los informes de sus hombres, visitó como tenía costumbre al jefe de los médicos, al de los mayordomos, al de los enanos, al de los sirvientes, al visir, a quien nada dijo pues temía que su vulnerabilidad le traicionase, y al sacerdote personal de la familia real: Aj.

Cumplido el protocolo, dejó pasar un tiempo prudencial, y en la hora más aburrida, tras la comida, sus hombres ya estaban en guardia, despejándole el camino que tan difícil se le hacía.

Lo más duro fue entrar en la cámara de Henutsen y encontrársela cara a cara. Estaba preparado para morir en la lucha, pero no para eso. Ella reaccionó levemente cuando entró sin pedir permiso. Se le hizo un nudo en la garganta cuando vio su cara. No había perdido la belleza, pero sí la alegría. Miró su incipiente barriga para evitar ver el reproche en sus ojos. No le quedaba mucho para dar a luz, pero no tenía más tiempo que perder. Pasó su mirada sobre ella sin querer ver sus ojeras, fruto de las horas de llanto. Meses de llanto.

—Princesa.

—¿Vienes a llevarme con mi… marido?

—Con el legítimo. Con Mehi.

Ella se agarró al sillón para no caerse. Su cuerpo temblaba. Gul la ayudó, sosteniéndola un poco más fuerte de lo que aconsejaba la prudencia.

—¡Dime que es cierto!

—Y tanto. Pero nos vamos ya. No hay tiempo para nada. Ya os proveerán de lo que os haga falta.

—Lo que me hace falta es Mehi. Vamos.

Hizo una seña a sus hombres. Le confirmaron que el paso estaba despejado. Tomó delicadamente a Henutsen en sus brazos e inició el camino, susurrando en su oído, sin dejar de prestar atención al gesto del hombre que tenía más cercano.

—¿Seréis capaz de perdonarme? Yo nunca lo haré.

—Kanefer dijo que no intervinisteis para proteger mi vida, aunque en ese momento la quería perder.

—No digáis eso. Tenéis un futuro. Os dije que os ayudaría.

—Sí. Isis me ha escuchado.

Gul pensó que Isis aún podía ignorarles. No sabía por qué, pero tenía más miedo del que había pasado en su vida. Se obligó a hablar a Henutsen porque, si no se distraía, se volvería loco.

—¿Cómo va…?

—Bien. Los médicos dicen que va a ser un niño.

—¿Y?

—No sé de quién es. Pero lo sabré.

—A Mehi no le importará.

La tensión en su cuerpo le dijo que había puesto el dedo en la llaga. Gul insistió.

—Le conozco muy bien. No le importará. Si es vuestro, lo amará igual que si fuera de otro.

—¿El sabe…?

—¿Qué sois princesa? Sí. Se lo dijo Keops. Utiliza vuestra seguridad para obligarle a construir su morada de eternidad.

—¡Pero él la haría encantado sin necesidad de coacción!

—Es mucho más complicado que eso. Pero si todo va bien, él mismo os lo contará.

—Dice que quiere una morada de eternidad incluso más grande y perfecta que la de padre, que quiere nombrarse hijo de Ra. Que quiere ser dios.

—Ningún dios le querría a su lado. Y Ra no es como Mehi. No aceptará un hijo que no es suyo.

Lo había dicho en tono de broma, pero le salió lúgubre.

Caminaron por el túnel. Henutsen se asustó al principio por la oscuridad, pero Gul la tranquilizó.

Al fin, vieron la luz y salieron.

Pero sus hombres no estaban al otro lado, sino Keops y Memu, junto a un auténtico ejército.

—No te molestes en intentar huir. El palacio ya está controlado.

Henutsen se desmayó en sus brazos.

Bien. No vería nada violento. La depositó dulcemente en el suelo, apartada del centro de la estancia, y besó su frente, saboreando su perfume y la suavidad de su piel por última vez, como haría un padre con su hija.

—Adiós, princesa. No temáis. La vida es larga y dará muchas más oportunidades —susurró con cariño.

Curiosamente, dejó de sentir miedo. Se encontró muy bien. Incluso de mejor humor que en todo el día.

Echó mano tranquilamente a la espalda y sacó su espada. Los arcos se tensaron. Sonrió.

—En mi país, estos asuntos se dirimen en combate singular, entre hombres. No necesitáis un rebaño de corderos con arcos. Resulta insultante.

Keops rio como un niño.

—No me importaría presenciarlo. ¡Memu!

—Ya vencí una vez a uno de ellos.

Sacó su espada. Les abrieron un espacio. Gul sonrió. Moriría como un guerrero y en su país le adorarían con más énfasis que si hubiera vuelto.

Hubiera sido muy embarazoso ser capturado.

Memu amagó un ataque. Gul ni se movió. Sabía que no se atrevería a atacarle frontalmente, y no iba a dejarse amedrentar por el primer gesto.

Pero no era un ataque. De su mano salió algo. Un polvo que, en contacto con sus ojos, volvió el mundo viscoso y traslúcido.

Cubrió su guardia con su espada. Debía haber previsto algo así. Sabía que, sin una artimaña, Memu jamás se hubiera atrevido a batirse con él.

Pero no dejó de sonreír. Al fin y al cabo no iba a variar su destino. Tanto daba. Él también podía planear estrategias.

—¡Vamos, cobarde! ¿O vas a soplarme polvos hasta que me caiga de culo como si fueras una tormenta de arena?

Keops rio la broma, aplaudiendo como si se tratara de un espectáculo. A Gul no le hizo falta más, una vez supo de dónde venía la risa.

Lanzó un golpe con todo el peso de su cuerpo, de arriba abajo, hacia donde suponía que estaba Memu con tal fuerza que este trastabilló, dejando durante un instante la guardia descubierta.

Era el momento. Tomó impulso en el salto más poderoso que jamás diera, y alzó su espada con ambas manos para descargarla de arriba abajo.

Pero no saltó hacia el soldadito.

Mataría al faraón.

En el aire, imprimió fuerza al recorrido de su espada, rogando a su dios Uadjet que le concediera la gracia de matar a un dios.

Notó un millar de impactos, pero obligó a sus brazos a bajar la espada con fuerza mientras rezaba para que se encontrase con el cuerpo del infame rey.

No fue así.

Cayó de rodillas, atravesado por más flechas de las que podía contar.

No sintió dolor, aunque notaba que la vida se le escapaba.

Se imaginó de nuevo en su tierra, bajo el sol abrasador, recibido por su pueblo.

Sonrió.