HARATI

Año 2605 a. C.

Al principio se negó rotundamente. Pero no podía evitar pasar más y más tiempo entre ellos. Era una ironía que él, que había sido el más ferviente de los creyentes, que había sacrificado a su familia por el deber con su dios y su faraón, se hallara ahora tan a gusto entre criminales de todo tipo: brujos, curanderos, magos… todos ellos sin dios ni patria, sin familia ni futuro, por encima de las leyes de faraones, hombres y dioses.

Se enteró de que era Snefru el que había oficializado el extraño grupo, pero que este y sus leyes existían desde hacía generaciones. Ahora estaban protegidos por el sistema legal, pero nada había cambiado.

Y, extrañamente, se sentía más feliz entre ellos que entre el resto de los mortales, salvo el buen Mehi.

Apenas salía del complejo de los oscuros, como se les solía llamar, en la orilla oeste. La mayoría eran callados e introvertidos. Ni siquiera buscaban compañía y vivían entre sombras, como las arañas. Otros eran amables y locuaces, aunque todos callaban su vida anterior. Incluso él. No comprendía aún que se ocultaban donde no era necesario hacerlo.

Hasta que habló con Mehi.

Llegó, como esperaban, en medio de la gran comitiva funeraria, que quedó a una distancia prudente y que dejó a Mehi con un sarcófago de madera, como si regurgitara lo que no podía digerir, lejos del fasto de las ceremonias. Cuando llegó al templo, no era sino otro hombre muerto. Otro producto que tratar, como un cordero en la matanza.

Fueron por ellos. Harati fue a abrazar a Mehi, pero le notó sin fuerzas. Le miró extrañado, pero no vio expresión ni vida en sus ojos. Hubo de sacudirle por los hombros mientras el cadáver del faraón era conducido al interior del complejo.

—¡Mehi! ¿Qué te ocurre?

Una sonrisa leve. Ahora le reconocía.

—Harati, estás cerca de cumplir tus deseos. Van a matar a Uni. Protégele.

Pero quiero de ti un último favor. Una pequeña espera antes de tu venganza.

Ahora fue Mehi el que sujetó a su amigo, pues su cuerpo se aflojó de tal modo que hubiera jurado que se iba a desplomar, tornándose su rostro tan pálido como el del propio Mehi. Harati le instó a explicarse.

—¿Recuerdas el amor que sentías por tu esposa?

—Cada día de mi vida.

—Y sentías que morirías por ella.

—Por supuesto.

—Entonces me comprenderás mejor que nadie. Yo encontré una mujer que me amaba sin saber qué o quién soy, y a la que yo amaba de igual modo. Y el destino jugó con los dos, pues aunque ella sí supo al fin quién era yo, yo solo me he enterado de quien era ella cuando la he perdido.

—¿Ha muerto?

—No, aunque quizás es peor. Tal vez si hubiera muerto al menos todo habría terminado y yo podría guardar un recuerdo feliz. Pero vivir con esto…

—¿Y quién es?

—Era una sacerdotisa de Isis, y yo, ingenuo, creía que podría comprarla y vivir con ella para siempre.

—¿Y quién diantre es?

—Ahora no voy a volver a verla…

—¡Mehi!

—La princesa Henutsen.

Harati suspiró.

—¿El viejo rey te la hubiera dado?

—Sin duda.

—¿Y por qué no te la daría el nuevo rey?

—Porque la ha hecho su esposa.

—¡Isis divina!

—Y hay más. Ella está embarazada, y ni el rey ni yo sabemos de quién es el niño.

Harati resopló.

—Es muy propio de ti. Grandes proyectos, grandes expectativas… No podías tener un amor sencillo.

La mirada furiosa de su amigo le dijo que no era momento de bromas.

Harati se obligó a pensar.

—Podría ser niña. Tal vez así te la cediera.

—No. Quiere tener herederos con ella. Jamás me la dará. Quieren que les construya una pirámide perfecta a cambio de mantenerla viva.

Un silencio incómodo llenó la estancia. Harati comprendió que su amigo no se atrevía a continuar.

—Dime qué quieres de mí y por qué he de esperar.

—Hay una posibilidad de que Henutsen pueda escapar, y no quiero eliminarla. Si alguna vez has pensado que tienes alguna deuda conmigo, la cobraré de este modo. No se trata de ninguna misión. Ya no me importan. Ni Snefru, ni Keops, ni nadie. Nada me importa. solo ella.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que retrases tu venganza. Por lo que Gul me dijo, creo que Memu juega un papel crucial en esto y debo dejar al nubio investigar. Él me ayudará si puede.

Harati apretó los puños. Esperó un largo rato antes de responder, como si se quitase un peso de encima.

—No hacía falta que apelases a ninguna deuda.

Mehi asintió con los ojos velados.

—No podía arriesgarme. Lo siento. Estoy desesperado.

—¿Y qué hay de Uni? ¿Si espero no le pongo en peligro?

—Del mismo modo puedes saldar tu deuda con él. Protégele y llévatelo donde no llegue Memu. Habla con Gul. Él te ayudará.

La voz de Harati sonó glacial.

—Si tan solo se trata de liquidar cuentas, tal vez cuando esto acabe no quiera volver a ser tu amigo.

Mehi cogió su brazo con el suyo sin mirarle, con fuerza.

—Lo siento, Harati. Si pudiera, recurriría a los espíritus malignos. Daría mi alma a cambio de su libertad. No me importa pedir viejas deudas.

—Ni perder a viejos amigos.

El constructor bajó la cabeza. Ambos apretaron sus manos. Estaban sellando un pacto. Cuando se soltó, Harati se levantó.

—Tienes un año. Hasta nunca.