MEHI

Año 2605 a. C.

Las ceremonias se llevaron a cabo de manera apresurada. Keops fue coronado Rey.

No vi a Hen en meses, y cuando fui llamado por el faraón, la busqué en palacio. Era normal que la actividad cortesana permaneciera hermética mientras el nuevo faraón se asentase y consolidase o cambiase el personal, aunque Hen era una sirvienta menor y no tenía por qué ser devuelta a su pueblo o vendida.

Lo hubiera sabido. Así que estaba tranquilo.

También era normal que me hiciesen esperar un par de horas y lo asumí con tranquilidad, como si se tratara de un viaje.

Aunque estaba nervioso. Había tratado siempre con mi amigo Snefru. Y si Kanefer, del que decían era un hombre justo, me había abofeteado, ¿qué no haría el loco de su hermano?

Finalmente fui recibido por el faraón. Me impresionó la compañía de la reina Merittefes, a la que no podía sostener la mirada sin sentir rubor, pues tantas veces la había tratado con cortesía en compañía del viejo rey que sentía vergüenza. No comprendía que Keops pudiera mirarla a la cara.

Pero sobre todo me impresionó el semblante y el protocolo que Keops daba a la reunión. Con su padre hubiera sido una charla entre amigos. En cambio, el nuevo rey parecía una de las estatuas que le representaban, esculpidas a toda prisa. Como si el original fuera el de piedra y la mala copia la humana. Llevaba los atributos del poder: el incómodo tocado en la cabeza, con los símbolos de las dos tierras, la barba postiza, el cetro y los brazos cruzados sobre el pecho cubierto de collares. Era patético hasta para mí, que no era sino un escriba.

Daba que pensar. Necesitaba verse como faraón. Necesitaba ese protocolo para afirmarse. Para creérselo.

Y eso me preocupaba, pues yo no era nada para que me recibieran así. O me daban una importancia acorde a tal representación, lo que significaba que sabían de mi verdadera misión, lo cual me hizo temblar.

Su reina, también cubierta de joyas, sonreía triunfante y Gul… solo era Gul. Fue ella quien habló.

—Constructor Mehi, te echamos de menos en las ceremonias de coronación. No nos rendiste pleitesía como es protocolario. No es muy cortés.

—Mi reina: yo no soy un cortesano, sino un constructor. Mi sitio está en la humildad de las piedras y no en la corte. Debía supervisar la finalización de los trabajos del difunto faraón. Por eso siento que mi ausencia haya causado esa impresión. No hace falta que os transmita mi lealtad. La tenéis sin duda por herencia del trono y por el cariño que tenía a vuestro padre y esposo, el rey Snefru —dije con la cabeza gacha.

Pude sentir la irritación de ambos cuando nombré a aquella furcia como esposa del viejo rey, pero no pude evitarlo. Era mi pequeña venganza.

—Agradecemos y aceptamos vuestro sincero ofrecimiento.

Ahora era Keops el que hablaba, casi sin mover los labios. Aquellos labios gruesos en esa eterna cara de niño cruel, que manejaría el país con la misma indiferencia con que un chiquillo juega a quitarle las alas a una mosca.

—Pues tenemos una misión para vos. Una morada de eternidad que deje pequeña a la del… anterior faraón.

Yo asentí.

—Os presentaré mi propuesta de acuerdo a las posibilidades técnicas y del terreno que escojáis.

—¡No hay posibilidades ni negociaciones!

El grito me pilló por sorpresa. No supe qué decir. El rostro del faraón se había congestionado de repente y aparecía tan encarnado como alguna de sus joyas.

—Quiero una pirámide perfecta. No un burdo apaño, sino una que garantice la eternidad. Sabéis cómo hacerme un dios, así que no me toméis por estúpido.

—No tengo los conocimientos. Vuestro padre y yo mismo los buscamos toda una vida.

—Pues encontradlos. Tenéis toda mi vida para hacerlo.

—Si no han aparecido ya, no creo que lo hagan. Si os mintiera, faltaría al respeto de la confianza que tenía a vuestro padre. No hay nada que se pueda hacer.

—Lo encontrarás si quieres ver a mi esposa secundaria de nuevo. No te mataré por haberla cortejado. Considéralo una cortesía. Una muestra de mi bondad.

Las alarmas se encendieron en mi alma. Me sentí mareado. Solo pude balbucear.

—Qui… ¿Quién?

Keops sonrió. Yo tuve que agarrarme a la silla.

—La princesa Henutsen. ¿Quién sino?

—La… princesa… ¿Hen…?

—Sí. Mi hermana.

Mi mente no pudo soportar aquello y caí. Ni noté el brazo de Gul levantándome. Vi pena en sus ojos y un extraño brillo de comprensión. De solidaridad. Entonces, me susurró:

—Contente o moriremos aquí.

Keops y Merittefes se miraron con sorpresa y rompieron a reír a carcajadas.

—¿Así que te había ocultado que es mi hermana? Es encantador. ¿Qué era? ¿Una sirvienta? ¡Como en los viejos cuentos!

Merittefes dejó de reír de pronto.

—En cuanto tenga el hijo que espera, podríamos entregártela o podríamos… dársela a los soldados. Tú escoges.

—¿Está…?

—Embarazada —Keops sonrió—. De mi heredero. Decide ahora.

—Tendréis vuestra pirámide… perfecta.

—Puedes irte. Llévate el cuerpo de mi padre y prepáralo. Piensa… y luego ven. Hablaremos de mi pirámide.

Intenté dar un paso, pero fue imposible. Estaba paralizado. Gul miró a los reyes. Merittefes asintió y el nubio me agarró con su brazo, ayudándome a incorporarme. Me sacó de allí. Yo no podía ni llorar. Le mire a los ojos. Se revolvió incomodo, leyendo la acusación implícita. Había sido un servidor leal por simple afinidad, fuera de todo protocolo y cargo, como lo fui yo. Pocas personas habían gozado de tanta confianza.

Evitó mi mirada. Me llevó fuera de Palacio, y una vez que recobré las fuerzas, miró hacia todos los lados y me susurró:

—Haré lo que pueda. Todos corremos peligro. Proteged a Uni. Ha sido condenado. Memu le busca para matarle.

Y se fue.