Año 2605 a. C.
No tuvo tiempo de llorar. La noticia le golpeó con dureza, pero sus hombres pedían órdenes. Todos corrían de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer hasta que él tomó las riendas y dio instrucciones. Todo debía llevarse a cabo con discreción. Los jueces y el visir debían enterarse primero. Hablarían con Aj y los sacerdotes y darían oficialidad a la noticia. Pero era un momento delicado, en el que la seguridad debía ser garantizada.
Pero Gul no se sentía con fuerzas. Había querido a Snefru como a un hermano, y como tal había sido tratado, pero era con él con quien había pactado y no sabía cuáles serían las intenciones del inseguro Kanefer. Necesitaría de su protección, pero le temería. Lo veía en sus ojos. No era una buena situación.
Algunos de sus generales ya estaban frente a él esperando algo más que órdenes rutinarias.
—Huiremos. Preparadlo todo. Esperaremos unos días y cuando preparen las ceremonias nos iremos.
No podía llorar. La muerte era algo natural para un guerrero. Pero sentía un peso en el pecho que le oprimía hasta casi impedirle respirar. Odiaba dar la razón a aquel loco de Uni, pero sería lo mejor.
Pasaron un par de días hasta que fue llamado a consulta con el príncipe heredero. Se sorprendió al encontrar allí también a su hermano Keops y a Merittefes.
—Mis señores.
—Gul, como guardián y hombre de confianza de nuestro padre tienes derecho a presenciar esta reunión.
—Cuyo fin ignoro —dijo Kanefer, visiblemente irritado.
Repasó la mirada de todos. La gata sonreía con suficiencia. A Keops le brillaban los ojos y Kanefer estaba a punto de explotar. Su hermano tomó la palabra.
—Gul, ¿mi padre mencionó alguna vez los papiros de Imhotep?
El nubio se revolvió incómodo.
—No quisiera faltar a la confianza que vuestro padre puso en mí.
—¡Snefru está muerto!
Fue Merittefes quien escupió las palabras. Gul pensó que no parecía sentir su muerte, pero se abstuvo de decirlo.
—Eso no tiene que ver con mi relación con él.
Kanefer se apresuró en asentir.
—Así es. Y alabo tu prudencia, Gul —se dirigió a su hermano—. ¿A dónde quieres ir a parar?
—El secreto de la inmortalidad del cuerpo y el alma. Todos lo sabéis. El clero traicionó a mi padre guardando el secreto.
—¡Eso son patrañas!
—En absoluto. El mismo Gul trabajó para lograrlo.
Gul se puso en alerta.
—¿Quién os ha dicho tal cosa? Mi relación con el faraón Snefru es particular y no violaré su confianza.
—¿Lo ves? El que calla otorga.
—Pensad lo que queráis.
Kanefer balbuceó extrañado.
—Pero ¿por qué el clero había de negarse a dar la inmortalidad al faraón?
Merittefes intervino con tanta acritud como Keops.
—Porque darían el poder religioso a un hombre. Entregarían la llave de todo el control de la cosmogonía, el poder de decidir, de reinar sobre los dioses.
Ellos perderían la supremacía y, con ella, la vida fácil. No les conviene.
Kanefer se estaba poniendo muy nervioso.
—¿Y qué hay de esos papiros?
Keops sonrió. Sus labios fríos se abrieron mostrando sus dientes. Parecía un zorro.
—Los tengo yo.
Se armó un pequeño revuelo. Gul miró a Kanefer a los ojos. Era una trampa. Automáticamente, su oficio se impuso. Miró disimuladamente a los vanos de iluminación y ventilación. ¡Unos ojos les espiaban! Intentó expresar prudencia a Kanefer con sus ojos, pero nunca había sido un buen comediante. Y el heredero tenía un carácter fuerte.
—¡No te pertenecen! Son míos por derecho. Eran de padre y soy su heredero. ¡Gul! Ordena prenderle.
El guerrero rechinó los dientes. Intentó señalar con los ojos a Kanefer que estaban siendo vigilados. Los amantes lo interpretaron como cobardía y se abrazaron entre carcajadas.
—El buen Gul no se va a interponer en una disputa entre hermanos, ¿no es así?
Gul pensó a toda velocidad. En verdad no era asunto suyo. Sobre todo cuanto la situación le reafirmaba en su propósito de escapar.
—Vuestro padre no lo hubiera querido.
Keops caminó hasta situarse junto a su hermano.
—Kanefer, te quiero, y jamás haré nada contra ti. Pero con esta llave tenemos la oportunidad de sacudirnos el dominio del clero y declararnos dioses vivientes —le abrazó sin fuerzas—. Los dos sabemos que no tienes agallas para luchar contra los sacerdotes. Te atemorizarían y tu propia conciencia religiosa te impediría tomar acciones contra ellos. Y sin embargo sabes que hay que hacerlo. Padre lo buscó durante toda su vida. Fíjate en la pirámide de Huni.
En el cuerpo de madre. Ni siquiera padre consiguió la clave, y solo el genio del constructor Mehi le salvó de la corrupción del cuerpo. No podemos dejar esos agravios impunes. Padre debería haber tenido la divinidad, pues si alguien la merecía era él, y los sacerdotes se la negaron para evitar nuestro poder omnipresente. Ahora no podemos dejar de hacerles pagar su crimen. Incluso aunque no tuviera los papiros, padre no debería quedar sin venganza.
Kanefer bajó la vista. Keops le tomó las manos, mientras continuaba, crecido por su silencio y sus dudas visibles.
—Yo sí puedo combatirles, pero no quiero hacerte daño. Al contrario, necesito tu ayuda. Quiero que seas mi visir. Serás tratado como yo mismo y compartiremos la morada de eternidad más majestuosa que el mundo verá jamás. Levantaré en tu honor el mayor monumento civil que se haya construido, y te prometo que pondré tu nombre al nivel del primer gran visir Imhotep. ¿Aceptas?
Kanefer apenas podía mirarle a los ojos.
—No me hagas promesas vanas si no piensas cumplirlas. No quiero encontrarme un día con un cuchillo o un veneno. No hubieras preparado esto si no hubiera guardias detrás de la puerta. Para eso has traído a Gul. Acaba de una vez. Es más fácil que me deportes o me hagas matar aquí mismo; prefiero eso a que me mientas.
—Hablo en serio. Eres mi hermano y te quiero conmigo de buena fe. No contemplo otra opción. Si me dijeras que no, tendría que matarte, pues no podría permitir que vivieras, como comprendo que si Gul hubiera tomado partido por ti yo hubiera muerto, pues tú mismo no podrías permitirte mantenerme con vida.
Gul admiró la inteligencia y la nobleza de Kanefer. No sabía si había visto los ojos de los guardianes, pero no ignoraba que debían estar ahí. Le miró con ojos brillantes. Kanefer levantó la vista. Miró a su hermano largo tiempo. Miró a la astuta mujer, que sonreía con ojos pícaros.
Gul vio al viejo faraón en aquellos ojos y se emocionó. Casi lamentó no haber tomado partido por él, pues era lo más justo. Podía ser colérico, pero era humano. Keops no lo era. Ni siquiera era inteligente. Lo vio todo con claridad, como si tuviera la videncia que Uni se atribuía. Se le pusieron los pelos de punta cuando Kanefer acusó a su hermano de tenerle a él para matarle. Temió profundamente que se lo ordenara Keops. Hubiera sacado su espada y se la hubiera clavado a los dos amantes de un solo tajo. Sabía perfectamente que había guardias tras los muros. Incluso arqueros apuntando desde los vanos de ventilación. Kanefer lo había imaginado. Veía en sus ojos la decisión que iba a tomar, y la rabia le hizo apretar los puños hasta que la sangre dejó de circular por ellos. Se agarró las manos para no actuar.
Tembló de pies a cabeza. En un breve instante tuvo el destino del reino en sus manos. Su conciencia le decía que Kanefer debía ser el faraón, pero, en cualquier caso, había terminado su labor allí. Veía en los ojos de los dos hermanos que no confiaban en él. No tenían el don de su padre de saber leer el alma de las personas.
No. No haría nada. Era lo que su amigo le hubiese pedido. La suerte la decidió el idiota de Uni al presentarse de aquella extraña guisa ante Kanefer. Si hubiera sido el de antes, el príncipe le hubiera tomado en serio y no hubiera acudido a esta cita sin sus guardias. ¡Si hasta a él le pareció un loco! Le costó reconocerle entre los tatuajes. Pero no era el Uni que él conoció. Sus ojos eran otros. No había sentido tanto miedo en su vida.
Los hermanos se abrazaron. Gul pensó que Kanefer era una buena persona, un buen estratega o un necio. Merittefes rompió el silencio.
—¿Qué hacemos con Gul?
El nubio dio un respingo. Había pensado que su presencia era para certificar el acuerdo entre los hermanos, pero tal vez solo querían librarse del último atisbo de la presencia de Snefru. Se aclaró la garganta y habló con la calma que muchos años de oficio le habían enseñado a aparentar, mientras miraba fijamente a Kanefer:
—Eliminarme sería un error. Estaríais a merced de los espías del clero y la nobleza que solo yo sé filtrar. No me opongo a vuestro acuerdo. Contad con mi servicio como contó vuestro padre o dejadme ir, pero sin mi presencia mis hombres se rebelarán. Recordad que no servimos a nadie salvo a Snefru.
Muchos de vosotros y vuestra familia morirían. Os hemos servido una vida entera por un pacto con vuestro padre, que podéis renovar, pero no somos vuestros soldaditos. Sellad el pacto conmigo como hizo vuestro padre. No podéis saberlo, pero se benefició mucho de nuestro acuerdo.
Keops ignoró el gesto terco de Merittefes, que no pasó desapercibido al nubio.
—Ni por asomo pensaba en ninguna acción violenta. Simplemente nos preguntábamos si deseabais continuar vuestro servicio con nosotros o bien preferiríais regresar.
—Si regresara, significaría la desunión de las dos tierras. Y ya os he hecho mi oferta sincera.
—Que aprobamos. Te daré más poder y atribuciones.
—Dádselas a mi pueblo. Ese era el acuerdo.
—Así será. Esperaremos unos días y lo haremos oficial. Puedes retirarte.
Gul salió de la estancia sintiendo en la nuca el odio de Merittefes y la indiferencia del nuevo faraón. Tendrían que huir rápido.