Año 2605 a. C.
La primera noche fue horrible. Temía que alguien supiera de su adulterio. No sabía cuánto tiempo había tenido Snefru para alertar a sus hombres. Tampoco sabía si podía confiar en el guardia. Keops le dijo que no se preocupara por eso, pero su arrogancia sin contención no resultaba una opción inteligente. La necesitaba, y ambos lo sabían.
Había intentado influir en Snefru desde aquella mañana gloriosa en que el destino había querido exponerla de la mejor forma. Era ambiciosa y aprovechó el momento. Le dio tanta pasión que logró ser gran esposa real, pero Snefru nunca confió en ella más allá del sexo, a pesar de que escuchaba pensativo sus consejos.
Se había consolado de la torpeza como amante del rey con Kemet, pero el jefe de los nubios se lo arrebató. Había confiado tanto en modelarle a su antojo…
Ella necesitaba controlar su situación, de lo contrario, pronto perdería su atractivo sexual y alguna furcia más bonita engancharía al rey tarde o temprano, como ella misma había hecho a pesar de las continuas purgas que ordenaba para diezmar el harén.
Y la ocasión llegó pronto. El joven Keops, fogoso, iracundo, egocéntrico…
Perfecto para ser manejado. Incluso le daba placer. Llegó a dominarle hasta la saciedad. Pero debían ser cautos. El tímido y santurrón Kanefer, que parecía una versión moralista de su padre, y al que no pudo seducir, era inteligente, aunque un cobarde, pues no se atrevía a poner en cintura a su hermano. A ella le beneficiaba, pero sabía que un rey no podía permitirse tales signos de debilidad. Al fin y al cabo, con su ayuda y a poco que la diosa la apoyase, pronto intentaría el asalto al poder. Quería ser reina de facto, y gobernar con voz y voto, aunque fuera a través de un marido manejable e infantil como Keops.
Tejió una red de informadores en Palacio. Usó a criados, escribas, sirvientes, esclavos… y sus frutos llegaron, colmando sus expectativas más fantasiosas. El arquitecto las confirmó todas.
Fue una pena que el maldito general Gul le quitase a Kemet. Fue gracias a él que se enteró de la comitiva real a la pirámide y pudo dar aviso a los nobles enemigos de su marido, que escapó por poco, aunque pronto pudo llevar a cabo su venganza.
No obstante, se sentía inquieta.
Había llegado la hora de tomar cartas tras tanto tiempo en su papel vergonzosamente pasivo. Ella, que era más inteligente que cuantos hombres había conocido.
Pero el tiempo se acababa. Pasada la primera noche, confió en que estaba a salvo y reunió a su red. Debía ser informada de cualquier cosa. Cualquier nimiedad. No ocurrió nada relevante durante horas, salvo la visita de un escriba loco a Kanefer, que a pesar de sus intentos no pudo interceptar, aunque sí espiar personalmente.
Asistió a la revelación con tal intensidad que casi se olvidó de respirar.
¡La divinidad!
¡Aquello era la llave del reino, de…!
¡Iba a ser una diosa!
Le costó tanto reaccionar que apenas pudo moverse de su escondite, en la terraza, desde los vanos de ventilación. No le importó que el sol quemara su delicada piel. Amenazó a los guardias con la muerte si no le contaban todo en torno a Palacio.
Pasó algunas horas reflexionando hasta que un criado llegó con noticias.
—Ha venido un capitán llamado Memu que ha preguntado por Kanefer, diciendo que tiene los papiros de Imhotep. El príncipe Kanefer dice que ya basta de locos.
—Traédmelo. Y mandad llamar primero al príncipe Keops con discreción.
Que no venga nadie más. Que no se entere el príncipe Kanefer de que le hemos recibido. No volváis a fallarme. Respondes con tu vida.
No tardó mucho en llegar Keops.
—Te dije que no temieras. Nadie nos ha delatado. No es momento para sexo. Mi padre ha…
—¡Calla! Escucha. Hay alguien que ha pedido audiencia a Kanefer. Puede ser una locura o quizá algo interesante.
—Espero que no me hagas perder el tiempo.
—Si Kanefer no le quiere, tal vez nos sirva a nosotros. Creo que tiene mucho valor.
—Que entre.
Ambos vieron a un hombretón alto, de porte altivo, musculoso pero de una cierta edad. Tenía cara de idiota, pero sus pequeños ojos bajo sus parpados caídos hablaban de un peligro latente.
—Capitán.
—Mi señor.
Merittefes se sintió ignorada salvo por un brillo de ansiedad sexual. Sonrió al reconocerlo. Le sería fácil manejarle.
—Hablad.
—Vuestro padre me tuvo a su servicio desde hace muchos años para recuperar algo que buscaba. Debe ser muy importante, porque gastó una verdadera fortuna.
—¿De qué se trata? —Keops se aburría. Estaba a punto de mandar cortarle la lengua.
—De los papiros de Imhotep.
—¿Qué papiros de Imhotep? Las escrituras de Imhotep se encuentran registradas y guardadas en la casa de vida que mi padre creó para que los conocimientos se perpetuaran. ¡No tienes nada que ofrecerme!
Merittefes hizo callar a su joven amante con un gesto.
—Capitán. Dejadnos solos un momento.
Cuando el hombretón salió tras mirarla con indisimulado deseo, se dirigió a Keops.
—Escucha a ese hombre. Te va a dar algo que tu padre buscó durante toda su vida y no encontró.
—¿Qué?
—La inmortalidad. La divinidad.
—¡Qué tontería!
—No es tontería. Tú siempre te has preguntado por qué tu padre hacía el juego a los sacerdotes de Ra.
Keops frunció el ceño.
—Continúa.
—Le prometieron hacerle un dios a cambio de dar preeminencia y riqueza a Ra, pero no cumplieron con su parte.
—¿Y quién tenía tal secreto?
—Rahotep.
Merittefes vio trastabillar a su amante. Se acercó a él. Su cara estaba lívida.
—No puede ser cierto.
—Lo es. Tu padre siempre buscó por su cuenta el secreto. Pero Rahotep no se lo dio.
—¿Por qué no? Era su amigo.
—Los nobles y sacerdotes de Ra no se lo permitieron. Y tu padre le consideraba su amigo y jamás le forzó a decírselo.
—Yo le hubiera aplicado tortura hasta que hubiese hablado.
—No hubiera hablado.
—Así que los sacerdotes…
—Retiraron a Rahotep cuando creían que se ablandaba y le iba a contar el secreto a tu padre. Lo intentó con todas sus fuerzas: a través de Mehi, el arquitecto, de este soldado y de Gul. Quizás alguno más.
—¿De Gul?
—¿Qué más da? Piensa en lo que esto supone. En lo que puedes llegar a ser…
—¡Por Ra bendito!
Keops tapó su boca de pura sorpresa. Creía que los hechizos entraban por la boca abierta, como de igual modo salían de ella. Le costó mucho reaccionar.
Merittefes se sentó en su regazo.
—Mis planes eran hacerte rey… y ahora te voy a hacer un dios.
Keops lloró por primera vez en su vida adulta. Jamás lo había hecho.
Apenas en su niñez, ni siquiera cuando vio morir a su padre. Pero aquello le sobrepasó. Merittefes le dio mucho tiempo hasta que se recompuso.
—¿No me preguntas nada?
El joven la miró con suspicacia.
—¿A cambio de qué? ¿Qué precio tiene tu ayuda?
—Que me hagas tu reina y tu diosa. Te hago tanta falta como tú a mí. Soy inteligente y controlo la información de palacio. Juntos reinaremos.
—¿Y Kanefer?
—Te ayudaré a convencerle. Será un gran visir.
Las carcajadas de Keops las oyó el mismo Memu, al que llamaron. Les encontró abrazados besándose. Esperó de nuevo, excitado por la belleza de la menuda mujer, que parecía controlar al hombre.
El capitán aguardó a que terminasen de hacer el amor, con temor al principio, pues sintió que se encontraba en presencia de poderosos como no había conocido antes, de un poder distinto al del faraón, que era más humano.
Estos eran como animales del desierto. Como… ¡Seth!
Se envaró en su silla. No era una persona supersticiosa ni muy creyente, pero incluso él percibió maldad en aquella pequeña cámara. Sin embargo, parecía traer muy buenas noticias, a juzgar por la reacción de ambos, y se creció ante las sonrisas francas de los dos. Keops se acercó a él.
—Te daré riquezas. Haré de ti mi hombre de confianza como lo fuiste de mi padre. Pídeme lo que quieras.
Memu vaciló.
—Cualquier cosa.
El capitán humedeció su lengua mirando a Merittefes. Había fuego en sus ojos.
Ella miró a Keops con embarazo. El príncipe rio una carcajada malévola.
—Tal vez algún día.
Merittefes no solía temer a los hombres, pero la mirada salvajemente lujuriosa del soldado la puso en guardia.