UNI

Año 2605 a. C.

El caos se adueñó de la capital. El comercio se paralizó. Apenas se intercambiaban los alimentos de primera necesidad. Se prohibió la circulación nocturna y la reunión de más de tres hombres que no fueran familia directa.

Todos se encerraron en sus casas, o acudieron a los templos a realizar sus ofrendas apresuradamente, únicas salidas permitidas hasta que el orden se restableciese.

Por las noches nadie dormía.

El palacio real estaba cerrado como si los extranjeros hubieran invadido el país. Nadie entraba ni salía. El único trasiego era el de los soldados, que corrían por la ciudad portando mensajes, escoltando a nobles, sacerdotes o ciudadanos.

La actividad en los templos era frenética. Todo el país rezaba porque el viaje del faraón en la barca ritual le llevase hasta su morada de eternidad, que se completaba a toda prisa. Los artistas terminaron las pinturas que no pudieron concluir durante la construcción.

Aún había equipos puliendo algunas partes de una de las caras, trabajando día y noche, amparados por los guardias y por sacerdotes y magos que les protegían de las fuerzas oscuras, que campaban a su antojo, fuera de la armonía que el poder del faraón imponía.

Pero él tenía una labor que cumplir. Se hizo acompañar de varios soldados de fortuna, que le llevaron a palacio. Mucho y largo tuvo que discutir con los nubios solo para que aceptasen su salvoconducto con órdenes concretas que el propio faraón había dictado para la hora funesta de su muerte: debía ser llevado al príncipe Kanefer sin falta.

Al fin le dejaron entrar, a él solo, a una sala donde tomó asiento y le hicieron esperar al menos cuatro horas.

Si algo tenía un escriba, era paciencia.

Al fin, entró el príncipe como el Viento del Norte, golpeando las puertas.

—No tengo mucho tiempo. ¿Qué se te ofrece?

—La última voluntad de vuestro padre.

—¿Quién eres, que dices llevar la palabra de mi padre? ¿Sabes que si no me convences te haré matar por falsificar un documento real?

—He dado mi vida al faraón. Tal vez sea justo que muera a la vez que él.

La respuesta impresionó al que iba a ser nuevo faraón. Le miró como se hace con un enfermo. No le culpaba. Sus mismos criados de toda la vida le habían abandonado. Su cara era una máscara oscura de ojeras negras, llena de tatuajes rituales.

—¿Te conozco?

—Mi nombre es Uni.

—¿Uni? ¿El fiel escriba de mi padre?

—El mismo.

—Hace años que no te veo.

—He estado entregado a la misión que vuestro padre me encomendó.

—¿Y cuál es esa misión?

—Convertirle en dios.

Kanefer arqueó las cejas.

—Ya he escuchado bastante. Lárgate y no te haré matar por el cariño que te tenía mi padre, pero si continúas con…

—¿No queréis saber quién y por qué profanó el cuerpo de vuestra madre?

Vio al príncipe abrir la boca sin encontrar palabras, entre la indignación de que le interrumpieran y la curiosidad insatisfecha. Cerró los puños hasta que tuvo miedo de su reacción, pero al fin, acercó una silla y tomó asiento.

—Te escucho.

—Sabéis que vuestro padre siempre ha enriquecido a Ra por encima de lo razonable.

—Así es.

—Era parte de un trato. Los sacerdotes le prometieron la divinidad a cambio de riquezas y apoyo. Así, le legitimaron en el matrimonio con vuestra madre para reinar.

—No te creo.

—Era parte del legado verbal de Imhotep. Y era Rahotep el custodio —kanefer volvió a quedarse sin habla—. Por eso le quitaron de en medio. Los sacerdotes nunca digirieron que vuestro padre maltratara a los nobles, sus aliados naturales, a través de cuya debilidad disminuían su propio poder.

Jamás autorizaron a Rahotep, medio hermano de vuestro padre, a que le traspasara el secreto.

—Era un buen hombre.

—Sí. No era ambicioso. Jamás quiso reinar, y hubiera tenido las mismas posibilidades que vuestro padre.

—Tenía el supuesto secreto.

—Por eso no les convenía a los sacerdotes que fuera rey. No le podrían manejar como manejaron al faraón.

—¿Y por qué no se lo entregó a mi padre?

—No lo sé. Tal vez por presión de los sacerdotes, tal vez porque el secreto le quedaba grande incluso a un grandísimo rey como Snefru.

El príncipe frunció el ceño.

—¡Estamos hablando de una quimera!

—¡No! Algunos hemos dedicado la vida entera a buscar el secreto por otros caminos. El general Gul, el constructor Mehi…

—¿Mehi? ¡Un indeseable que hizo profanar el cuerpo de mi madre antes que entregar su vida!

—Hizo bien. Su vida era más valiosa que la mía o que cualquiera de los demás. Incluso que el cuerpo de una reina.

Kanefer perdió el color, pero se obligó a respirar y contenerse, contestando entre dientes.

—¿Y eso por qué?

—Porque es el único que se acerca al legado de Imhotep solo con su genio.

Ha construido una morada de eternidad para vuestro padre que tal vez algún día le procure el lugar junto a las divinidades que merece. Y construirá otra mejor para vos, si os cuidáis de su protección. Es un corazón puro y fiel, y una inteligencia sin par. Y el único que triunfará donde los demás fracasamos.

Cuidadle bien, pues ha dedicado su vida a vuestro padre solo por el amor que le profesaba como amigo. Entre nosotros no había órdenes ni enfados.

—Es fácil decirlo ahora.

—Es la verdad.

—Pues ya la he oído. Podéis ir en paz.

—No he terminado. En Palacio hay un espía. Puede que más. Tened cuidado.

—Tu insolencia pone a prueba mi paciencia.

—También me dijo que confiéis en Gul… o le permitáis volver a Nubia. No le mantengáis si tenéis alguna duda. No sería justo para él.

—¡Ya basta! ¡Esto es demasiado! ¿Un loco insolente con la cara pintada como un demonio que dice ser escriba me dicta lo que tengo que hacer?

—¡Este loco insolente ha entregado su alma a cambio de vuestra inmortalidad! Yo he hablado con la voz de los muertos. He conocido a los espíritus de la noche, he visitado al mismo Imhotep en busca de su secreto.

Vuestras amenazas no me dan miedo porque he visto la muerte y no la temo.

¡Recordad que servía a vuestro padre, y no a vos!

—¡FUERA! ¡GUL!

El nubio acudió corriendo con su arco corto listo. Vio la escena y se contuvo.

—¡Matad a este cuervo!

Uni sintió la zarpa de Gul levantarle como si fuera un niño. Se lo llevó hasta una cámara subterránea, donde apartó un tremendo armario que ocultaba un agujero que llevaba a un túnel.

—¿Estáis loco? ¿Cómo le habláis así al faraón?

—Necesita que le abran los ojos.

—Pues esa no era la forma.

—Le dará que pensar.

Gul sonrió.

—Eso sí es seguro.

—Estoy listo.

—¿Listo para qué?

—Para recibir la muerte.

Gul cabeceó exasperado, como siempre que se asombraba de la estupidez de los egipcios.

—¿Eres imbécil? ¿Por qué habría de matarte?

—Te lo ha ordenado el faraón.

—Snefru tenía razón. Tanto médium te ha vuelto loco. Lárgate. El final del túnel da a una mansión fuera de palacio. No te muestres en unos días.

Le empujó hacia el túnel, pero el escriba tenía más fuerza que la que el nubio le suponía. Se agarró a su brazo.

—Huye. Llévate a los tuyos o encontrarás la muerte aquí. Tu papel ha terminado.

—No necesito tu consejo. Estás loco.

El pequeño escriba le miró fijamente. Gul se preguntó si reconocía en aquellos ojos al viejo amigo. Sintió un miedo irracional por primera vez en su vida.

—No es un consejo. Lo he visto. Vete.

—Lo haré.