Año 2605 a. C.
La marcha parecía una excursión entre amigos que charlaban a carcajadas. Los soldados se miraban entre sí, confundidos. La misión no parecía en absoluto tan simple como para frivolizar. Muy al contrario, era extremadamente peligrosa.
Pero aquellos dos oficiales se comportaban como amantes. Dos jefes que se caracterizaban por su conducta estricta, por la disciplina más férrea. En el caso del capitán Memu, por el castigo físico, incluso ejecutado por él mismo.
La distancia era relativamente corta, y en un par de jornadas ralentizaron el ritmo y enviaron a ojeadores y rastreadores para buscar sus pasos.
Tardaron aún dos días más en encontrarlos.
Acamparon a una distancia prudente. Aquella noche no hubo fuego.
Nadie durmió. Un par de horas antes del alba, Memu les puso en alerta.
Ordenó a dos grupos que dieran una batida por dos frentes distintos.
Él se quedó con el jefe Tui y un par de hombres para cubrir la posible retirada de sus enemigos por la única salida posible.
Memu esperó unos minutos antes de separarse unos codos con uno de los guardias. Sacó su puñal y señaló un punto en la oscuridad. El soldado miró inocentemente hacia allí. Ni siquiera vio la hoja rodear su garganta. No llegó a articular una palabra, aunque el gorgojeo de su sangre sonaba extraño, como una cuba de cerveza en fermentación.
Volvió junto a Tui, que se sobresaltó al comprender.
Con el segundo guardia ni siquiera se permitió una sutileza. Lo apuñaló por la espalda, removiendo el arma mientras mantenía su cuerpo inmovilizado, atenazando su garganta con el otro brazo. Unos segundos de movimiento estéril y dejó caer su cuerpo.
Se volvió sonriente hacia Tui, cuyas palabras sonaron nerviosas.
—No me habías dicho nada de esto.
—No quería alarmarte. Cuando hay tanto en juego, hay que hacer bien las cosas.
Tui sonrió, sus labios se movían histéricamente. Estaba disimulando.
Hizo ademán de darse la vuelta para echar a correr.
El puñal detuvo su carrera. A una distancia tan corta, se clavó en su espalda casi hasta la empuñadura.
Memu sonrió. Le hubiera matado igual, pero era una suerte que el puñal no hubiera tropezado con alguna costilla. De haber sido así, Tui podría haber escapado. Se acercó a él y le dio la vuelta. Abría la boca sin emitir palabra. Se abrazó a él.
—Te quejas como tu madre cuando me la follé. No debí matarla. Era la mejor zorra que me he tirado. Tu padre a estas alturas estará muerto. Le enviaron a trabajos forzosos construyendo una pirámide.
Clavó el puñal en su estómago.
—Llevo media vida buscándote. No te hubiera encontrado si no fueras tan bocazas.
Continuó removiendo el puñal mientras reía a carcajadas.
—Me recuerdas tanto a tu madre, que si no te mato ya hubiera terminado por joderte.
Tui ya estaba muerto pero Memu continuaba su monólogo, pletórico, mientras acuchillaba los cadáveres.
—Es todo un alivio pensar que, después de todo, sí soy un buen detective —rio en voz baja—. Voy a ser un héroe.
Se hizo varios cortes con el puñal. Tomó una piedra y se golpeó la frente con ella, con cuidado de no sangrar demasiado, mientras reía de placer.
—Y el faraón mismo me va a pedir que le perdone.
Se echó a dormir tranquilamente.
Le despertaron al cabo de un par de horas. Fue informado de que hubo batalla y muchos de los bandidos cayeron, pero algunos lograron huir.
Memu alegó que un grupo los había sorprendido. Les habían hecho frente, pero eran demasiados y se habían visto superados.
Volvieron en silencio.
Informó de una acción heroica contra un grupo muy superior en número.
Trajeron muchas cabezas de enemigos para justificarse.
Le creyeron.
Solicitó que le licenciaran por las heridas sufridas. Un soborno hizo el resto. Ni siquiera hubo de recurrir al armario de Tui. Con sus ahorros bastó. ¡Si hubiera sabido antes que todo era tan sencillo!
Lo siguiente que hizo fue acudir al despacho de Tui con la excusa de despedirse de su amigo.
Le faltó tiempo para abrir el armario y escarbar nervioso en la tierra, rogando al dios que quisiera escucharle que Tui no hubiera sido lo suficiente inteligente para darle una pista falsa; pero sus dedos rozaron un leve desnivel.
Profundizó un poco y destapó el borde de unas tablas, que levantó.
Jadeó de felicidad.
Un arcón y un saco.
Abrió el arcón. Mantas de lino polvoriento que envolvían rollos de papiro.
Lo volvió a guardar.
El saco contenía dinero. No la fortuna que le había contado el incauto, pero tanto daba. Le bastaría para ir a Menfis como un rey.
Llevó el arcón y el saco a su propio rincón y solicitó a cambio de otro pequeño dispendio una escolta hasta Menfis a su superior, alegando su debilidad y la inestabilidad de los caminos.
—Cómo queráis, pero no es el momento idóneo para viajar.
—¿Y eso?
—El faraón ha muerto.