SNEFRU

Año 2605 a. C.

El faraón se encontraba feliz como pocas veces en su vida. El cuerpo de la reina no había sido maltratado como para temer por su vida eterna, aunque Kanefer no se contentó hasta que no vio personalmente el cuerpo. Fue una crisis pasajera, aunque su hijo no perdonaría fácilmente al constructor… Ni a él mismo.

Aunque, y a pesar de la estupidez de Mehi, la consecuencia le trajo una noticia. Una confirmación. Los sacerdotes no tenían el secreto. En verdad murió con Rahotep. No es que le alegrara. De hecho, perdía cualquier posibilidad de ser un dios…

Pero sería feliz como no lo había sido antes. Se dedicaría a gozar lo que su cuerpo le permitiera, atendería y recuperaría a sus hijos, a los que su secreto apartó durante tanto tiempo. Continuaría con su política de restar poder a la nobleza, y les quitaría a los sacerdotes todos los privilegios y la riqueza que les había dado durante tanto tiempo. Ya no tenía nada que perder. Estaba cambiando los cargos, poniendo a sus «niños» del kap, sin dejar de controlarles para que no pudieran ser tentados. A los que no quitara de en medio, les tomaría a su hijo primogénito para ser enseñado en la escuela real, y de ese modo ganaría un futuro aliado y un presente rehén que asegurase el buen comportamiento de su padre. Haría una purga subterránea. No podía quitarle al pueblo su familia de dioses, pero volverían a ser pobres.

Lo único que le preocupaba era Kanefer. Aún sin querer, le había desafiado. Debía hablar con él. Intentar convencerle de que ya no había carga.

Que tal vez nunca la hubo y que la guerra estaba ganada. Él querría saber, y no podría hablarle en profundidad.

Era una situación muy delicada, pues no quería que afectase a la integridad del futuro faraón, amén del cariño de su hijo más querido.

Pero tenía tiempo para pensar en ello. No se apresuraría, como tampoco a casar a Hen con Mehi. El tiempo era buena medicina, y ahora tenía mucho tiempo por delante, tanto para convencer a uno como para gozar de la compañía de la otra antes de entregarla a otro hombre, aunque fuera uno tan querido como Mehi.

Su recuerdo le hizo sonreír de nuevo.

Su pirámide era impresionante, aún sin ser del todo perfecta. El pueblo celebraba la gloria de su rey, el clero estaba en su sitio por primera vez en su vida, los nobles controlados, el palacio y sus hijos seguros en manos de los nubios. El país brillaba como el sol. Hasta las crecidas del Nilo parecían respetarle. El comercio daba frutos sin cesar y no dejaba de construir nuevos barcos que traerían más mercancías.

Incluso él mismo parecía haberse quitado años de encima. Sus astrólogos decían que era por el poder de la pirámide, aunque no era lógico, pues estaba concebida para preservar su cuerpo en un punto muy concreto de su interior, pero quizás de algún modo le transmitía energía en vida. El caso es que se encontró pensando en su gran esposa real, la dulce niña Merittefes, que no parecía haber cambiado un ápice su aspecto y sensualidad. Recordó sus suaves pechos coronados por pequeños pezones oscuros, duros como piedras. Su piel tan blanca en contraste con su pelo negro y sus ojos maliciosos que invitaban al placer.

Estaba muy excitado. Los cuidados de su médico, junto con los nuevos bríos que le dieron su regeneración, el apoyo de Gul y el ánimo al ver tan impresionante pirámide, hicieron que reviviera y las molestias remitieran.

Quería poseerla ya. No mandó llamarla como hubiera sido protocolario. Se encontraba tan contento que no le importó darle una sorpresa. Se alegraría de que su marido se sintiera tan atraído por ella.

En la entrada de su cámara, un guardia se agitó inquieto, pero terminó apartándose. Snefru estaba tan contento que su irritación no duró más de un movimiento de cejas. Todo el mundo puede tener una mala noche.

Pero al entrar oyó un gemido agudo.

Quedó clavado al suelo. No era posible. Era un error. Merittefes era muy fogosa. Se estaría masturbando. Sí. No había duda.

Sonrió de nuevo y entró con paso fuerte.

De nuevo se detuvo en silencio.

Dos cuerpos se movían frenéticamente. Al principio pensó que tal vez fuese otra, pero su piel blanca no daba lugar a dudas. Un hombre perlado de sudor se agitaba sobre ella, abrazado por sus piernas. Su reina movía su pelvis al mismo ritmo que él.

Snefru se quedó helado. Sin respiración. Su estómago se agitó y un ardor hirviente se abrió paso desde su vientre, abrasando su garganta, donde pudo contenerlo a duras penas.

Un criado. Era muy común. En oriente, los reyes y nobles usaban eunucos castrados para custodiar a sus mujeres, pero incluso así encontraban la forma de darse placer con sus artefactos rituales o entre ellas mismas. A veces ni siquiera la castración garantizaba la falta de deseo, y a un egipcio no se le hubiera ocurrido nunca semejante barbaridad. Incluso los sirvientes enanos, tan cotizados en la corte y entre la servidumbre de los nobles, de vez en cuando eran sorprendidos con las señoras, a pesar de su fealdad, su mejor garantía.

Pero hoy… Precisamente hoy…

Mandaría castrar a aquel criado. Sería el primero y último, pues su suerte serviría de ejemplo.

—Merittefes —dijo con calma.

La sorpresa hizo que los amantes levantaran la cabeza.

El ardor volvió, quemándole las entrañas como jamás antes.

La cara que le miraba fijamente apenas mostraba vergüenza. Casi podría jurar que le sonreía.

Keops.

Un rugido se abrió paso entre el ardor.

—¡Miserables!

Salió de la estancia, de lo contrario mataría a su propio hijo. Miró al guardia con acritud, señalándole con el dedo, amenazador.

—¡Que no salga nadie de ahí! Respondes con tu cabeza. Ya veré qué hago contigo.

Se preguntó por qué no custodiaba la cámara uno de sus fieles nubios. Ella se habría encargado de eso.

Apenas podía caminar. Un sudor frío le caía por la espalda. Sentía un extraño hormigueo en los brazos y una sensación etérea, como si su cuerpo pesase menos.

—Traedme a un médico.

Vinieron varios sirvientes. Le ayudaron a sentarse. Al poco, su mayordomo les despidió.

—¡El médico!

—Está en camino majestad.

—¡EL MÉDICO!

Esperaba el ardor, pero no vino. En cambio, un dolor fue creciendo en su hombro izquierdo, extendiéndose a todo el brazo y el costado. Se encontró jadeando, sin poder respirar. Buscó frenéticamente aire que llevar a su interior, pero no podía.

El dolor era insoportable. Su cabeza ardía. Su cuerpo se convulsionaba…

No podía coger aire.

¡Se estaba ahogando!

Y de repente, el dolor desapareció.

Era muy extraño. Todo parecía ocurrir de modo más lento de lo habitual.

Veía a su mayordomo gritar frenético pidiendo ayuda, pero no podía oírle.

Y lo más extraño era que no le importaba. Se encontraba muy bien. Como si flotara. Lo que veía parecía lejano, como una vieja historia que le ocurre a alguien con el que no tienes relación.

Un haz de luz se fue abriendo desde la periferia de su visión, ocupando progresivamente todo.

Se sentía muy bien.

La luz pareció entrar en su Ka.

El resto de su existencia es una incógnita, pero el recipiente humano conocido como el faraón Snefru murió.