HARATI

Año 2605 a. C.

Le agradaba el trato con aquellos hombres extraños. No había hipocresía.

Decían lo que pensaban y se guardaban un extraño respeto nacido de un compromiso profundo con su propio destino y su nueva identidad. Ellos eran Osiris. El único hombre que había vuelto de la muerte y conocía el secreto para burlarla.

Y ahora ellos lo conocían también. Habían acordado la creación de una enorme mastaba. Lejos, muy lejos, donde sus cuerpos difuntos reposaran, tratados con esta nueva técnica que les preservaría hasta el día en que los dioses se levantaran y ordenaran que las almas volvieran a los cuerpos.

Había tenido mucho miedo al principio, pero su orgullo le impedía echarse atrás, sobre todo tras el desplante con Mehi.

Le comprendía. No podía evitar comprenderle. No le conocía. No era más que un campesino condenado a muerte con la suerte de que le perdonaran la condena. Le pusieron al servicio de un gran arquitecto, uno de los favoritos del rey. ¡Si se diría que le habían premiado en lugar de condenarle! Pero, claro, Mehi no pensaría lo mismo de su suerte. ¡A ver qué podía aportar un pobre campesino ignorante a una de las personas más cultas de su tiempo!

Él solo se conocía tres virtudes: fidelidad, valor y sentido común. E incluso el sentido común parecía abandonarle. ¿Por qué había gritado al arquitecto como si tuviera algún derecho sobre él? Había sido totalmente lógico que sospechara de su implicación en el ataque al faraón. No tenía nada contra eso…

Y sin embargo, algo estaba cambiando en él. Nada era ya lo mismo. Era su amigo, si a este sentimiento se le podía llamar así, si tenía algún amigo. Pero ya no confiaba en nada ni en nadie. Se había vuelto tan frío como la piedra de la pirámide que ayudó a construir.

Y en cambio, allí nadie le exigía nada, más allá de su trabajo. Era perfecto.

No tenía que cumplir con el faraón, ni esforzarse por aportar algo a un gran hombre, ni…

El recuerdo de su familia le dolió. Hacía mucho tiempo que no se detenía a pensar en ellos. Creía que era una herida cerrada, sellada y cicatrizada. Como si lo hubiese vivido en otra vida. Pero esta vez el dolor le llenó. Le rebosó.

No podía llorar. Era otra de las cosas que había cambiado. Acaso agotó las lágrimas en aquel juicio infame. Acaso se las llevó su cambio de personalidad.

Quizás fue poseído por el espíritu de alguien más fuerte que él. Tal vez solo había madurado y había descubierto la verdadera cara de la vida, cuando antes solo vivió un sucedáneo almibarado y falso. El caso es que estaba seco y casi insensible. Por eso, aquel recuerdo dolió mucho más de lo que había esperado.

La parte negativa de su trabajo entre los oscuros era que pensaba demasiado. Casi agradecía la vida con Mehi, que le absorbía cada segundo, atento como estaba siempre, luchando por estar a su altura imposible, lo que le llevaba a la estera tan cansado que dormía sin pesadillas ni lamentaciones.

Con los oscuros no podía dormir bien.

Por eso se alegró de la visita de Mehi. Habían traído el cuerpo de la reina, que había sido profanado en su propia morada de eternidad provisional.

—¿Cómo estás? ¿Ya te has recuperado del ataque?

—Sí. solo fue un susto.

—¿Un susto? Si sabías perfectamente que iba a ocurrir lo que ha pasado…

Eres mejor vidente que Uni.

—No tiene gracia. El pobre Uni no está bien, y aún no he podido visitarle para ayudarle.

Dejaron pasar un silencio incómodo que rompió el constructor. Harati pensó que probablemente se sintiera culpable.

—Me han doblado la guardia. Aunque gracias a Maat no me han dado a uno de aquellos salvajes nubios. Me asustan.

Harati sonrió. No era muy normal. Le resultaba cómico ver a su amigo tan apurado.

—Y a mí. Ese Gul parece un demonio.

Mehi se sacudió las formalidades.

—Por favor. Dime que los daños en el cuerpo no son irreparables. Mi cabeza depende de eso. Si no lo hubiera detenido el faraón, Kanefer aún me estaría golpeando —se señaló los moratones.

—Puedes estar tranquilo. Rompieron algo, pero nada que no se pueda unir de nuevo. Más le hicieron a Osiris.

—¿Cómo lo has visto?

—Intentaron hurgar allá donde pudiera haberse ocultado algo: en la cavidad abdominal, que era el único lugar. Revolvieron entre las vendas y rascaron un poco la resina, a ver si pudiera estar cubierto por ella. Se enfadaron y lo removieron todo un poco.

—¿Un poco?

Harati sonrió como un niño, adivinando el efecto que su respuesta iba a tener en su asustado amigo.

—Separaron la cabeza.

—¡Isis bendita!

—No sé qué buscaban, pero no era un robo. Dejaron las riquezas y se centraron en el cuerpo.

—¿Y los guardias?

—Es lo más extraño. Las señales de lucha fueron mínimas. Y algunos han desaparecido.

—¿Qué opinas?

—Que los asesinos conocían a los guardias, o tal vez era alguien con poder como para que dudaran si abrir paso o no. Debió haber discusión. Algunos huyeron para evitar la confrontación, y los que se quedaron perdieron la vida.

—¿Un general?

—O un sacerdote.

—¡Estupendo! Vaya un dilema. O mi vida, o la confianza del faraón.

Harati rio con fuerza.

—No te preocupes, que no se nota. Ni Osiris lo vería. Créeme. Nosotros sometemos al cuerpo a más invasiones que las que le hicieron ellos. Y será mi informe el que llegue al faraón y sus hijos.

—¿Y si lo inspeccionan?

—No creo que lo hagan, y te repito que no notarían cambios. Hemos vuelto a cubrir la cavidad con resina y aceites, y vendado el cuerpo entero, uniendo de nuevo las partes fragmentadas. Está como si acabase de morir.

—¿Partes fragmentadas? ¡Por favor, no me cuentes más!

—solo te repito que puedes estar tranquilo.

—¿Y a efectos…?

—El sacerdote ha dado su aprobación. El cuerpo se levantará cuando le toque.

—¿El sacerdote?

—Sí. Hemos prosperado.

—¿No sería…?

—No. No se ha movido de aquí. Tranquilízate. No pareces tú.

Mehi pareció alegre de romper la tensa situación. Suspiró y amagó una sonrisa.

—¿Cómo va la técnica? ¿Los resultados son buenos?

—La verdad es que sí. Seguimos recibiendo cadáveres, y nos permiten el acceso continuo a los primeros cuerpos embalsamados para inspeccionar que nada falla. Cuando se encuentra algo, se toma nota y se remedia en los siguientes. Tienes que venir a transcribir el proceso.

—No tengo tiempo. Ya lo haré. Hay personas que pueden hacer eso mejor que yo.

Harati rio.

—No te gusta lo que te han ordenado, ¿eh?

—Nada. Al fin y al cabo, tengo un trabajo que me absorbe. Tarde o temprano, alguien lo hará. Lo importante es que hay progresos y los oscuros funcionan como un solo hombre. Pero hay algo que me preocupa.

—Dime.

—La parte física funciona, pero ¿qué hay de la parte ritual? Alguien debe ocuparse del tema espiritual. Por lo que yo sé, se deben recitar unas fórmulas y rezos para que los procesos tengan efecto.

—Eso es lo mejor. Creíamos que apenas podríamos trabajar entre las letanías de los sacerdotes —ambos rieron—, pero ahora hay un buen sacerdote.

Alguien nuevo, que se ha ganado la confianza de todos. Le aceptan como un sabio y aguantan sus rituales y ceremonias, que tampoco se prolongan mucho.

Se diría que se adaptan al trabajo, y no al revés, como temíamos.

—Tengo que conocer a ese personaje singular.

—Será difícil. No habla con nadie. Es un anciano. Se nota que ha sido sacerdote y, sin embargo, parece cargar con un enorme crimen sobre su conciencia. Quizás por eso le trajeron aquí, pero es perfecto. solo lamento que no le queda demasiada vida. Creo que tiene la enfermedad de la humedad en los pulmones.

—¿Cómo lo sabes?

—Es muy común en los humedales, después de la crecida. Cuando las condiciones de vida no son sanas, los campesinos más dejados la contraen. Si no se pueden permitir un tiempo de reposo, aire puro y seco y sol, mueren tosiendo sangre.

—¿Crees que la vida aquí le perjudica?

—Seguro. Necesita un espacio seco, con una buena chimenea y algunos remedios, hierbas para hacerle cataplasmas que le saquen la humedad del cuerpo, fricciones, calor y aire puro. Tal vez le vendría bien dormir fuera.

Mehi le palmeó la espalda.

—¿Sabes? Tú sí eres un hombre sabio.

—Tal vez infravaloras a los campesinos. Sus conocimientos, que pasan de padre a hijo, no son pocos ni desdeñables.

No pudo evitar un gesto de dolor al hablar de la familia. Mehi lo percibió.

Harati se maldijo por ser tan transparente.

—¿Echas de menos a tu familia?

—La parte buena que recuerdo, sí.

—Uni me dijo que no querías saber nada de ellos.

—Pues he cambiado. Al menos quisiera saber que mi hijo tiene una buena vida. Tal vez me des un permiso para poder volver a mi pueblo.

—No creo que te convenga.

—¿Ahora juzgas lo que me conviene?

—Lo que quiero es evitarte un dolor innecesario. Ya has sufrido bastante.

Es por eso que Uni te trajo aquí, para que iniciaras una nueva vida, no para volver a tu desgracia. Te diré algo. Cuando te trajo, no era para purgar ninguna condena, sino para que tú así lo pensases y no hicieses ninguna locura. Pero sabía que eras inocente, aunque no era eso lo que tú querías escuchar. Si Uni hubiese insistido en ello, como un mal juez, te habrías quitado la vida. No creo que sea buena idea volver a tu antigua vida cuando te has separado tanto de ella.

—Tal vez la desgracia se vuelva a tornar dicha. Si los dioses me han perdonado…

—Los dioses sí, pero los hombres… no lo creo.

Harati se envaró como un gato.

—¿Qué sabes que yo no sepa?

—Tal vez deberías hablar con Uni.

—Estoy hablando contigo. Si para lo que te conviene te llamas mi amigo, creo que es justo que asumas la responsabilidad de contarme lo que debo saber.

—No te va a hacer bien.

—Es mi familia y mi decisión.

—Pero…

—¡Mehi!

El arquitecto retiró su brazo del hombro de Harati. Asintió con la cabeza.

—No es fácil para mí. Y no porque no sea justo decírtelo, sino porque te aprecio y no quiero causarte dolor.

—Te escucho.

—Tu esposa murió. La mató un capitán del faraón al que Uni encargó que intentase sonsacarle el paradero del arcón con los papeles de Imhotep. Eso es lo que busca con tanta ansia el faraón. Y su búsqueda es tan importante que compensa su muerte, aunque no sea justo. La suya y la nuestra, pues aunque no lo parezca, nuestras vidas giran en torno a esa búsqueda.

Harati balbuceó. Su cara estaba contraída.

—¿Cómo?

—La violó. Ese guerrero es un loco sin escrúpulos ni seso. Tal vez por eso le tomó el faraón a su servicio, porque no hacía preguntas.

—¿Quieres decir que fue Uni quien ordenó la muerte de mi esposa?

—Jamás. Uni es un juez justo. Le ordenó que la interrogara. Sabía que tu mujer era… susceptible a la riqueza y a los encantos masculinos de un supuesto general del faraón rico y poderoso. Intentó que el soldado la impresionase. No contaba con que el muy imbécil la matara.

—¿Y ese soldado…?

—Uni se libró de él. No podía controlarle. Incluso temía por su vida. Le envió a una guarnición fronteriza como soldado raso, lejos de cualquier vida civilizada, y donde no tuviera ninguna influencia.

El campesino parecía luchar consigo mismo. Mehi escuchó sus dientes rechinar de tal modo que pensó que los iba a romper.

—¿Y mi hijo?

—No lo sabemos. Uni cree que huyó con el arcón, puesto que no fue encontrado, a pesar de que el pueblo fue removido hasta los cimientos. Durante un tiempo…

—Continúa.

—Durante un tiempo, el mismo soldado le buscó, pero Uni le apartó de la misión, como te he dicho.

—¿Me estás diciendo que Uni mantuvo al asesino de mi esposa buscando a mi hijo?

—No fue fácil para él. Te repito que la misión es más importante que todos nosotros.

—¡Al diablo con la misión! ¿Qué ha sido de mi hijo?

—No lo sé. Pero te diré algo: tu hijo es listo, pues si ha escapado durante tanto tiempo a la búsqueda de un rastreador como…

—¿Como quién?

—No creo que debas saber su nombre.

—Es responsabilidad mía.

—Estás a mi servicio y no te doy permiso para vengarte… Al menos de momento.

—Pero tengo tu compromiso de que un día me lo darás, o me liberarás de tu servidumbre.

—Lo tienes. Eres mi amigo. Pero debes jurarme que no irás a por él hasta que yo te lo permita.

—Lo juro. Su nombre.

—Memu.