GUL

Año 2605 a. C.

Los guardias nubios apenas llamaban la atención de noche, entre el silencio.

Entraron en los templos y en pocos minutos redujeron a los pusilánimes sacerdotes. Pero Gul pasó entre ellos a la luz de la antorcha que él mismo portaba. Se había pintado la cara como solían hacer los guerreros de algunas regiones de su país para asustar a sus enemigos en el fragor de la lucha. Sabía de pocas armas más eficaces que el miedo. Y su pueblo era un experto conocedor de este, por experimentar con él durante miles de años.

Miraba a la cara a los sacerdotes y muchos de ellos se derrumbaban en cuanto le veían. Algunos incluso se mearon encima. No tuvo necesidad de decir una palabra.

Sonrió. Había sugerido tantas veces al faraón que cambiara a todos los sacerdotes por jóvenes recién ordenados salidos de los kaps, de su total confianza, que se desesperaba. Para él fue muy enervante tener que controlar la seguridad de la fiesta de su jubileo, cuando los principales sospechosos eran aquellos que le debían dar la nueva corona.

Pero ahora comprendía perfectamente la estrategia.

Si sabía dónde estaban, les tenía controlados y podía ordenar una acción como aquella. Eso les haría decidir a favor de quién estaban, y daría que pensar a los que les dirigían. Cierto que los sacerdotes no lo merecían, pero si no se conoce al grande, hay que empezar por el chico. Al fin y al cabo, se trataba de un mensaje… Quizás un poco adornado.

Kemet le sonrió. Estaban todos en fila. Desde el sumo sacerdote al más insignificante de los novicios.

—Somos hombres del faraón. Sabemos que le ocultáis una información valiosa que le pertenece por derecho como sobrino de Horus que es. Habéis faltado a su confianza y a un pacto sellado con la más alta autoridad delegada por Ra, ya hace mucho tiempo. El faraón ha cumplido su parte, pero no ha cobrado la que le toca.

Sacó una enorme espada de una funda a su espalda de un movimiento rápido, mil veces estudiado para causar el efecto que conocía tan bien. Las llamas de las antorchas aumentaron el brillo del filo, haciendo parecer que su arma ardía. Todos se estremecieron. Algunos jadearon. Uno gritó. Gul sonrió y sus blanquísimos dientes brillaron entre las llamas.

—Hemos venido a cobrar.

El sumo sacerdote se adelantó.

—Todos los bienes del templo están en vuestras manos.

—Sabes que no son bienes materiales lo que busco. ¿Me estás llamando vulgar ladrón?

—No. Pero no es aquí donde debéis buscar. Aquí solo se reza.

—Pues no es esa la información de la que dispongo. Habéis alojado aquí al menos a media docena de hombres, guerreros que han atentado contra la vida del faraón.

—Jamás hubiera permitido eso.

Gul se hartó de cháchara. Se estaba debilitando el efecto amenazador, y los sacerdotes empezaban a pensar que todo iba a ir bien. Eso no le convenía. Se echó un paso atrás, dando la espalda al sacerdote, que suspiró en silencio.

En ese momento, Gul pivotó sobre un pie, girando sobre su cuerpo y dando impulso al brazo que sostenía la espada, que ni fue vista por los hombres en la fila.

solo vieron la cabeza de su sumo sacerdote volar y rebotar una y otra vez sobre el inmaculado suelo del templo. El cuerpo regó de sangre un par de codos a la redonda y se desplomó como un saco de grano.

Algunos se desmayaron. Otros aflojaron sus vientres. Casi todos lloraban.

—No me gustan las conversaciones largas. ¿Quién mandaba por debajo de este?

Todos miraron a un hombrecillo, pálido como la leche, que se encogía como una tortuga. Le empujaron.

—¡Me ordenaron alojar a siete hombres! No permití que se guardaran armas en el templo. Soy un fiel sirviente de Ra. No conozco las órdenes, ni quiénes las dieron.

Gul asintió complacido, sin hablar, con un leve movimiento de la cabeza.

—De los siete, uno era un jefe. ¿Quién? —señaló el cuerpo.

—No lo sé. Fue él quien habló con ellos. Yo solo les recibí y preparé sus esteras.

Gul se retiró. Kemet le susurró lo suficientemente alto para que todos le oyeran:

—Te dije que deberías haber empezado matando a los novicios.

—Hubiera sido una carnicería. ¿Crees que le hubiera importado mucho? —dijo, mientras señalaba el cuerpo con su espada manchada—. Al menos ha muerto el que lo merecía. No creo que nos hubiese dado una información mejor.

Volvió a encararse al grupo. El sacerdote tuvo un ataque de valentía histérica.

—¡No nos matéis! No hay razón. Ra no lo permitirá.

Gul sonrió.

—¿Queréis ver lo que frena Ra mi brazo?

Todos callaron.

—Esto es un templo, donde se debe rendir culto al dios, no conspirar contra la vida de su familia mortal. No se debe derramar sangre, cierto, pero tampoco alojar a criminales. Ra aceptará el trato. Agravio por agravio.

Guardaréis la cabeza del sacerdote en un saco de natrón entre las riquezas que el faraón os ha dado, para que recordéis cuán poco le importan. Y la próxima vez que recibáis una orden contraria a la ética más elemental para Ra y el faraón, os negaréis a cumplirla en lugar de ofender a ambos con vuestra vergüenza. Acudiréis al faraón y le comunicaréis la orden. Él hará justicia.

Pero no había terminado. Señaló el cuerpo.

—Es muy cómodo justificarse en que es un superior el que ha ordenado algo sin detenerse a pensar si es justo o no lo es. Habéis pecado por omisión, y eso os hace tan culpables como a él. Esperaréis aquí la decisión del faraón sobre vuestro crimen. Y rezad a la misericordiosa Isis que os perdone, pues seré yo mismo el que venga a aplicar justicia.

Hizo un gesto a sus hombres. Se fueron como vinieron, tras ordenar a los asustados hombrecillos que guardaran silencio y exhortarles para que en el futuro velaran y rezaran por la salud del faraón.

No había mucho que rascar allí. Ninguno de esos hombres era capaz de cargar con un secreto como aquel. No. Deberían buscar en otros lugares.