MEHI

Año 2605 a. C.

Jamás me había sentido tan satisfecho. La pirámide se encontraba casi terminada, a falta de las últimas y complicadas hileras, el piramidión dorado, que los artesanos reales estaban creando, y el pulido final de las caras. El rey vino a verla. Lloró al abrazarme y me trató como a su más querido amigo.

—Gracias por darme lo más parecido a la eternidad.

No pude articular palabra. Mis lágrimas se unieron a las suyas. solo conseguí balbucear.

—Si un rey la merece, sin duda serás tú.

Cuando caminábamos por la pasarela flanqueada de esfinges mirábamos el suelo pulido maravillados. No se parecía en nada al espeso lodazal por el que se deslizaban los bloques de piedra y que tantas lesiones había costado, pues los hombres se enganchaban los pies en los maderos, cubiertos por la espesa mezcla de aceite y barro. solo los postes de cedro costaron una gran fortuna, aunque su final fuera guardarlos en un almacén. Serían aprovechados para más construcciones, no para hacer barcos, ya que hubieran requerido un tratamiento especial.

Las lágrimas aún afloraban a mis ojos. El rey se había ido y Harati había ido a visitar a los oscuros para pagarles en su visita periódica. El campesino había llegado a apreciar a aquella camada de criminales como solo alguien de corazón puro puede hacer.

Yo mismo no podía dejar de sentir nauseas cada vez que pensaba en estar entre ellos, como se sentiría una flor en un pozo ciego. Y no comprendía que Harati encontrase nada positivo allí. No encarnaban sino muerte, oscuridad, crimen, misterio, suciedad y podredumbre. Los peores miedos del ser humano, aquellos relacionados con la corrupción del cuerpo y del alma.

Y me daba mucho miedo que mi amigo compartiese algo con ellos.

Generaba un involuntario, aunque creciente, rechazo hacia él. La razón me decía que no había nada extraño en su persona, que era simplemente solidaridad entre marginados…

Pero me daban escalofríos cada vez que pensaba en eso.

***

La fiesta de los obreros aún continuaba, aunque en unos días, cuando concluyera el pulido, la ciudad se disolvería y todos volverían a sus pueblos como nuevos ricos.

El rey había decretado días de fiesta en todo el país, coronando también numerosas obras civiles, como construcción de carreteras, reparación de murallas, mantenimiento y construcción de diques y acequias de riego, graneros, casas de vida, templos por doquier, edificios administrativos para juzgados, escribanías, cuarteles militares… El país era tan feliz como su faraón.

Y yo mucho más.

Mi situación era plácida. Tenía treinta y cuatro años y había levantado una pirámide en un tiempo tan corto que jamás volvería a superarse tamaña hazaña: catorce años.

La silueta de la pirámide dejaba pequeña el engendro oblongo de Hemiunu y la pirámide inacabada de Huni. Incluso superaba en belleza a la pirámide del sabio Imhotep, sin cuya ayuda había sido capaz de levantarla.

El ocaso contra el sol resaltaba el blanco de la pirámide entre la tierra roja de la cantera de Dahsur. Resultaba gracioso que hasta el día en que fue cubierta y sus caras brillaron al sol se la había conocido como la pirámide roja, y a pesar de que ahora lucía blanca como la leche por el recubrimiento de la última hilera de piedras calizas de Tura, todos la iban a recordar con el apodo original: no sería la pirámide de Mehi. Ni de Hemiunu, ni siquiera la del faraón Snefru…

Sería la pirámide roja.

No estaba del todo terminada, pero el poder de la pirámide era ya tan activo que el cuerpo de la reina, que había comenzado a mostrar signos de corrupción por el trasiego, pareció renacer para la eternidad. La pirámide refulgiría como el alma de Snefru.

Y yo era el constructor.

Jamás se había levantado otra más impresionante con tal precisión y rapidez. Mi nombre figuraría en los escritos junto al del hombre venerado como un dios… Y aún era relativamente joven. Insultantemente joven para el resto de los constructores nobles. Ahora se pelearían por agachar su cabeza ante mí para implorar que les concediera una entrevista y escuchar la increíble cantidad con la que intentarían comprar mis servicios.

Pero nada de esto me importaba. Tenía el favor del faraón y tendría a Hen.

Habíamos alargado el momento varios años porque nos encontrábamos muy bien cada uno en nuestro papel, y yo tenía mucho trabajo, pero ahora que iba a terminar, no podía dejar de pensar en que pronto acudiría a Palacio y la reclamaría.

Debía pedir el favor real para rescatar de su templo a una sacerdotisa de Isis, ya que los votos jurados lo eran de por vida, aunque en el caso de las clases nobles, y con más razón en la realeza, el sumo sacerdote revocaba por un donativo su deber para con la diosa y bendecía su matrimonio.

No había nada que deseara más.

Había llegado al cénit de mi capacidad, logrado algo que me sobrepasaba.

Me daba igual si no volvía a construir. Viviría con Hen como un noble y dejaría que ella me hiciese feliz, lejos de las piedras. Me compraría una casa en la orilla viva, frente a Dahsur, para poder sentarme cuando me sintiera inquieto a admirar mi obra y recordar el esfuerzo que costó.

El ocaso sometió a la luz hasta que los dioses volvieran a vencer y el amanecer regresase lleno de la vida de Ra. Yo sonreí y me dirigí a mi casa. Estaba cansado de fiestas y algo borracho.

Me pareció extraño no ver a los guardias que custodiaban mi casa, pero era fiesta y tenían tanto derecho como el que más. Que gozasen. Lo merecían.

Pero al cruzar el primer umbral, algo me cayó encima, aprisionándome contra el suelo en un golpe que me dejó sin respiración. No hubo tiempo para sentir pánico. Me inmovilizaron. Alguien se sentó sobre mí y los brazos me fueron sujetos como si tuviera encima la pirámide misma.

Cuando recobré la respiración y recuperé la visión de mis ojos llorosos, un bulto de tela se acercó a mí. Era una cabeza cubierta con un trapo de lino oscuro y una cuerda por el cuello.

—¿Dónde están?

—¿Qué? —logré balbucir.

—¿Los papiros? ¿Dónde los has escondido?

—¿Qué papiros?

Algo me golpeó en las costillas. Noté que algo se quebraba y apenas pude respirar, como si al inhalar aire me clavaran cuchillos en el pulmón izquierdo.

—Los papiros de Imhotep. La llave de la inmortalidad.

A pesar del dolor, las alertas me despejaron la cabeza. Había pensado que era un sacerdote o un noble probando fortuna, pero lo sabían todo. Y por eso me matarían si las respuestas no eran satisfactorias, e igualmente si eran demasiado claras.

—No los tengo —sollocé, dominado ya por el pánico más extremo.

—Sí los tienes. No hubieras podido construir eso sin ellos. Dínoslo o te matamos.

Aquella voz… la conocía, pero no recordaba de qué.

—Muere.

—¡Esperad!

El pánico me hizo pensar con más rapidez de lo que lo había hecho en toda mi vida. En un breve instante tuve la certeza de que realmente me iban a matar si no les daba un lugar. Debía ganar tiempo. Entregarles algo lo suficientemente ambiguo para darles que pensar y que no me mataran ahí mismo. Un lugar inaccesible. Un lugar…

—¡Está en la pirámide! En el cuerpo de la reina. Para favorecer su inmortalidad.

Se miraron. Algo les agitó. Noté un fuerte golpe en la cabeza y la negrura caliente me envolvió.

Desperté en mi lecho. Un médico me atendía. Harati me miraba con preocupación. Intenté moverme, pero mi pecho estaba vendado con tanta fuerza que apenas podía respirar.

—¿Qué?

Harati me hizo un gesto para que callase.

—Mataron a los guardias. Te cogieron por sorpresa. Pero alguien dio la alarma y muchos hombres acudieron espontáneamente. Hubo lucha, pero llegaron en el momento oportuno. Lograron escapar, pero les distrajeron lo suficiente para apartarte de ellos. Te has salvado de milagro.

Entonces recordé.

—¡Tienes que doblar la guardia en el templo y la pirámide! Pon a soldados profesionales, no a funcionarios imberbes. ¡Habrá lucha!

Harati asintió.

—Y tú tienes que ir donde los oscuros cuando te restablezcas.

—¿Por qué?

Harati ordenó que nos dejaran solos. Cuando estuvo seguro de que nadie le oía, se acercó a mí.

—Sabes que me consideran uno de ellos.

—Lo sé.

—Y sabes que debo aceptar sus leyes.

—¿Y?

—Debes transcribir el embalsamamiento. No aceptarán otro que no seas tú.

—¿Y tú?

—Yo no soy un escriba y apenas sé leer lo justo.

—Ya lo arreglaré. No es urgente.

Miré a mi amigo. Parecía afectado.

—No ha sido culpa tuya.

—Es mi orgullo. No debería haberme ido.

—Yo te pedí que te fueras.

—Por una disputa estúpida.

—No eres dueño ni responsable de mi destino.

—Te equivocas. Sí lo soy. Uni me lo ordenó.

Miré a mi amigo. No era el mismo.

—No debería haber dudado de ti. Ya me habías salvado la vida.

—Hiciste bien. Debías apurar todas las posibilidades. Tal vez yo también hubiera escuchado tu respuesta con la espada al cuello. No puedo guardarte rencor por ser curioso.

Le abracé.

—Estás cambiando —dije.

—Sí. A peor.