HENUTSEN

Año 2605 a. C.

No recordaba ser tan feliz desde que era niña. De repente, su padre pasó de ignorar a sus hijos a dejar de lado al resto del mundo para centrarse en ellos.

Había deseado con todas sus fuerzas que los instantes que habían compartido en la fiesta del jubileo no quedaran en una anécdota en sus vidas.

E Isis le había concedido la gracia.

Al alba, cuando el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte, su padre acudía a su cámara y la despertaba entre risas, cosquillas y juegos infantiles.

Compartían las ceremonias a Isis y notaba que él la miraba extasiado, totalmente absorto en ella. Se notaba que la diosa le daba absolutamente igual.

Por eso, le dejaba hacer hasta el final de la ceremonia y, solo cuando terminaban, se le echaba encima.

—Haces trampa. No participas en la ofrenda.

—Sí lo hago.

—No recuerdas una sola palabra de las que he dicho.

—Me da igual. Con oír tu voz me basta.

Ella se enternecía. Casi resultaba agobiante, pero era una delicia. Hacían excursiones juntos y él se deleitaba viéndole servir la comida con sus propias manos; ella le miraba a su vez cuando iba de caza, aunque nunca fue un gran cazador, y por mucho que les preparasen las presas y las pusiesen cerca de él casi siempre fallaba, y los dos se morían de la risa viendo la cara de desesperación de los sirvientes, que no comprendían cómo podía haber fallado a esa distancia.

Tras la dulce experiencia de la noche de las linternas, había recuperado el gusto por los paseos en barca por el Nilo, y su padre la acompañaba, dejándose acunar por la brisa y meciéndose en el relajante vaivén del barco.

Aquel día era especialmente grato. El paseo fue como un premio a un día muy caluroso. Habían tomado una barca pequeña que habían llenado de cojines.

Resultaba muy gracioso mirar alrededor y ver varias naves llenas de soldados inspeccionando cada rincón del río, cuyas orillas eran guardadas por guardias nubios.

Miró a su padre. Jamás le había visto tan relajado. Sonreía con los ojos cerrados. Supuso que esperaba que ella también cerrase los ojos para echársele encima.

—Si gobiernas la barca como cazas, es probable que nos estrellemos.

—Para eso están los ojos de Horus.

—¡No seas blasfemo! Sin el manejo del timonel, Horus no guiará el barco hasta el puerto.

—¿Qué te apuestas? Para eso soy su sobrino.

Los dos rieron y se lanzaron a una guerra de cosquillas, que regularmente terminaba con él jadeante, recuperando el aliento.

—Te estás volviendo una mujer.

—Pero para ti siempre seré una niña.

—Así es. Pero no para otros.

—¿A dónde quieres llegar?

—El día del jubileo. No me hubieras hecho prometerte que te casarías con el hombre de tu elección si no lo hubieras elegido.

—¡No creía que te acordaras!

—¡Me ofendes! ¿No crees que me preocupe por mi hija?

—Hasta ahora no te has prodigado mucho.

El semblante del rey se ensombreció. Ella se arrepintió al instante de haber cambiado su humor. En un instante volvió a ser el de antes, cariacontecido, serio, distante y menguado.

—Perdona.

—No. Tienes razón. Y es justo que me lo digas.

—No tengo ningún reproche.

—Y bien ganado que lo tengo. Pero no te preocupes.

—Has cambiado mucho.

El faraón asintió con una sonrisa. Ella insistió.

—Padre, me preocupas. No sé a qué viene ese cambio, pero temo que ahora que eres el que yo quiero, no dure mucho.

—¿Por qué dices eso?

—No sé. Tal vez estás enfermo. Me preocupa tu actitud.

Snefru rio con buen humor. Ya era de nuevo el renacido, alegre y jovial padre. Sus ojos volvían a recuperar la luz, e incluso las arrugas parecían darle una humanidad que nunca antes había manifestado.

—Pues claro que estoy enfermo. Soy una persona mayor. Estoy lleno de achaques. Pero no me voy a morir, cariño. Mi hora me llegará cuando Ra lo quiera, pero no hay ninguna enfermedad que me vaya a llevar con su hijo, aún.

Henutsen suspiró.

—Me quitas un peso de encima. Lo pensaba de veras.

—No. Mi corazón es viejo y ha pasado por mucha tensión. Eso dice mi médico. Pero tu compañía es como un bálsamo para mí. Rejuvenezco día a día.

En unos pocos años pareceremos hermanos.

Ella rio de buena gana.

—Y no me vas a decir por qué has cambiado.

Su padre le acarició la mejilla.

—Toda la vida he tenido una carga. Un anhelo que ocupaba mi corazón y lo oprimía. Esa carga me apartaba de vosotros. Y hace bien poco, esa carga ha desaparecido. Soy libre para recuperaros.

—Y por cierto que lo has hecho. Y Kanefer sonríe cuando te ve tan jovial.

Pero… ¿crees que estás a tiempo de recuperar a Keops?

—No lo sé. Lo intento. Pero es él quien se aparta de mí.

—¿Sabes que frecuenta a los nobles?

—¿Cómo sabes eso?

—¡Papá! Es del dominio público. Lo sabe todo el mundo.

—Ya. Y no se esfuerza en ocultarlo.

—No.

—No sé si quiere provocarme. Es muy ambicioso. Tal vez lo que ansia es el trono de su hermano, pero no le corresponde. Ni por derecho legítimo ni por carácter. No valdría para ser un buen faraón.

—¿Y eso?

—Porque piensa que es el pueblo el que le debe algo, y no al revés. Pero no pienses en eso. Intentaré hablar con él. Incluso le pediré perdón por todos los años que os he ignorado. Tal vez algún día me comprenda. La verdad es que no he ejercido de padre. Y con él, menos que con ninguno.

—Yo tenía a Kanefer, y él a mí; pero Keops siempre se apartó.

—Y siempre tuvo celos de vuestro cariño. No creas que lo desconozco.

Ella pasó un tiempo pensativa, mirando las ondas del agua limpia.

—Papá… ¿Qué sentías por madre?

—No era un amor pasional, como el que tú pareces sentir por tu amado.

Fue un matrimonio concertado. A ambos nos convenía y los dos salimos muy beneficiados de él. Pero sabes que siempre la respeté y jamás le di motivos para ser infeliz, pues desde el primer momento fui sincero con ella, y ella conmigo.

Ambos tuvimos… nuestros desahogos, pero siempre sentimos por el otro un amor sereno, tranquilo, y un respeto profundo. Y más desde que tú naciste.

Henutsen se acurrucó junto a su padre, haciéndole carantoñas. Él rio.

—Vas a pedirme algo. Y yo te lo voy a dar. No hace falta que me adules.

—Ya sabes lo que te voy a pedir.

—¿Quién es él?

—Mehi.

El rey la miró asombrado. Ella se sobresaltó, con el corazón en un puño.

—¿Qué ocurre?

Su padre, que se dio cuenta de su reacción, se serenó, aunque con semblante serio.

—Nada. Me ha pillado por sorpresa. Es un buen hombre. En realidad no conozco a nadie más digno de ti.

—¿Y por qué has saltado como si tuvieras una araña en el culo?

Le costó mucho responder.

—Porque forma parte de la carga que he soportado tantos años. Pero la carga no es suya, sino mía. Y ya ha desaparecido, así que ahora es tan solo un buen amigo.

—Entonces, ¿lo apruebas?

—Y me hace muy feliz, pues le quiero como a un hijo.

Ella se echó sobre él tan violentamente que le cortó la respiración. Sus brazos le apretaron el cuello tanto que casi le ahogó.

—Lo hablaré con él inmediatamente.

—¡No! —gritó Henutsen—. Prefiero que él te lo pida en su momento. Es muy solemne con estas cosas. No le digas que lo sabes.

—Lo sé. Como quieras.