Año 2605 a. C.
Todo estaba listo.
Una ocasión que se daba solo cada treinta años de reinado de un faraón, aunque a menudo se acortaban los plazos si este necesitaba regenerar su energía.
Esperaba con ansia la fiesta Sed de regeneración ritual. Necesitaba nuevos bríos, energía con la que acudir al lecho de su fogosa mujer. Pero, sobre todo, necesitaba un golpe de mando, una confirmación de su poder, una reafirmación del cariño del pueblo, no solo para sentirse más fuerte de cara a la lucha contra los que le engañaban, sino para volver a sentirse querido. Estaba solo… Y triste.
No poder contar a nadie lo que le enfermaba era peor que el dolor físico. Los médicos dicen que las dolencias del alma son las peores. Y es cierto. El alma influye en el cuerpo tanto como sucede al contrario.
También sería una pequeña fiesta, un oasis de alegría entre su familia. Tal vez Keops dejaría un poco de lado su ira; Kanefer aprendería mucho, pues algún día le haría falta; y Henutsen…
Era lo que más le dolía. No poder ver a su querida hija, a la que no sería capaz de negar nada. Por esa misma razón apenas podía verla, porque ella leía mejor en su alma que nadie y no podía ocultarle sus males más tiempo del que lleva un breve paseo juntos. Tampoco podría mentirle. Si ella le presionara, se derrumbaría y se lo contaría todo. Era la única persona con ese poder, y no quería exponerla a peligros.
Por eso, aquel día se levantó de buen humor. Se diría que se sentía ya pleno de la energía que iba a recibir, así que despertó antes del alba a muchos de sus criados, que se extrañaron de encontrarle de tan buen talante.
Recibió a su hija con un abrazo. Detrás de ella venía Gul, sonriente. Era evidente que no comprendía aquella fiesta de locos, pero le satisfacía la alegría de su Rey.
—¡Pero qué guapa estás!
—Hoy vas a ser tú el que llame la atención por su luz.
El faraón rio de buena gana, acariciando el pelo de su hija.
—Si no tropiezo con mis propias piernas, me caigo y además me pasa el toro por encima, todo irá bien.
Entraron los sacerdotes. Al rey se le cambió la cara.
—Que llegan los buitres —susurró al oído de su hija—. Pon cara de vinagre, que de lo contrario nos harán rezar el doble.
Henutsen se fue entre convulsiones de la risa mal contenida. Incluso sacó la lengua con pantomima burlona a Gul, que no pudo evitar reír. El faraón se volvió hacia él.
—A ver si tu pueblo te monta una fiesta así.
—Lo reconozco: sois únicos para eso. Aunque prefiero algo más íntimo.
Digamos, un banquete entre un ciento de mujeres bellas y yo mismo.
Los sacerdotes le miraron con resignación. Todos ellos habían sido escogidos por él mismo y gozaban de su plena confianza. No se había arriesgado a recibir una puñalada de uno de ellos.
—¿Qué traje me toca ahora?
Se dejó hacer con paciencia. Le vistieron complicados ropajes que le harían sudar, aunque se encontraban en el primer día del mes de Tybi, en la estación de Peret, pero el frescor del invierno apenas había hecho aparición. Hubiera preferido un día más frío, quizás cubierto por alguna nube, aunque eso enojaría a los sacerdotes de Ra.
Salió al exterior. El pueblo esperaba enardecido, ya que el faraón les había exonerado de gran parte de los impuestos de aquella temporada como premio a la fidelidad, al cariño y la energía que ese día iba a renovar.
Cuando se hizo visible, las voces rompieron el cielo como un millar de tambores. El rey se situó en su lugar en la procesión. Caminaría junto a sus estandartes: el halcón, en representación del dios Horus; el ibis, por el dios Thot; Upuaut, el abridor de caminos y la placenta real. Detrás marchaban sus hijos, ataviados para la ocasión: ella como una sacerdotisa de Isis; ellos, rapados y purificados, con el faldellín clásico de lino en señal de humildad y sumisión al rey.
Le fueron entregados diversos símbolos, que se sumaban a los corrientes de mando sobre las dos tierras, entre ellos, un rollo que representaba el testamento de los dioses que le legitimaba para gobernar. Maldijo entre dientes el papiro y todo lo negativo que representaba en su vida, pues el maldito Imhotep debería haber llenado muchos como aquel, en vez de dejar su legado al capricho voluble de la voz humana.
Pero aquel era su día alegre, y no hizo caso a la breve punzada de su estómago. Nada le iba a quitar la satisfacción del baño de multitudes. Levantó los brazos, saltándose el estricto protocolo. El pueblo rugió de placer y él se emocionó.
«Habrá tal vez un día faraones que reinen también entre los dioses. Osiris quiera que sea Kanefer. Habrá faraones más ricos, los habrá más poderosos, y seguramente más felices… pero no habrá otro al que el pueblo quiera igual. Y esto no es una farsa como la recepción de los nobles a la llegada de mi expedición a Nubia. Esto es el mismo pueblo, que ha venido de multitud de aldeas, desde el delta, donde las aguas del gran verde asustan, hasta Nubia, donde el sol castiga sin distinguir al bueno del malo. No habrá rey más amado, como no habrá rey que se sienta más querido que yo hoy. Esa sensación, estos vítores, ese temblor del suelo que llega al corazón y lo acongoja, no lo llegará a ver un rey que obligue a sus súbditos a adorarle, ni estos verán esa energía canalizada procedente del amor de un pueblo».
Comprendió que la regeneración se basaba en esa energía, la humana, que sentía a través del cariño de sus súbditos, y la divina, que esperaba sentir.
Los sirvientes que le asistían secaron sus lágrimas con paños dorados.
La procesión, consagrada al dios Min, le llevó casi en volandas al Templo de Millones de Años, construido por Hemiunu exclusivamente para la ocasión.
Hubiera deseado caminar un poco más, pues apenas recorrieron unos pocos centenares de codos.
Le recibió su sacerdote de más alta confianza, Aj, el que le había dado la alegría de conocer a su esposa. El nuevo Sumo Sacerdote.
Lo primero que hicieron fue una ofrenda a Kheper en el exterior del templo.
Apenas estaba amaneciendo y la fiesta duraría al menos tres días. En todos los pueblos y ciudades de las dos tierras se perdonarían condenas, impuestos y prohibiciones. Habría grano y bienes para que se celebraran de manera gratuita las mejores fiestas que el pueblo hubiera conocido. Las cosechas permitían este pequeño exceso. Día y noche se cantaría y bailaría a la salud del Rey. Y Snefru sentía cada canto y cada baile, cada buen deseo y cada invocación de su nombre.
Entraron en el templo. Sonrió. Llevaban meses purificándolo, así como las capillas llenas de estatuas de todos los dioses, apiladas unas sobre otras y traídas de los rincones más remotos de Egipto, a donde serían devueltas para que el rey recogiera la energía de todo el país y la insuflase de nuevo, renovada y crecida como las aguas del Nilo. Esa era una de las razones por las que había apartado a su hija del templo. La hubieran hecho limpiar hasta que sus manos parecieran las de una vieja por venganza personal a él. solo por eso, les hizo trabajar el doble de lo necesario.
Debían hacer ofrendas a todos los dioses que ocupaban las abarrotadas capillas del inmenso templo cuadrangular, que remataba una alta construcción: el Pilar Ued.
Iba recibiendo a los nobles, que le deseaban miles de años de vida, con viejas fórmulas rituales. Gul no le quitaba ojo de encima. Los sacerdotes habían accedido a que llevara armas rituales, pero no pudo evitar sonreír pícaramente cuando recordaba a Gul afilando las espadas hasta que, como él mismo dijo con sorna, pudieran cortar un hechizo.
Aj le iba guiando. Era su voz, y él se limitaba a repetir muchas de las fórmulas, o a bendecirlas. Rituales de fundación, de ofrenda a los dioses de las dos tierras, revisión ritual del censo de ganado, el ganado mismo, que fue presentado en todas sus formas a los dioses, el grano, los proyectos edificatorios… incluso los muebles que un día le acompañarían en su morada de eternidad.
Su sonrisa se tornó un poco amarga cuando fue Hemiunu el que le presentó el proyecto simbólico de su morada de eternidad, con tal aire de grandeza que se sintió ofendido. Murmuró unas palabras a Gul, y Hemiunu fue discretamente retirado, para alivio de su bilis. Debería estar Mehi. Y debería estar Uni. Pero no eran oficialmente sus hombres amados, lo que se prometió compensar. Si no podía darles el abrazo que se daba a un amigo, al menos les colgaría tanto oro en sus cuellos que al acostarse les dolería la espalda.
Aj le susurró:
—Es la hora.
Se sintió un poco nervioso. Era el momento que más temía. La carrera ritual. Volvieron a cambiarle las ropas tras perfumarle con aceites. Le fueron entregados nuevos atributos de poder. Un remo, la pluma de Maat…
Se había tomado su jubileo muy en serio. Se habían rescatado todos los textos existentes, tomando como referencia los de Imhotep en el templo Sed de Djoser, y se habían recitado las viejas oraciones durante meses. Todo debía ser cumplido de manera ordenada y sin faltar una sola palabra.
Salieron al patio abierto frente al templo, donde se habían habilitado palcos para las familias nobles y los dignatarios extranjeros. Todos le observaban. El pueblo esperaba más alejado las noticias que llegaban de las primeras filas.
Todos sin excepción se esforzaban en encontrar los lugares más inverosímiles para poder tener una vista privilegiada, aunque los soldados habían ocupado todos los puestos altos, amén de los que los nobles habían comprado para disfrutar mejor del espectáculo. Los nubios vigilaban con los bastones arrojadizos, lanzas y flechas prestos.
Trajeron un enorme buey pintado y decorado con cinchas de colores. No pudo reprimir una sonrisa viendo a Gul aguantar la risa. Pero sintió una punzada de remordimiento. Los sacerdotes, los sirvientes, el pueblo e incluso sus hijos, que habían trabajado mucho por él, se merecían un poco más de devoción. Los acontecimientos sobre la búsqueda de la inmortalidad y su decepción le habían vuelto un poco escéptico, pero eso sus hijos no lo comprenderían. Reprendió amablemente a Gul, y se puso como penitencia la obligación de explicarle el porqué del buey, que tanta hilaridad le causaba:
A la muerte de Osiris, dios asociado a la agricultura, el pueblo creyó que el alma de su rey había pasado al cuerpo de un buey, animal indispensable para realizar las labores del campo, dándole trato de dios, al que dieron el nombre de Apis.
El Buey Apis, debía cumplir con ciertos requisitos para avalar su condición de dios y recibir la pleitesía de sus adoradores, por lo que se hacía una selección entre miles de bueyes de todo el país. Apis debía ser negro, con una mancha blanca en la frente y otras señales rituales, que por supuesto eran pintadas, aunque el fervor popular creía que, efectivamente el buey nació de tal guisa. Una vez «encontrado» el animal que luciera las características exigidas, era llevado al templo del culto principal, donde lo cuidaban y alimentaban durante una cuarentena. Cumplido el plazo, equipaban lujosamente un barco y el Buey Apis, ya convertido en dios Osiris, era conducido por el Nilo hasta Menfis, dónde era recibido por los sacerdotes con el ceremonial debido entre las aclamaciones del pueblo. Lo conducían al santuario de Osiris y se usaba en las procesiones sagradas.
Curiosamente, los sacerdotes habían prescrito en los libros sagrados que Apis solo podía vivir un determinado número de años, de manera que, cumplido el plazo, el animal era ahogado en el Nilo, dentro de un respeto reverencial. Luego lo embalsamaban y celebraban magníficos funerales mientras el pueblo lloraba como si otra vez hubiera muerto el dios Osiris. El duelo duraba hasta que los sacerdotes consagraban a otro Buey Apis, renovando el proceso, y retornando las actividades festivas durante toda una semana.
Gul sonrió, aunque se comportó dignamente. En realidad, el buey no debería haber llevado cinchas, pero Gul no dio su brazo a torcer ante la fe de Aj:
—Osiris nunca atacaría a un faraón tan devoto. No es necesario atarle. Es denigrante para el dios y para el pueblo. El dios no le hará daño.
—Yo no entiendo de dioses —respondió Gul—. Dejadme hacer mi trabajo y que Osiris haga el suyo. Si tan justo es, no me odiará por esto.
Pero la carrera iba a comenzar. Aj le susurró para que terminara la cháchara. Sonrió como un niño travieso.
El pueblo rugió de contento cuando echó a correr. A su lado estaba Gul, junto a Aj, y al otro lado del buey un tremendo nubio, atento a las cinchas por si su trayectoria se inclinaba un solo dedo hacia el Rey.
El buey había sido convenientemente drogado, pues el griterío hubiera enardecido a cualquier animal, y el rey jamás hubiera podido alcanzarle. Antes bien, hubiera causado una verdadera masacre sobre la multitud.
Todo salió bien, y ni siquiera se fatigó tanto como temía, crecido por el ánimo que su pueblo le insuflaba. Jamás se había sentido tan bien. Confirmó que, más que un acto mágico de recepción de energía por el dios, era el país el que le hacía sentirse mejor a través del cariño que le demostraba. Un cariño que él había comprado con grano, fiestas y permisibilidad, pero cariño verdadero al fin y al cabo. No en vano, él era el guardián de la armonía divina que propiciaba la felicidad de los seres terrenales que habitaban las riberas del Nilo.
Volvieron a cambiarle de ropa y atributos: vasos de agua del Nilo, cetro y ojo de Horus, y volvió a recibir a dignatarios, cargos, egipcios de todas las regiones, gobernadores, jefes de guarniciones militares fronterizas, administradores de oasis… Todos portaban regalos valiosísimos y ofrendas a los dioses que los sacerdotes hacían desaparecer enseguida, una vez cumplida su misión.
En una ocasión vio discutir a Keops con un sacerdote. Supuso que por un regalo. Sonrió. Que su hijo les hiciese rabiar le daba placer. Si no fuera tan poco ortodoxo por su impiedad, le nombraría sumo sacerdote de Ra, aunque hasta los mismos dioses se enfadarían.
Incluso los artistas no se perdían detalle de las ceremonias; les habían asignado un lugar preferente, pues luego habrían de reproducir las escenas en pinturas y esculturas, grabados y relieves, canciones y representaciones teatrales.
No probó bocado, pero se encontraba como si estuviese drogado. La ceremonia clave era la coronación, donde recibiría el poder y la energía divina.
En la primera coronación, y después de enterrar una estatua suya y guardarle luto ritual como predecesor fallecido, le fueron practicados una serie de rituales a través de los cuales se encarnaba en la figura del dios Horus, con la presencia de toda su familia y los altos dignatarios. Después de la proclamación de su nombre dinástico, una vez elegido por los dioses, y de los ritos purificadores, como nuevo faraón, tenía que protagonizar tres solemnes actos.
El primero era el Kha Nexwit y el Nesut Bit. En un estrado, los sacerdotes situaron dos sillones que representan los tronos del Alto y Bajo Egipto. Se sentó en los dos, con todos los atributos del poder, mientras los sacerdotes cantaban sus letanías, que ya comenzaban a darle dolor de cabeza por más que se esmerara en cumplir el protocolo con rectitud.
El segundo era el Sema Tawy, Reunión de las dos tierras, cuyo principal acto consistía en la unión de unos papiros, planta del norte del país, con unos lirios, que crecían en el sur, en torno al pilar Ued, que debía elevar al cielo para su protección. Era el acto más importante de cara a la recepción de energía. Lo hizo con devoción, cantando las fórmulas, mientras temblaba de la emoción.
Parecía que fuera otro el que lo hacía. Ni siquiera se dio cuenta de lo rápido que pasó todo.
Salieron de nuevo al exterior para llevar a cabo la última parte de la ceremonia, que consistía en disparar su arco hacia los cuatro puntos cardinales para mostrar su poder universal. Por último, y como tercera parte de la coronación, el Pekherer Ha Ineb, una procesión alrededor del muro que protegía el recinto sagrado, simbolizando la protección que el faraón procura a su país.
Hecho esto, y atestiguada la erección del pilar Ued con éxito por parte de los sacerdotes, el gentío estalló en vítores y alabanzas.
Se llevó a cabo una segunda carrera, aunque ya no estaba nervioso.
Incluso Gul parecía más relajado. Al rey se le ocurrió que tal vez el nubio temía que los dioses se enojaran con él por sus burlas.
La procesión final a Palacio fue mucho más relajada, entre salutaciones de los dignatarios. Pero ya estaba harto. Hizo una seña a Gul. No aguantaría a nadie más que a su hija, que le fue traída rápidamente.
—Felicidades, faraón.
—Tú debes llamarme padre.
—¿Te sientes renovado?
—Nunca lo hubiese creído, pero la verdad es que sí. Me siento querido por los dioses y por mi pueblo.
—Y por tu hija.
—Ese era el único cariño del que jamás tuve dudas.
La abrazó con fuerza.
—A ver si van a pensar que te tomo por esposa.
Se separaron.
—Padre… quiero pedirte algo.
—Si nunca te niego nada, hoy menos aún.
—Prométeme que podré desposar al hombre que yo quiera. Que no me será asignado esposo contra mi voluntad.
—Nunca se me hubiera ocurrido tal cosa. Te quiero demasiado para entregarte a alguien del que no estuviera absolutamente seguro.
—Lo sé, pero no es eso lo que te pido.
—Escogerás a tu hombre. Te lo prometo.
Vio que su hija se mordía la lengua, pero no quería incomodarla en un día tan grato. Ya le pediría al hombre que quisiese.
Que Isis la guiase. Y a él mismo, pues no tendría valor para negarse.