Año 2607 a. C.
Su marido se hacía viejo día a día. Ella era más bella que nunca, mientras que él apenas la visitaba. Y cuando lo hacía, se hacía acompañar de su médico de confianza, con ungüentos que se frotaba en el miembro y que a ella le causaban un asco profundo.
Sabía que su esposo tenía algún tipo de enfermedad en el miembro. El acto sexual le causaba irritación y mucho daño. Con el tiempo descubrió que parte de su éxito radicaba en que, cuando ella se excitaba, producía una gran cantidad de fluido que incluso podía llegar a resbalar entre sus piernas, lo que había favorecido la lubricación del miembro del faraón y por eso había podido hacer el amor todos aquellos años. Pero la notoriedad de la enfermedad y el asco creciente que todo eso causaba en ella hizo que dejase de lubricar, pues ni cerrando los ojos e imaginando al mejor y más bello de sus amantes conseguía excitarse. Y su esposo dejó de frecuentarla.
Hacía mucho que no la llamaba, lo que comenzó a temer, pues si Snefru moría, su posición era más que dudosa. Le darían una mansión y una asignación en el mejor de los casos para que viviera holgadamente, pero era joven y no quería vivir como una vieja viuda sin posibilidad de volver a sentirse admirada por el pueblo.
Se había consolado durante una buena temporada con Kemet, el general nubio, que la había satisfecho como nadie jamás y del que llegó a enamorarse, puesto que nadie le había provocado semejante dependencia ni llevado a esas cotas de placer.
Pero un día dejó de prestarle servicio. Gritó a su sustituto, e incluso se fue a ver al jefe de los nubios, Gul.
—¿Dónde está mi sirviente?
—Kemet no era en absoluto vuestro sirviente exclusivo, mi reina. Para eso tenéis a muchos. Es un guerrero y está sujeto a mis órdenes… Y se encuentra llevando a cabo una importante misión para nuestro rey.
—Devolvedlo inmediatamente a mi guardia. Poned a otro en esa misión del demonio.
—No pienso contrariar la voluntad del faraón, mi señora. No tengo tal poder. No obstante, vos sois la reina de Egipto. A vos sí os escucharía. Pedidle que os devuelva a vuestro amante. Es comprensivo. Tal vez lo comprenda.
Tuvo que tragarse su orgullo, dar media vuelta con los ojos anegados en lágrimas de rabia y nostalgia y volver a su cámara. Hubiera jurado que el nubio sonreía. Ya le llegaría la oportunidad de vengarse.
Mientras tanto, necesitaba a alguien que la calentara de noche y que alimentara sus ansias de noticias de día.
Conocía lo suficiente a Kanefer, el santurrón hijo de Snefru, para saber que no podría seducirlo ni con sus mejores armas.
Así que comenzó a frecuentar la compañía de nobles y cortesanos de alto nivel. Les hablaba y les daba esperanzas de conseguir su cuerpo. Incluso se acostó con alguno que le resultó gracioso o bello. ¡Que no estaba en edad de privarse de una satisfacción!
Pero ninguno de aquellos tenía poder para que pudiera continuar medrando…
Entonces recordó una conversación en el lecho, especialmente hiriente porque la rebajaba al papel de una concubina sin cabeza. Y su amante citó a un constructor muy capaz que, de hecho, era ya famoso, pues estaba construyendo una bellísima pirámide, alta como el cielo mismo, en Dahsur. Era un personaje curioso, pues gozaba de la confianza plena del faraón como ningún otro ministro, ni siquiera su fiel visir.
Era el amante perfecto. Y quería saber si compartía el conocimiento de aquel extraño secreto que sorprendió en la conversación que escuchara tiempo atrás en los túneles ocultos, donde solía revolcarse con Kemet y que más tarde había inspeccionado a solas. No había vuelto a pensar en ello, pues sus pesquisas iniciales no le llevaron a ninguna conclusión, y pensó que quizás era alguna estupidez de sirvientes, pero siempre había tenido aquello en la cabeza, a la espera de poder saber más, pues no había nada más cruel que un regalo a medias.
Tenía libertad completa de movimientos, así que pidió permiso a su rey para admirar la morada de eternidad que algún día compartirían, a lo que accedió sin apenas mirarla a la cara. Eso la ponía furiosa.
Viajó en el barco real, haciéndose anunciar ante el constructor, que la recibió en una mansión insultantemente pobre para una reina, pero debía callar si quería verle.
No tardó en ser recibida, lo que también la decepcionó un poco. No sabía nada de protocolo. No se hacía respetar. Salió a su encuentro, sonriendo, aunque manifiestamente incómodo. Merittefes le examinó de arriba abajo.
Saltaba a la vista que su presencia le incomodaba. No en vano se había puesto un vestido casi transparente, de un lino muy fino, y sobre él había aplicado aceites olorosos que le apartaran de los hedores de la construcción y la humanidad de los obreros. La consecuencia era que el vestido se le pegaba como una segunda piel, remarcando sus formas.
Casi rio al verle tan amedrentado. No sabía dónde mirar. Comenzó haciéndolo a sus ojos, pero su mirada le resultaba amenazadora al cabo de algunos segundos. Luego lo intentó con el suelo, pero debió pensar que parecería poco respetuoso, así que pasó a las manos, luego los ojos de nuevo, y así sucesivamente. Ella se sintió excitada con el juego y notó sus pezones contraerse. Se estremeció de placer. Le encantaba provocar esa sensación en los hombres. Tal vez incluso valiese la pena como amante.
—¿Os doy miedo?
—No. Pero no estoy acostumbrado a tratar con personas importantes y temo que mi falta de formación en la corte haga que malinterpretéis mis reacciones.
—¿Qué reacciones?
—No lo sé —se movía incómodo en su silla.
—Pero tratáis con mi marido.
—Vuestro marido me habla como a un amigo de toda la vida. De hecho, eso es lo que creo ser.
—¿Y por qué no había de serlo yo?
Se encogió de hombros.
—Tenéis razón. Perdonad mi embarazo. No podría negarle nada, y en consecuencia, tampoco a vos. Si queréis que os enseñe la pirámide, tal vez deberíais usar una capa. Me temo que vuestro… bello vestido no sea conveniente para los constructores.
—¿Y para vos?
—No tenéis nada que temer de mí.
—¿Temor de vos? Más bien parece que vos estáis asustado como un conejillo.
—Vuestra… belleza es…
—¿Es?
—Peligrosa. Como una serpiente bellísima.
Ella rio, moviendo su cuerpo y cambiando de postura en su asiento, moviéndose como una gata. Mehi se revolvió, incómodo en su pequeña silla plegable. Se veía que le había cedido la suya. La reina se levantó y se sentó sobre su regazo.
—Tal vez deberíais ser premiado por vuestra labor —se apartó un lado del vestido, permitiéndole ver sus pechos.
El constructor se sintió violento. Ella percibió un gesto de rechazo, cercano al asco. Casi imperceptible, pero inequívoco. No sería un aliado.
—Disculpadme. La pequeña silla plegable apenas aguanta mi peso. No quisiera haceros caer.
Merittefes se envaró, volviendo a su silla.
—No he venido a ver las obras. Se puede apreciar desde aquí que será una morada de eternidad digna de mi marido.
—Os escucho.
—Mi esposo está enfermo. Una enfermedad que afecta… a su capacidad para tener hijos.
Mehi dio un respingo en la pequeña silla, que casi rompió. Esta vez se veía que su reacción sí era totalmente espontánea. Amaba a su marido. Se preguntó si tal vez en un plano más íntimo de lo que la ortodoxia ordenaba.
—Estoy seguro de que los mejores médicos encontrarán…
—Y yo quisiera darle lo que siempre ha querido. Su anhelo más secreto, que sin duda vos conocéis.
El constructor se levantó de la silla. La miró de manera diferente. Ya no la temía. Ni le impresionaba ya su cuerpo casi desnudo. Ella se puso en guardia.
Estaba tocando algún tema importante. Debía continuar antes de que él supiera que no tenía apenas idea.
—Sobre todo ahora que le queda poca vida.
—¿Cuánto tiempo?
—Pocos años. Quizás solo uno.
Le dio la espalda. Su cuerpo se encorvó ligeramente. Ella supo que estaba llorando. Insistió antes de que el efecto de la revelación se mitigara.
—Tenemos tiempo de hacerle feliz.
Él se volvió. En efecto, su rostro era otro. Su sonrisa cohibida de niño travieso y sus ojos de color ámbar se habían tornado en unos ojos húmedos y unas ojeras verdes ennegrecidas por la malaquita del kohl derramándose por sus mejillas.
—¿Qué sabéis vos?
—Todo. Y quiero darle… la inmortalidad que se merece. Tal vez vos tengáis ya el secreto.
—No sabéis nada. Y no hay tiempo. Acudid a los sacerdotes. Si ellos no os dan el secreto, nadie lo hará. Sabed que lo hemos intentado todo. Hay vidas enteras dedicadas a su búsqueda, y por supuesto, la mía. Intentaré con todas mis fuerzas daros, tanto al faraón como a vos, una morada de eternidad que os garantice un lugar junto a los dioses, pero a día de hoy, no tengo garantías. solo puedo asegurar que hasta el día de mi muerte lo seguiré intentando. Es todo lo que puedo ofreceros.
Merittefes supo que no podría seducirlo. Al menos no aquel día. Pero tampoco hacía falta. Había dado con algo muy importante. En su posición, lo más importante era la información. Y el constructor había mencionado… ¡Un lugar entre los dioses!
Cada vello de su cuerpo se erizó, sintiendo un escalofrío de placer que recorrió su cuerpo en una oleada que casi la llevó a un orgasmo.
Pero debía dominarse. Lo tenía donde quería y aún podía obtener más información valiosa.
—¿Sabéis que ha muerto el sumo sacerdote de Ra?
Mehi rio con amargura.
—No sabéis nada. Él lo mató por desafiarle. Por no darle lo que quería.
La gran esposa real pensaba a toda velocidad.
«¿Qué podía querer el faraón de Egipto de un sacerdote? ¿Qué necesitaba antes de morir?». Que ella supiera, no había nada que no tuviera, salvo virilidad, y le constaba que tampoco era una necesidad imperiosa en él. Había algo muy importante. Hablaban de eternidad una y otra vez, de un lugar junto a los dioses…
Pero del constructor ya no sacaría más aquel día.
—Os agradezco vuestra comprensión. Y si me concedéis un favor…
—No le diré nada.
—Gracias. Está preparando su fiesta Heb Sed. ¿Lo sabíais?
—No.
—Necesita regenerarse con la energía divina. Se encuentra enfermo y viejo. No faltéis.
—No me lo perdería.
Se fue moviendo su vestido con una gracia felina que a Mehi le daba miedo.