SNEFRU

Año 2607 a. C.

El faraón estaba de mal humor. Todo el personal de palacio fue testigo de su acritud aquel día. Y no era normal. La fiesta de la masturbación ritual de Atón-Ra era todo un acontecimiento. Una de las fiestas mayores del año. Pero para Snefru era un día aciago. Se dejó llevar hasta el jardín, donde le esperaba su séquito en una gran carroza, transportada por una pequeña multitud de hombres libres que sujetaban a hombros unos ejes de madera acolchados con telas.

Recordó la fiesta de recibimiento de años atrás, cuando volvía de Nubia y fue recibido con la noticia de la desaparición de Rahotep.

Lo que más odiaba era mostrarse como carnaza a su enemigo más acérrimo, la clase noble de Menfis, que de nuevo le miraría como si fuera una más de las estatuas de madera policromada de la carroza, con la misma indiferencia que él mismo sentía hacia la fiesta, y con las cejas fruncidas y las sonrisas irónicas, juzgando con desprecio a aquel que les había privado de su poder. Parecían decir: «Míralo. No es más que un hombre».

Y eso era lo que le comía por dentro. No podían imaginar que había tenido la inmortalidad a su alcance… Pero los malditos parecían saberlo. Sus caras reflejaban el frío odio y la satisfacción morbosa del que sabe y celebra que su rey muera como un hombre y no como un dios.

No les miraba. Tenía la excusa perfecta. Miraba al cielo. Era a Osiris a quien debía mirar, donde quiera que estuviese entre las estrellas, pues la fiesta era en honor del dios y no en el suyo.

Estaba harto de malos augurios, malas noticias, enfermedades y podredumbre. Hasta Uni le traía profecías. ¡Uni! ¡Por todos los dioses! Si el más racional de los escribas recurría a la videncia para sus informes, es que todo iba realmente mal.

No creía en las supersticiones más allá de lo razonable, pero el relato apasionado de Uni le puso los pelos de punta. Recordó las palabras del médium:

Os mostraré el país sumido en el lamento y la desazón,

aquello que nunca ha sucedido antes de que suceda.

Los hombres empuñarán las armas de la guerra,

el país vivirá en alboroto.

Los hombres fabricarán flechas de cobre,

y suplicarán pan con sangre,

y se reirán en voz alta de la aflicción.

Los hombres no llorarán a causa de la muerte,

los hombres no se dormirán hambrientos a causa de la muerte.

El corazón de cada hombre le pertenece a él.

Entonces vendrá un rey procedente del Sur,

de nombre Ameny, el justificado,

hijo de una mujer de Taseti, nacido del Alto Egipto.

Recibirá la corona blanca,

llevará la corona roja;

unirá a las dos poderosas,

complacerá a los dos señores, con lo que ellos desean.

Así pasó entre su pueblo, totalmente ausente de las aclamaciones y los rostros, ignorando sus miradas y sus falsas adulaciones. Desearía estar en cualquier otro lugar, pero sabía que iba a pasar un mal trago y habría que hacerlo cuanto antes. Aquella carroza era desesperadamente lenta.

No estaba solo. Una procesión completa de representaciones de todos los dioses de la cosmogonía solar, junto con sus sacerdotes y principales cargos acompañados de sus más pudientes fieles, cantaban himnos a Atón. Le acompañaban a realizar su deber. Más tarde, todos ellos se dirigirían a los principales templos para realizar el ritual de masturbación, recreando el momento en que Atón creó el mundo masturbándose en Heliópolis: Se cogió el pene con la mano para alcanzar el placer del orgasmo. De su propio semen nacieron un hermano y una hermana, de nombres Shu yTefnis. La unión de estos engendró al dios de la tierra, Geb, y a la diosa del cielo, Nut, cuya prole, Osiris, Isis, Neftis y Seth forma la Gran Enéada de dioses heliopolitas.

Los más humildes lo llevarían a cabo en sus casas, sobre un pequeño e improvisado altar. Todos los hombres de la familia sin excepción rezarían al dios, dejarían caer sus faldellines y se masturbarían de diversos modos hasta eyacular en un platillo de ofrendas.

«¡Pero ellos no estaban enfermos!».

Llegaron al templo. Los fieles se agacharon para que su rey pudiera bajar.

Al instante fue rodeado del numerosísimo cordón de seguridad preparado para la ocasión por su hijo Keops, que no quería tentar la suerte. Snefru suponía que tal exceso de celo se debía precisamente a su relación con ellos. Si algo ocurría, no tendría coartada alguna. Soldados de varios cuerpos conformaban hileras sucesivas, hasta la guardia personal del rey, los temibles nubios, que sobresalían por altura y color de toda la multitud, solo sobrepasados por la propia carroza.

Le estaba esperando el sumo sacerdote, que no ocultaba su sonrisa.

¡Maldito! Su estómago ya venía quejándose durante todo el trayecto y ahora le enviaba punzadas de rencor en forma de dolores abdominales. El muy ladino debía ya saber que estaba enfermo.

«¡Cómo no! Si lo saben todo. Debe estar esperando verme dolorido y tal vez sangrante para acusarme ante el pueblo y retirarme la corona».

No era un asunto baladí. El sumo sacerdote tenía verdaderamente la potestad de hacerle abdicar. Era una costumbre religiosa, y una situación que jamás se había dado antes, pero si el sacerdote clamaba al pueblo la incapacidad del rey y se llegaba a concretar como real, sería un escándalo del que no podría salir. Y a Kanefer aún no le veía preparado para reinar.

—Es un honor para nosotros…

—Cállate. Vamos dentro.

Saludó al pueblo y le dio la espalda, entrando al templo, donde solo los sacerdotes tenían acceso, cruzando sucesivas salas hasta la parte más noble de la morada del dios, donde se situaba la estatua sobre una hornacina excavada en un bloque de piedra policromado.

—Ra. He aquí el que…

—¡Déjate de estupideces! Sabe perfectamente quien soy.

—Son las fórmulas rituales.

—Pues ahórratelas. No las aguanto, ni a ti. ¿Sabes que no le sientas bien a mi estómago?

El sumo sacerdote ignoró la puya, aunque sus ojos se achinaron.

—Habéis roto vuestro pacto. Ya no nos favorecéis con la fuerza de antaño.

—Antaño me chantajeabas. Ahora ya no tienes nada que ofrecerme.

—La inmortalidad…

—¡Ya es tarde para mentiras! La buscaré yo mismo, aunque mi Ka tenga que recorrer todas las estrellas del cielo. No tengas miedo. Y no dependo ya de vosotros.

—¿Y quién oficiará las ceremonias sagradas?

El Rey se encogió de hombros.

—Construiré mis propios templos y pondré en ellos a mis sacerdotes.

Hombres y mujeres que velarán por la fe del país, no por su enriquecimiento.

—Rompéis el orden natural de las cosas.

—No. Lo instauro. Lo creo. El orden natural es el faraón gobernando y el clero a su servicio. No al revés. Ni mucho menos por debajo de la nobleza. Y lo he demostrado. Jamás el país ha sido tan rico, ni ha estado tan unido, y jamás vosotros habéis tenido tantos privilegios.

—Migajas.

—Pues desde hoy, ni eso. Es el fruto de tu provocación. Quedas destituido. Pondré a Aj en tu lugar.

—No podéis hacer eso.

—Ya lo he hecho. Mi estómago y el país lo agradecerán.

—Podéis cambiar toda la cúpula eclesiástica y no servirá para nada. Los que controlan los hilos son los mismos.

—Por algún lado se empieza.

—Es vuestra última oportunidad. Los papiros…

—¿De Imhotep? Si los tuvierais ya hubierais quemado esa posibilidad de canje. No tenéis nada. Y yo me he cansado de faroles. Por cierto: decid a mi médico que os dé un reconstituyente. Parecéis un poco débil. Ahora yo tengo esos papiros y vosotros os arrastraréis ante mí para negociar.

—No los tenéis.

—No necesito probarte nada.

El sumo sacerdote se serenó. Una sonrisa se abrió paso en su cara angulosa mientras se dejaba caer el faldellín, dejando su afeitado miembro a la vista, llegando al momento que el faraón tanto temía.

—Cumplamos con nuestro deber ante el dios.

—¡Por Osiris! ¿Tengo que pasar por esto? Preferiría hacerlo en la intimidad.

—¿Además de ofenderme a mí queréis ofender a Atón? ¿Dejar sin protección a vuestro pueblo? Tenéis un deber. Si no lo cumplís, y yo no doy mi aprobación, la desgracia caerá sobre vos y vuestro reinado. El pueblo os volverá la espalda y tal vez sería hora de buscar a un faraón más preparado que vos para cumplir sus tareas sagradas.

El faraón asintió. No tenía opción.

«Acabemos con esto cuanto antes. Que sea lo que quiera Osiris».

El sacerdote cerró los ojos y comenzó con el ritual. El rey hizo lo propio.

El sacerdote tardó muy poco en descargarse sobre el plato de ofrendas a los pies de la estatua. Abrió los ojos y vio la cara de sufrimiento del rey mientras trataba de encontrar placer en un ejercicio que no le causaba sino dolor.

Snefru cerró los ojos. Sentía un escozor horrible y maldijo su enfermedad y a quién se la contagió. Pensó en el cuerpo desnudo de su esposa aquel lejano día en que se peleaba con la red que cubría su cuerpo, arañándolo, y consiguió abstraerse y llegar al final. Suspiró de puro alivio. No pensó que lo lograría.

Abrió los ojos, satisfecho, aunque su miembro le quemaba. Pero fue para descubrir que todo había ido mal.

Había gotas de sangre junto a las de su semilla en su propio plato.

El sacerdote señaló su mano ensangrentada.

—¡Esto es una ofensa al dios! No sois digno de vuestra corona. El pueblo debe conocer vuestra incapacidad para fecundar y llevar a cabo una simple ceremonia.

El rey echó mano a la parte de atrás de su faldellín abierto, sacando un cuchillo.

—Eso tiene arreglo. ¡Ya estoy harto!

Le clavó el puñal en la garganta. La sangre brotó del cuello del sacerdote.

El faraón tomó un paño blanco que había sido dispuesto para limpiarse al término de la ofrenda. Se limpió, volviendo a cubrirse con el faldellín y saliendo de la cámara del dios mientras el sacerdote perdía la vida.

Se dirigió a los sacerdotes que les esperaban.

—El dios ha encontrado a su sumo sacerdote indigno de su cargo y ha desatado su cólera sobre él. Encontrad uno más razonable a Atón y a mí mismo.

Limpiad la sangre. El mismo dios ha sido salpicado de los fluidos del mortal.

Pareció dejar zanjado el asunto, pero se volvió de pronto.

—¡Y no se os ocurra decir una palabra sobre nada de lo que ha ocurrido aquí! Todo ha ido bien. Como siempre.

Snefru sonrió, y pequeñas arrugas de felicidad se abrieron en su viejo rostro, a pesar de su caminar oscilante. No le importaron los murmullos.

Después de todo, el dolor había valido la pena. Una vieja deuda estaba saldada.

Salió de nuevo al encuentro de su pueblo, sonriendo y levantando su brazo. La ceremonia había sido un éxito. El resto del pueblo ya podía ir a los templos o altares a cumplir con su misión sagrada.