GUL

Año 2608 a. C.

Snefru le avisó de una salida para supervisar su morada de eternidad. Tenía miedo. La locura en que se estaba metiendo su rey, y la lucha que generaba, tanto con el estamento nobiliario como con el religioso, no auguraba nada bueno. Él sabía mucho de eso.

Preparó concienzudamente la escolta. Se suponía que era una salida de incógnito y que con algunos guardias bastaría, aunque era una incongruencia mayúscula, pues todo el mundo sabría que donde iban los guardas nubios habría alguien de la familia real. Pero no quería una salida cortesana ni con soldados ineptos llamando la atención.

Hizo llamar a Kemet.

—Busca a nuestros mejores hombres. Vamos a acompañar al rey. Habrá batalla. Lo presiento.

—Últimamente barruntas muchas cosas. ¿No será que te haces viejo?

—Me hago viejo. Y eso me da clarividencia. Hazme caso y equípate bien.

No quisiera perderte en alguna refriega.

—Es más fácil que me pierdas en otro tipo de refriegas. Esa maldita zorra me ha pegado algo.

—¿Quién?

—La reina. ¿Quién sino? No te hagas el tonto. Lo sabes perfectamente. Me pusiste a sus órdenes por eso; preferías que fuese yo, que tengo algo más de cabeza, que cualquier guarda indiscreto.

Gul rio con fuerza.

—Te juro que no te puse por eso. Si hubiera sabido que te iba a utilizar como uno de sus amuletos a lo mejor me hubiera puesto yo mismo.

—Pues no te lo aconsejo. Recuérdalo cada vez que vayas a mear.

—¿Qué te ocurre?

—Me escuece.

—Ve al médico del rey. Le diré que te reciba. Si no te tratas, pronto empezarás a mear sangre, y puede ocasionarte la muerte.

Kemet dio un respingo.

—¿Cómo…?

—A veces pienso que te estimo sin razón. Piensa un poco.

—¿La enfermedad del rey…?

—Sí.

—¡Mierda!

El general nubio rio de nuevo con fuerza.

—Pareces un crío. Conoces la enfermedad perfectamente.

—¡Joder! Sí, pero no esperaba cogerla a mi edad. No es lo mismo cuando eres un crío y no sabes dónde metes la polla. Se supone que las mujeres nobles saben lo que tienen entre las piernas.

—Pues ya ves. Eres doblemente culpable por ingenuo. ¿A quién se le ocurre?

—¡No me digas que no te causa morbo! Es como una gata. ¿Cómo iba yo a pensar que estaba podrida por dentro? A ver, ¿a estas alturas me vas a decir que si se te ofrece la rechazarías?

—Es distinto. Snefru es mi amigo.

—¡Tú ya no eres nubio! Te han cambiado.

Los dos rieron como niños, pero Gul seguía con su temor. Discutieron sobre el número idóneo de hombres entre la seguridad y el escándalo. Al fin acordaron que con una docena sería suficiente.

No tomaron el barco real para no llamar la atención, sino que contrataron una barca común de comerciantes y pusieron soldados entre los tripulantes, fingiendo ser pasajeros que se quedaron en el barco esperándoles.

Gul acudió junto a su rey en el camino hasta la llanura de Dahsur. Se saludaron con cariño.

—¿Cómo llevas tu enfermedad?

—A días y a temporadas. Mi médico dice que me he dejado. Debería haberle visitado hace mucho tiempo, pero pensé que era alguna enfermedad común, tal vez un hechizo pasajero.

—¿Y sospechas a qué se debe? —Gul ocultó su desasosiego.

El faraón miró divertido a su amigo.

—¿Desde cuándo tienes reparos en preguntarme algo? Te aprecio porque eres el único con valor para decirme lo que piensas, así que si dejas de hacerlo ahora, te mando para Nubia.

Los dos rieron. Gul se decidió a ser franco, se lo debía a su amigo.

—Me refiero a si sabes quién te lo ha pegado.

—Cuando volví de Nubia visité a muchas mujeres del harén. Pero no te preocupes. Merittefes ha hecho una buena purga. Total, ya no las utilizo, así que, las que quedan, pueden ser para mis hijos o para ti, si te atreves.

—¿Y tu reina?

—¡Merittefes! ¿Qué tienes contra ella?

—Nada. Te pregunto si no pudo pegártelo ella.

—¡Es una niña!

—Disculpa. No he dicho nada.

—¡Sí has dicho! La única mujer que me alegra las noches en muchos años, y quieres… ¿Qué? ¿Deportarla? ¿Abandonarla en el desierto?

—Mi señor… Te ruego me disculpes.

—Eres mi amigo y no te lo tomaré en serio esta vez. Pero no vuelvas a mencionarla.

—No lo haré.

Se separó de él, dejándole en el centro del grupo, y se fue donde estaba Kemet.

—Ten cuidado. Si el rey te descubre, te cortará el miembro. Casi me deporta por sugerir que ha sido ella la que le ha pegado la enfermedad. A partir de ahora pondremos a guardias corrientes de palacio.

—Gracias.

—No pareces muy seguro de querer separarte de ella.

—No lo estoy. Por eso es mejor que me lo ordenes. Así no lo pensaré más.

—Como quieras.

Llegaron a su destino. A Gul le impactó mucho ver la gran ciudad que se había montado alrededor de la obra. No había visto nada más grande en su vida. Una montaña de arena salpicada de tremendos postes que sujetaban cuerdas que, a su vez, rodeaban varias veces la montaña. Sobre esta se veían bloques de piedra inmensos que varios obreros movían con la ayuda de largas y gruesas palancas.

Sobresalía de tal manera que hacía pequeña la ciudad y, sin embargo, parecía más grande que la misma capital.

Se pararon en uno de los arrabales donde se situaban las mansiones más lujosas, las de los maestros constructores y arquitectos, jefes de canteros, matemáticos, astrónomos, encargados de medidas, jefes de administración, logística, avituallamiento, sacerdotes, escribas, supervisores, grandes cocineros, médicos, brujos, músicos, artistas y exorcistas.

De una de las mejores mansiones salió el jefe de constructores, Mehi, que se unió al Rey en un abrazo sincero. Estuvieron hablando en el jardín por espacio de una hora y volvieron a salir para ir a la montaña.

Cerraron filas en torno al rey. La ciudad tenía su propia policía y se dispuso en un anillo exterior a ellos, aunque no se fiaban. Tal concentración anidaría a todo tipo de hombres y no estaría exenta de criminales que acudieran al olor de la riqueza que allí se generaba.

Atravesaron la ciudad, admirando su disposición. Los barrios se disponían en anillos de acuerdo a su función. Así, los más humildes, los que llevaban a cabo tareas de fuerza, eran los más cercanos al amplio claro que se abría en torno a la montaña. Sucesivos anillos, en orden de importancia, rodeaban la construcción, abriéndose en grandes avenidas cuando una rampa atravesaba el círculo, y en otras cuatro avenidas naturales que miraban a los puntos cardinales, dispuestas para el trasiego diario de hombres y bestias.

Los bloques eran llevados por rampas sobre troncos aceitados. Movidos por hombres y bueyes, sujetados por anchas cuerdas que parecían moverse en todas direcciones.

Nadie permanecía quieto. Cientos de equipos se movían simultáneamente para no entorpecer a los que trabajaban, y cambiaban sus papeles por hombres de refresco, perfectamente dirigidos. Era como un hormiguero, aunque en su pueblo hubiera sido imposible gobernar un número tan alto de hombres y coordinarlos de tal manera. Todo parecía haber sido dispuesto de antemano: desde los aguadores que ayudaban a los trabajadores, los hombres de repuesto que esperaban cualquier fallo o merma en las fuerzas de los que sujetaban las sogas, listos para reemplazarlos y evitar un desastre, hasta el tránsito de nuevos bloques de piedra que llegaban regularmente cada muy poco tiempo. Incluso había un encargado de controlar los tiempos de transporte de cada piedra para que no hubiera retrasos. Era absolutamente increíble ver mover aquellos bloques a tal velocidad, subir por la montaña como si un niño dios jugase con ellos desde el cielo.

Le resultaba difícil mirar a su rey entre aquel espectáculo tan admirable.

Su boca se abría como la de un chiquillo. Podría estar días enteros mirando, admirando aquel trabajo colosal.

Pensó que allí había mucho más que un trabajo por cuenta ajena, remunerado e incentivado hasta la perfección. Allí había un pensamiento colectivo de admiración al faraón cuya morada de eternidad construían. Un agradecimiento tácito. Si, como decían, en Nubia le trataban de dios, tal trato quedaba empequeñecido si se comparaba con esa construcción monstruosa.

Admiró en silencio a su amigo.

Y la admiración comenzó a quedar patente, pues alguien, en efecto, identificó al monarca y las voces se hicieron notar. Todo el mundo quería saludarle, expresarle su gratitud y sus buenos deseos, mostrarse partícipe de aquella obra magnífica. Parecían henchidos como pavos reales, como diciendo:

«Mírame, yo estoy construyendo tu hermosa morada», con un orgullo que rayaba el fervor divino.

Pero el gentío comenzó a presionar al anillo exterior, y Gul se preocupó de verdad.

Estaban reteniendo su avance y haciendo el terreno fácil para un atentado.

Tomó su lanza corta mientras gritó a los policías que les abriesen paso. Debían marcharse, pero ya.

Los hombres se emplearon a fondo, gritando e incluso usando los bastones para hacerse respetar. Parecía que se empezaba a abrir un ancho pasillo de nuevo y Gul respiró, satisfecho. Había pasado verdadero miedo y la tensión le fatigó, como si hubiese estado el día entero entrenando.

Entonces ocurrió.

Un grupo de unos seis hombres se abrieron paso entre los policías a golpes de espada corta. Dos de ellos cubrían con sus espadas a otros dos, que abrieron un breve pasillo entre los nubios arrojando dos lanzas, que abatieron a sendos guardias negros.

Dejaron el espacio justo entre ellos y el rey, que esquivó una lanza como pudo. El arma fue a clavarse en la pierna de otro de los guardias nubios. Uno de los salvajes corría hacia el faraón con su espada en la mano. Gul no lo pensó más. Su lanza se clavó en el costado del asesino con tal fuerza que le desplazó un par de codos de su trayectoria. Murió en el acto.

Mehi se tiró sobre el rey, cubriéndole con su cuerpo. A partir de ahí, la lucha duró poco, aunque no por eso fue menos cruenta. No eran hombres comunes, descontentos con la obra; ni fanáticos religiosos, ni nobles airados.

Aquellos eran soldados profesionales, bien entrenados, luchadores expertos que podían contarse en el reino con los dedos.

La ayuda de los policías y de la misma muchedumbre fue determinante.

Una vez perdido el efecto sorpresa fue un linchamiento, por muy diestros que fueran los criminales, aunque cayeron muchos de los policías y civiles. Incluso dos de los hombres de Mehi murieron y el mismo Kemet fue herido.

Gul intentó sin éxito llegar hasta la montaña de hombres en torno a los asaltadores, pero no lo logró a tiempo. La ira de la gente duró poco. Fueron muertos a golpes en segundos.

Debería haber capturado a alguno vivo, pero fue imposible. Dejó a uno de sus hombres para investigar los cadáveres y cuidar de los nubios heridos y caídos, y con la ayuda de los policías salieron de ahí a toda prisa cubriendo al rey.

Llegaron al barco y salieron inmediatamente después de que Snefru se despidiera de Mehi.

Una vez estuvo en lugar seguro, habló con Kemet. Hubo de tranquilizarle, pues estaba mucho más nervioso de lo habitual, cuando ya había pasado por tantas luchas que resultaba inquietante verle como si fuera la primera vez.

—¿Cómo ha sido?

—No lo sé. Nunca debimos meternos allí con tan pocos hombres. Si no llega a ser por los policías y la gente, el faraón estaría muerto.

—¿A cuántos hemos perdido?

—Incluyendo al que se ha quedado, y contando los heridos, seis.

—Eran mercenarios expertos.

—Lo sé. Pero lo importante…

—Es que nadie más sabía que veníamos aquí.

—Hay un traidor.

—No entre los nuestros. Les hice llamar, pero no sabían qué iban a hacer.

—¿El constructor?

—No. Le vi cubrir al rey con su propio cuerpo. Hubiera muerto en su lugar.

—Pues no hay nadie más.

Gul maldijo entre dientes. Era su responsabilidad y no le gustaba fallar. Su orgullo estaba herido.

—A partir de ahora, todo va a cambiar. Se acabaron los tiempos cómodos.

—Casi lo esperaba. Aunque has acertado con tu pálpito.

—Sí —señaló su hombro herido—. ¿Cómo estás?

—Bien. No es grave. Casi me alegro. Me daba vergüenza ir al médico solo para que me viese la polla.

El jefe nubio achacó el leve temblor de su amigo a la herida del hombro y los nervios de la lucha.

—Hablaré con Mehi. ¡Bajadme del barco!

No llegó a perder de vista al constructor, que le vio desembarcar y se asustó:

—¿Le ocurre algo al Rey?

—No. Pero hay algo que me preocupa. Nadie sabía que veníamos. Y nos esperaban con todo preparado. No es casualidad.

El arquitecto apretó patéticamente los puños, aunque Gul no se rio. Sus mejillas encarnadas inmediatamente, su respiración agitada por la ira y sus lágrimas le dijeron que no mentía.

—¿Me estás acusando de algo? ¿El Rey me acusa… a mí?

—No. No tengo dudas de ti. Pero tal vez a través de ti sí se enteró alguien.

—solo se lo dije a Harati.

—¿Quién es Harati?

—Mi hombre de confianza, y de Uni. Es intachable.

—Vamos a verlo.

—¡Te digo que respondo por él!

—Y yo no me fío de tu palabra. Debo verle.

Mehi se encogió de hombros.

—Él no ha sido, pero si quieres verlo en sus ojos, adelante. Pondría la mano en el fuego por él.

—No lo hagas. Nunca. Por nadie. He vivido demasiado para darte este consejo a la ligera.

Volvieron a la ciudad de la construcción. A Gul, la pirámide le pareció más amenazante que hacía unas horas. Encontraron a Harati en las habitaciones de trabajo de Mehi. Gul se fue a por él. El hombre no sabía lo que se le venía encima, y antes de preguntarse a qué obedecía tal ataque, estaba en el suelo bajo las rodillas del nubio. Mehi gritó como un poseso:

—¡Gul! Harati es mi amigo. No te permito la fuerza.

—Es el único que lo sabía.

El campesino luchó por respirar bajo la presión de las piernas como columnas del gigante.

—Yo no he delatado a nadie. Daría mi vida por el faraón.

—Vamos a verlo.

Una espada corta brilló en el aire. Harati notó la presión fría sobre el cuello, y algunas gotas de sangre mancharon la espada.

—Puedes matarme, pero no he traicionado a mi rey. Cualquier castigo que quieras infligirme ya me lo han aplicado. Haz lo que quieras.

Gul se impresionó por el temple del hombre. Ni temblor, ni dudas en la voz… Ni siquiera de sus propios hombres esperaría una conducta así ante la muerte. Suspiró y apartó la espada de su cuello.

—Te creo. Perdona mi brusquedad, pero no son asuntos para tomar a la ligera.

—Y yo te disculpo. Pero no vuelvas a hacerlo nunca, porque si veo una oportunidad, tal vez raje tu cuello con un cuchillo oculto. Si quieres saber algo, pregúntame antes.

Era un campesino. Un hombre del campo. ¿Por qué tenía aquel coraje? No era normal.

No dijo nada más. Salió de la cámara entre la vergüenza del que se equivoca y la impresión que causa un hombre fuera de lo común.

No obstante, la curiosidad le pudo. Se ocultó tras el quicio de la puerta, intentando escuchar la conversación posterior. Quería saber de qué estaba hecho aquel campesino singular. Mehi ofreció su mano a Harati.

—¡No quiero tu ayuda! Quizás deberías haberme ayudado cuando tenía una espada en el cuello.

—No podía hacer nada. Ya le dije que eras inocente. No quiso creerme.

—¿No podías hacer nada? Una palabra tuya hubiera contenido al nubio.

Pero tal vez callabas porque creías que yo era culpable.

—No es cierto.

—¡Vaya si lo es! Pero no debes preocuparte. Uni me trajo a ti como tu sirviente. Puedes disponer de mí como quieras.

—No eres ningún esclavo. Estás aquí por propia voluntad, porque yo valoro tus servicios y porque te considero un amigo.

—Yo protejo a mis amigos. Si eso es lo que haces tú con los tuyos, prefiero que me consideres tu sirviente.

—¿Dónde vas?

—Me encargaste que trabajara con los oscuros preparando cuanto necesitasen para sus tareas. Es tarea más grata que servir a alguien que no confía en ti.

Gul vio salir a Harati y sus ojos de fuego clavados en los suyos. Sintió un escalofrío.