Año 2608 a. C.
Esperaba con impaciencia el día en el que el constructor viniera a hablar con su padre.
Al principio había sido muy duro no poder verle ni comunicarse con él, pero a través del buen Gul pudo enviarle una nota diciéndole que había entrado al servicio del Palacio Real, lo cual no era del todo falso. Así, cuando él vino la primera vez, ella se esmeró en vestirse con las ropas de novicia y le esperó a la entrada, lejos de miradas inoportunas, llevándole a la cámara de un sirviente de cierto rango al que había sobornado. Fue como volver a probar el agua tras estar días sin beber. Se renovaron las promesas de amor.
Aprovechaban todas y cada una de sus visitas a Menfis, por mucho que su trabajo le ocupase la mayor parte del tiempo.
Se le hizo eterna la espera para la entrevista con su padre. La conciencia le remordía. ¿Por qué no se presentaba sin más en medio de la reunión y le decía que amaba a Mehi? La respuesta era simple: tenía miedo de decepcionarle. No sabía cómo lo iba a encajar, y aún no se atrevía siquiera a decirle a su amado quién era en realidad. Tenía miedo de que, conociendo la estricta moral de Mehi, este la repudiara alegando que no era de su clase, por mucho que su padre hubiera abolido los privilegios inherentes a la nobleza por nacimiento.
Daba vueltas y vueltas, retorciéndose nerviosamente los cabellos y maltratando sus ropas bastas, que había aprendido a apreciar. Al fin, una criada le avisó y corrió a la cámara del sirviente. Él estaba allí. Se fundieron en un abrazo intenso. Ni palabras, ni saludos, ni un sonido. solo besos que dieron paso a abrazos atropellados, ropas arrancadas y, como siempre, un primer coito apresurado, nervioso, corto y pasional, entre sudor, jadeos, saliva y olor a almizcle. Un breve descanso tras calmar el ansia de la distancia, y al poco, un segundo acto de capítulos más pausados, besos más suaves, caricias más largas y sedosas, un amor técnico y paciente, como el que describían los manuales que los nuevos escribas vendían para los ricos.
Mucho tardaron en decirse una palabra. Y era siempre la misma, sin variación. Los dos lo sabían.
—¿Por qué no te vienes conmigo? Se lo pediré al faraón. No me lo negaría ni aunque fueses su propia hija.
Este último comentario, añadido a la habitual pregunta, sobresaltó a Hen.
—Es pronto. Ten paciencia. Lo haremos juntos a su debido tiempo.
—Pronto terminaré la pirámide. Quizás en unos pocos años. Entonces te compraré o pediré que te liberen, o lo que sea.
—Sí. Me parece bien. Un año pasará pronto, siempre que vengas a menudo.
Se despidieron.
Henutsen quedó meditando en el lecho que ella misma había pagado y acondicionado.
Una puerta crujió.
—¿Mehi?
—Hola, hermanita.
Era Keops.
—¿Qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo llevas espiando y por qué? ¿No te da vergüenza? Gritó con el rostro encarnado mientras se cubría.
—No me había dado cuenta de lo mucho que has crecido. Tal vez deberíamos jugar juntos al placer oculto y conocernos mejor.
—Vete o hablaré con nuestro padre,
—¡Oh! Tranquila. Ya hablaré yo con él. Tal vez tu relación con el constructor podría… malinterpretarse.
—No te atreverás.
—¿Tú crees?
—No te dará más crédito que a mí. Gracias a Isis, no eres el heredero al trono.
—Tiempo al tiempo, hermanita. Otro día jugamos. No me gusta revolearme entre los fluidos de otro.
—¡Eres mi hermano!
—¿Quién sabe? Con la vida que ha tenido Snefru y lo poco que visitaba a su esposa, tal vez seas hija de un sirviente, lo que me permitiría hacerte mía.
—¡Jamás! Eres un monstruo. No busques excusas para tu crimen.
—No las necesito.
—Nunca me tendrás.
—Ya lo veremos, hermanita. Ya lo veremos.