Año 2609 a. C.
El tiempo pasaba y su estatus no había variado ni un ápice. Se dedicaba a buscar al hijo de Nefret por todo el país. En realidad, él mismo inventaba las pistas. No estaba dispuesto a perder su vida regalada. Iba de aquí para allá como un gran señor, con ínfulas de juez, exigiendo trato de visir y obrando como tal. Tenía las mujeres que quería y nadie le pedía cuentas por sus gustos sexuales. Y para colmo, cuando volvía a Menfis, su riqueza había crecido hasta el punto de que se permitió contratar por consejo de Uni a un escriba que le llevaba las cuentas. Le había comprado una casa magnifica. Invertía con éxito su capital y hasta tenía sus propios esclavos. Le encantaban los esclavos, por caros que fueran. No estaban sujetos a las malditas leyes que él defendía y tanto odiaba.
Tenía un sueldo de noble que apenas le hacía falta, ya que a un funcionario de su categoría en cualquier pueblo lo agasajaban para evitar una posible inspección o una opinión negativa en la capital. También eran comunes los sobornos, y Memu era especialmente hábil amenazando a los pusilánimes que veían peligrar su bienestar, de manera que le daban cuanto pedía, además de algún robo que otro de joyas, amuletos…
No era rico para la vida de Menfis, pero sí lo era para un soldado.
Habían pasado ya diez años de su pacto con el faraón y jamás había vuelto a verle. Incluso había echado un poco de barriga y sus músculos ya no eran los de antes, si bien no le hacían falta, pues los suplía con un carisma amenazador que hasta entonces no había sospechado que tuviese.
Llevaba más de seis meses en un pueblo del delta y su rica comida comenzaba a hacer sus estragos. Pensaba ya en cambiar de aires cuando recibió la visita de un escriba en nombre del faraón.
Casi se cayó de la silla, de la impresión.
«¡Diez años sin saber de él y de repente me llama aquí!».
Se vistió dignamente y recibió al escriba sin más demora que la estrictamente protocolaria.
—Soldado Memu.
Eso le irritó, pero era el enviado del faraón y no sabía qué importancia tenía en palacio, así que calló su maldición espontánea.
—Sí.
—Tengo un mensaje del faraón.
—Ya imagino que no has venido a cortejarme. Continúa.
Un silencio largo. Se sentía irritado. Bien.
—El faraón quiere saber en qué estáis gastando su dinero, aparte de las putas a las que pegáis.
—Sigo su pista, pero siempre consigue evadirse cuando estoy cerca. Es listo el cabrón.
—Sin duda. Olvidad vuestra misión. Vuestra incapacidad es evidente.
—¿Qué? —rugió.
—Se acabaron los privilegios. Si administráis bien vuestra fortuna podéis vivir muy bien.
Memu suspiró. Había temido que le quitasen todo. Podía considerarse afortunado.
—Volveré a Menfis.
—En absoluto. Seguís siendo un soldado. Se os envía a sofocar una revuelta en las minas del Sinaí. Como cortesía, desde vuestro antiguo estatus se os eleva a capitán y os pondréis a las órdenes de vuestro superior.
Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo.
—Y recordad que dejáis de tener inmunidad. A la primera denuncia por maltrato, os envío a las minas… encadenado y sin bienes. Se os confiscaría todo.
Memu se tragó la hiel. Hubiera aplastado a ese gusano. Pero ya no era sino un simple soldadito de nuevo.
Bueno, ya se haría respetar. La experiencia es un grado y había conocido gente lo suficientemente importante para medrar a su costa. Siendo un soldado hubiera sido imposible, pero como capitán, al menos, viviría bien.
Mientras su fortuna siguiera creciendo solo tenía que mantenerse vivo y dentro de la legalidad.
—¡Maldito Uni!
Estampó la jarra de cerveza contra la pared.