Año 2609 a. C.
Nunca lo había considerado como una opción seria, pero ya no era tiempo de lógica y razonamientos ortodoxos.
Su mujer había muerto.
Su alma gemela. Alguien que le amaba por lo que era y quién era, no por lo que tenía, ni siquiera por la forma de esa absurda y condicionante cáscara que es el cuerpo y su apariencia.
Ella no era bella, como él mismo, según los arbitrios de la hermosura externa, pero se comprendían con una mirada, y se expresaban su amor más allá de lo meramente carnal.
No lloró. Su dolor era más profundo que el lamento teatral de las plañideras. Más intenso, como un puño que tira del cuerpo hacia dentro cuando se aprieta.
Al principio quería morir y reunirse con ella. Librarse de su cuerpo y ponerlo junto al de ella, en la misma morada de eternidad, y de esa manera dejar libre su Ba para verla sin su envoltura: pura, etérea, sin las trabas de cuerpos torpes que les limitaban, y fundirse en uno hasta que les llegara la hora de regresar a sus cuerpos. Pero recordó que tenía una misión más importante que él. Guardó, pues, su vida mientras tuviera una utilidad. Pero al retomar las opciones, vio que no había logrado nada. Y ya nada le importaba.
Así que consideró las posibilidades más extremas. No tenía nada que perder. Si moría, se reuniría con ella con la dignidad intacta, y si tenía éxito… ¡tal vez incluso pudiera comunicarse con ella!
Totalmente cegado, envió a su hija con sus tíos maternos y le dio una fabulosa dote, despidiéndose de ella, así como del mundo.
Todas las pesquisas para recuperar el secreto de Imhotep le costaron mucho dinero.
No le había dicho nada a Mehi, pues sabía que lo reprobaría, pero en lo más hondo de su ser albergaba el remordimiento de la falta de respuesta a la pregunta que su amigo le había formulado, y que él mismo se había hecho ya hacía años, cuando su faraón le encargó esa tarea.
Su fidelidad había hecho que jamás se cuestionase la verdad, precisamente por venir de boca de su rey. No había nada que dudar por esa mera razón. Pero con el paso de los años, y después de intensas negociaciones con la cúpula de la nobleza y los sacerdotes con resultados nulos, su confianza en las palabras de Snefru se fue vaciando, y por pura eliminación comenzó a plantearse que no fuera sino una locura pasajera, un delirio de grandeza. Aunque cada vez que hablaba con el faraón, su seguridad le daba nuevas fuerzas para seguir luchando durante una temporada.
Pero el tiempo de su autoconfianza le duraba cada día menos, y se agotó definitivamente con la muerte de Nefermut. Siempre daba palos de ciego. Sus pesquisas eran inútiles, y cuando presionaba a alguien quedaba como un estúpido; y además no podía alegar su misión, porque no era oficial, con lo que los recursos gastados eran suyos. Y no es que le importara, porque tenía muchos medios, pero sentía que toda la educación, todo el esfuerzo para ser un gran juez, toda la formación… eran en vano. Porque, para hacer el ridículo, el faraón no necesitaba al mejor juez de Egipto, ni tampoco al mejor constructor.
¡Y qué casualidad! Los dos eran, a su manera, individuos aislados de la manada, bichos raros, desarrapados…
Dos a los que nadie echaría de menos si desaparecieran.
Se sacudió esos pensamientos negativos de la cabeza y se cubrió con su capa. Hacía más calor que el que la pesada prenda sugería, pero lo que quería era cubrirse para no ser reconocido, no protegerse del frío ni del calor. Se rio entre dientes bajo la capa. No sabía si llamaba más la atención de lo que quería evitar, aunque al menos no se le veía la cara.
El barrio era un arrabal de Menfis. Hubiera usado una silla, como acostumbraba, pues su físico no estaba hecho para largas caminatas al sol, y si no bebía constantemente se mareaba y a veces se desmayaba. Pero la gravedad de su misión hizo que, aunque cansado, evitara un desfallecimiento y llegara a su cita.
Un callejón. Oscuro y solitario. Estrecho e insano. El olor a orín, al menos, le espabiló un poco. Esperó con miedo en el cuerpo hasta que dos hombres con aspecto de criminales se acercaron a él, inequívocamente. Les esperó, intentando mitigar el leve temblor que sentía a causa del miedo y la debilidad.
—¿Uni?
—Sí.
—Tomaos esto.
Un brebaje oscuro y maloliente. Miró a los hombres, que ni pestañearon.
Suspiró.
«Espero que valga la pena», pensó. Y se lo bebió.
Despertó en una estera. La cabeza le dolía un poco, pero no del modo que acostumbraba, sino de una forma extraña, como si hubiera abusado del licor. Se sentía embotado, pero al menos estaba bien.
Se levantó. Esperaba marearse, pero se sintió bien. Sin duda, el brebaje, aparte del narcótico, debía tener algún nutriente. Tal vez diluyeran polvos de alguna planta o raíz en zumos de frutas.
—Señor Uni.
—Sí.
—¿Os encontráis bien?
—Sí.
—Bebed un poco de raíz de la planta del romero. Os aliviará el embotamiento de cabeza. La adormidera estaba potenciada por otros ingredientes muy activos y si os quedara algún rastro de sueño os privaría de tener todos los sentidos alerta. Y habéis pagado mucho para presenciar lo que buscáis mermado de facultades.
Asintió y de nuevo se tomó el bebedizo. Este tenía buen sabor y, en efecto, se sintió mucho mejor, despierto y con nuevas energías.
—Vamos.
Le acompañó a una sala adjunta donde solo entró Uni. Ya le empezaba a molestar aquella función teatral. Le recordaba el efecto sorpresa que los cortesanos causaban en los dignatarios extranjeros, haciéndoles pasar por sucesivas salas, cada una de ellas más lujosa, en la que en cada una le atendía un personaje ataviado con mayor riqueza, con lo que cada vez el dignatario creía estar en presencia del faraón. Hasta la última sala, donde el efecto de la iluminación y el gran trono del rey hacían que el buen hombre terminase de acobardarse. Él era un noble y deberían saber que ese burdo recurso no iba a dar resultado.
—Señor Uni.
—¿Cuánto más voy a tener que esperar y cuántos brebajes más tendré que beber?
—Ninguno. Todo está listo. Venid.
Ya estaba harto. Le llevaron a una sala oscura donde había tres sillas grandes de madera, cubiertas por cojines, que se miraban entre sí. Se sentó en una, palpando con sus manos. solo veía la silueta de los tronos y la de su compañero, que tomó asiento en otra.
Al poco, vieron a un viejo acercarse con la ayuda de un palo. Aquello era demasiado. Seguramente sería un joven disfrazado de anciano que montaría un número de teatro para convencerle como a un campesino supersticioso. Se sentó en el trono vacante.
—¿Con quién queréis hablar?
—Con Imhotep.
Uni comenzaba a aburrirse. Tenía mucha curiosidad en saber qué salía de aquella pequeña aventura, como quien va a un espectáculo de músicos, artistas, actores, etc., pero le daba la impresión de haber malgastado su dinero, cuando un extraño humo blanquecino pareció surgir del suelo, filtrando la leve luz a la que se había acostumbrado. Sonrió. Un poco de escenografía.
—Imhotep, Imhotep, Imhotep, Imhotep, Imhotep, Imhotep…
Se sobresaltó. Pero enseguida identificó la letanía. Un cántico monótono repitiendo el nombre del difunto para revivirlo. Se le unió su compañero, con los ojos cerrados y sudando, aunque él no tenía calor, pero sí comenzaba a sentir un leve mareo. Sería el humo. Esperaba que no le hubiesen drogado de nuevo, aunque contaba con ello. Debía ser parte del efecto; predisponer al espectador para creer, y sin la ayuda de una droga, en una mente escéptica como la suya, iba a resultar difícil.
Pensó que debía poner algo de su parte. Si le drogaban, que así fuera. Tal vez era parte del proceso.
Se unió al canto, que fue subiendo de intensidad con el humo. Apenas se podía respirar. Uni miraba a la cara al médium, que parecía ejercer un esfuerzo agotador sobre su alma. Las venas de su cuello se hinchaban y su rostro se contraía periódicamente. De vez en cuando variaba la intensidad del cántico, y tanto susurraba como pasaba a pegar gritos como un loco. Parecía que le hiciesen daño y se defendiera cantando con más fuerza. La curiosidad comenzó a apoderarse del escriba. Lamentó no haber traído una tablilla para anotar todo cuanto ocurriese, pero tampoco se lo hubieran permitido.
Notó la acción de cualquiera que fuese la droga que le hubiesen hecho beber, y luchó por no dormirse, a la vez que la intensidad de los gritos y los gestos en la cara del médium iban en aumento. Parecía que iba a ocurrir algo de inmediato, pero aún tuvo que esperar.
El cántico dejó de ser una letanía rutinaria para pasar a ser algo más, algo que le dominaba y que no podía dejar de lanzar al aire, como un llamamiento, una voz interna a la que quizás se hubiesen unido otras, una voz común que ya no podía abandonar. Sabía que era efecto de la droga, pero de cualquier modo sintió miedo por primera vez.
Su propio cuello se tensó y sus sentidos se alertaron. Miró al médium, que estaba fuera de sí. Pensó que si no ocurría algo iba a sufrir un ataque, pero él mismo no podía parar. El volumen de los gritos era tal que le dolían la garganta y los oídos, y estaba tan tenso que le parecía estar de pie, en lugar de sentado en su cómodo sillón.
El pleno éxtasis, el volumen máximo, los nervios al borde del colapso, la tensión total, gritos inhumanos, lágrimas que escapaban de los ojos por la fuerza de los gestos… Su corazón iba a estallar de un momento a otro.
Entonces todo paró. Notó que los otros callaban y calló a su vez. El alivio fue tal, que sintió como se derrumbaba sobre el trono como si hubiesen cortado los lazos que le sujetasen. No podía calmar el golpeteo de su corazón en el pecho y le costó serenarse.
Miró al médium. Parecía dormido. De improviso, un ronroneo, como de un gato, fue creciendo de su garganta.
Se agitó como un loco. Tan frenéticamente que Uni se asustó. Ningún humano podía moverse de aquella forma, de manera creciente, temblando como si las convulsiones se apoderasen de él y luchase para rechazarlas, hasta que se derrumbó sobre la silla, golpeándose violentamente la cabeza contra uno de los brazos del trono.
Uni se asustó, pero no le dio tiempo a reaccionar. El cuerpo estático del médium se enervó como el de un felino en peligro. Incluso por encima de su capa mojada de sudor se veía que cada músculo se hinchaba, como cuando mojas una muñeca de cuerda.
Se levantó poco a poco, en un movimiento antinatural, sin punto de apoyo, como si su columna no interviniese, para quedar rígido frente a él.
Mirándole.
Uni sintió que cada vello de su cuerpo se erizaba. Sintió el miedo más profundo y absoluto que jamás había experimentado. Nada le había preparado para eso.
Los ojos del médium habían cambiado. ¡Qué extraño! Eran los mismos, y sin embargo no lo eran. El color de sus pupilas, sin haberlo distinguido antes por la escasez de luz, ahora se diría que se había oscurecido, pasando a ser un negro profundo, insondable, que no reflejaba la luz. Dos agujeros mates en las cuencas de los ojos, como las estatuas de piedra antes de ser pintadas. Y esos ojos salvajes de demonio nocturno le miraban fijamente, sondeando hasta su más íntimo secreto, leyendo en su alma como en un papiro. Esa era la sensación que le causaba.
Tuvo un nuevo sobresalto cuando de entre las comisuras de los labios se comenzó a forjar en su rostro una sonrisa forzada, en un ángulo feo. Una sonrisa que la persona que era antes jamás hubiera formado, pues parecía que era otro sonriendo con la cara del médium, y otros ojos mirando por los suyos.
El pánico más absoluto se adueñó de él. Apenas podía respirar. Fuera lo que fuese, eso no era humano.
Sintió deseos de echar a correr y salir de allí, pues tenía la sensación instintiva y animal de peligro. Un sentimiento inexplicable que le urgía a abandonar aquella locura, una voz que le decía que no saldría indemne de aquel lugar.
Pero recordó por qué estaba allí. No era un pasatiempo. Ahí había algo, y trataría de sacar alguna conclusión positiva para su rey que tal vez le llevara al éxito en su misión.
Se serenó, pues, relajando el gesto y mirando con interés al médium, aunque el miedo y la extraña voz no dejaban de hablarle más alto de lo que nadie le hablara nunca sin palabras.
El ronroneo volvió a surgir de su garganta. Entreabrió los labios, pero no los movió, y sin embargo, del fondo de su cuerpo, como un eco en una caverna, sonaron unas palabras con una voz que venía de muy lejos.
—¿Qué quieres de mí?