HARATI

Año 2617 a. C.

Una vez dejó el pueblo, le liberaron de las ataduras y viajó como uno más durante días, hasta que le dieron orden de presentarse ante el constructor Mehi en Dahsur.

No tardó mucho en llegar, pero hubo de esperar un día entero para verle, día que empleó en reconocer la ciudad que se había formado en apenas unas semanas. Si se quedaba solo sin hacer nada, se volvería loco.

Era grandiosa. Barrios enteros perfectamente organizados por sus funciones. Los canteros formarían la clase más noble dentro del conjunto y se llevaban las mejores casas de ladrillo, con patio y un pequeño jardín. Los obreros se hacinaban junto a sus familias en casas de adobe. Acudían de todos los puntos del país. Y no solo por el dinero de un buen sueldo durante años. Era un trabajo duro, pero el faraón lo merecía, pues había cambiado el país a favor de las clases más pobres, y la sensación de que a los obreros les importaba realmente la eternidad del faraón era palpable. De algún modo, aquellas gentes humildes sentían que, independientemente de su propio juicio, participarían de la eternidad de su querido faraón, como uno vive un poco a través de sus hijos.

Y por supuesto, aliviarían mucho el peso de su corazón en el juicio de Osiris a su muerte solo por haber ayudado a su rey a construir su morada de eternidad.

Se preguntó en qué medida le serviría a él.

Había un ejército de funcionarios para coordinar aquella marea que crecía sin parar. Durante los próximos quince o veinte años, aquella ciudad seria casi más grande que la propia Menfis. Habría fiestas, bodas, ceremonias, templos, crímenes, epidemias…

Y él participaría de aquello. Aunque aún no sabía cómo. Suponía, sin duda, que con los obreros comunes, pues no tenía mucho más que su espalda para ofrecer, a pesar de la extraña fe que tenía Uni en él.

Esperó todo el día a la puerta de la residencia de su nuevo amo, hasta que este llegó, bien entrada la noche.

—Tú debes ser Harati.

Se levantó a toda prisa. Se había dormido.

—Sí, mi señor. Disculpad mi falta.

—He recibido una carta de Uni. Me habla de tu piedad, nobleza y otras virtudes que no te sirvieron para evitar que todos se confabularan contra ti.

—En verdad merezco la muerte. Y aún temo que sea castigo demasiado dulce para mí.

Mehi sonrió:

—¿Conoces los versos de la disputa entre un hombre desesperado y su alma?

Harati negó con la cabeza baja.

—Te los recitaré.

Ay, mi nombre hiede.

Ay, más que la fetidez de la carroña

en los días de verano cuando el cielo arde.

Ay. Mi nombre hiede,

ay, más que cuando se atrapan peces,

el día de la pesca, cuando el cielo arde…

La muerte está hoy ante mí

como cuando un hombre enfermo se restablece,

como cuando uno sale libre tras el confinamiento.

La muerte está hoy ante mí,

como la fragancia de las flores de loto,

como cuando uno se sienta a la orilla de la embriaguez.

La muerte está hoy ante mí,

como un sendero bien delimitado,

como cuando un hombre regresa de la guerra.

La muerte está hoy ante mí,

como un cielo despejado,

como cuando un hombre descubre lo que ignoraba.

La muerte está hoy ante mí,

como cuando un hombre añora ver su hogar

después de haber pasado largos años en cautiverio.

Ay, mi nombre hiede.

Harati sonrió tristemente.

—Así es exactamente como me siento yo.

—¿Quieres saber lo que el alma le contesta al hombre desesperado?

—Sí. Tengo curiosidad.

Esto es lo que el alma me dijo: deja a un lado la lamentación, compañero mío, hermano mío… Yo me quedaré aquí, si rechazas el Oeste. Pero cuando llegues al Oeste y tu cuerpo se una a la tierra, entonces me posaré tras tu descanso y habitaremos juntos.

—Es un bello poema.

—Sí. Y te ordena que no dispongas de la muerte por tus propias manos.

—Reconozco que lo he pensado. Pero estoy a tu merced, y si me lo ordenas, respetaré mi vida.

—No es una orden, es una acción coherente con tus creencias. Terminar antes de lo dictado sería cobarde, cuando puedes poner remedio a aquello que has hecho mal en la vida.

—La única verdad cierta es que le fallé a mi rey. Lo demás es relativo. Pero llevas razón. No me haré matar.

Mehi se sintió intrigado. En efecto, el modo de hablar no era el de una persona inculta, y su razonamiento parecía muy inteligente y reflexivo.

—¿Sabes? La carta de Uni decía que responderías exactamente eso. Dime, Harati: ¿qué voy a hacer contigo?

Se encogió de hombros.

—Ponedme a cargar piedras.

Mehi sacudió con la mano esa posibilidad.

—Sería una falta a Uni. No. Duerme y mañana al alba me acompañarás.

Ya te encontraremos utilidad.

Así fue. Al alba, cuando Mehi salió de su lujosa casa, Harati le esperaba en el jardín.

—¿Dónde vamos?

—A ver a unos médicos… muy especiales.

Se desplazaron en barca hacia Menfis. A una hora de lento navegar, llegaron a un embarcadero improvisado, a varios miles de codos de la capital.

Mehi se extrañó de encontrarse aquella nada, hasta que comprendió que debían encontrar las construcciones hacia el interior, por raro que pareciese.

Caminaron durante media hora, y aún les costó encontrar unas curiosas construcciones pegadas a unas colinas rocosas de aspecto frágil.

Un sacerdote les esperaba. Su aspecto era tan tosco como sus vestiduras.

Ni siquiera iba bien afeitado y su higiene no era correcta. Los dos visitantes se indignaron, pero la curiosidad les hizo callar por el momento. Los pocos que salieron a recibirles asustarían al más salvaje criminal. Mehi se encontró tan azorado entre las miradas burlonas que ordenó que se dispersaran, hablando a solas con el supuesto sacerdote que, en cualquier caso, tenía tanto aspecto de serlo como cualquiera de los otros.

Esperaban algún tipo de estancia, y lo que encontraron fue un pasadizo excavado en la roca que llevaba a amplias galerías oscuras que olían a maldad, sin más iluminación que gruesos velones que apenas iluminaban enormes mesas pétreas de aspecto macizo y huecos excavados en la roca, que servían de armarios donde se apilaban mercancías. Algunas eran identificables. Las más, no.

Mehi no quiso ver más. Se dirigió al sacerdote.

—Explícame esto.

La mirada maliciosa que precedió a la respuesta puso los pelos de punta a Harati.

—¿Quién creéis que va a ocuparse de esto de buen grado?

Ambos comprendieron. Nadie quería aquel oficio. Era arrogante ponerse en el lugar de los dioses, e inhumano tratar con los despojos de personas que hacía poco pensaban y vivían como ellos. Nadie soportaba enfrentarse a la corrupción material del ka sin poner en duda sus creencias más básicas.

—¡Fuera!

El sacerdote abandonó la estancia con fuego en los ojos.

—¿Quién manda aquí?

Un siniestro personaje se acercó. Un brujo. Mehi pensó que no podía pasar de los treinta años por la manera de moverse y su porte altivo, y sin embargo su cara aparentaba más del doble. Se diría que tenía arrugas en las arrugas.

—No manda nadie —señaló al sacerdote—. Él nos paga y hacemos lo que nos ha ordenado.

—¿Funcionará?

El siniestro personaje pareció ofenderse.

—Llevamos haciendo esto desde siempre. Los nobles siempre han querido algo más que su cuerpo enterrado en la arena caliente y han pagado bien por ello. Se perdieron muchos conocimientos antiguos, pero continuamos intentándolo. Lo hemos probado con animales con éxito, aunque no sabemos si para toda la eternidad.

Rio con un rictus que le afeó y que repugnó a sus dos visitantes.

—¿Qué garantía hay?

—Ninguna. Haremos nuestro trabajo y nos iremos.

—¿Quién eres?

—No soy nadie… Como los demás. Pero nos pagan bien y no nos pedirán cuentas aquí. Ni debéis pedirlas vosotros. Si sentimos que se nos falta el respeto, no trabajaremos. Nadie más quiere hacer esto, y eso, en cierta medida, nos hace valiosos, un valor que se debe reconocer… con inmunidad.

—Esperad.

Salieron. El sacerdote les esperaba.

—¿Cuánto les pagáis?

El silencio fue la respuesta. Mehi comprendió que tal vez se quedaba con gran parte del sueldo de aquellos empleados tan especiales.

—Lárgate. Ya no tienes nada que hacer aquí. Vuelve con tu siervo.

—No sois nadie para ordenarme nada.

—¡Vete y no me hagas perder la paciencia!

Sin decir nada, el sacerdote se lanzó hacia Mehi con furia, pero no llegó a tocarle. Un cuchillo se clavó en su pecho con fuerza.

Mehi se volvió. Miró y volvió a mirar, pero no había nadie más que Harati.

—Gracias. Sea cual fuere tu deuda con Uni, la has pagado en tu primer día.

Harati no dijo nada. Mehi se volvió hacia la puerta en la colina, donde miraba sin pestañear el mago, al que la luz del sol sentaba tan mal como al sacerdote.

—Entrad. Llamadles a todos.

Tardaron bastante rato en acudir, lo que hablaba de poca disciplina. No había más de una docena de hombres que parecerían peligrosos incluso entre lo peor de la sociedad.

—Os estaban engañando. Yo os ofrezco nuevas condiciones. No en nombre de ningún falso sacerdote ni de ningún dios corrupto, sino en el del propio faraón.

Los ojos se abrieron.

—Se os pagará como a médicos reputados y se os tratará como a tales.

Pero trabajaréis aquí por siempre. Desde hoy, y mientras no abandonéis este lado del río, se os perdonará cualquier crimen o falta pasados. Sin excepción.

No se harán preguntas ni reproches. Todos sois aquí tan respetables como el mismo faraón. A cambio, quiero un trabajo bien hecho: la eternidad. Con dedicación plena, disciplina e intimidad total. No interferiréis con gente del exterior. Cuando lleguéis a la edad de jubilación, se os pagará vuestra renta y viviréis como nobles, siempre que no infrinjáis la ley de nuevo y os mantengáis en un plano discreto. No podréis hablar de lo que se hace aquí bajo pena de muerte. Seréis algo más que médicos o sacerdotes. Seréis el mismo Osiris, y se os respetará y temerá. Pero vosotros y vuestras familias tendréis lujo. Harati será vuestro jefe.

—¿Yo? —El buen hombre se quedó más blanco, si cabe, que los recién nombrados médicos.

—¡No! —la respuesta del brujo fue rápida—. Si ha de ser como decís, nosotros pondremos nuestras propias leyes y las ejecutaremos. Eso significa que nadie nos ordenará nada fuera del cumplimiento del trabajo. Si lo deseáis, habrá un enlace con el exterior, puesto que no nos agrada el trato con otras personas, y vuestro Harati puede hacer esa función, como vos mismo, pero seremos nosotros quienes pongamos o quitemos a nuestro jefe.

Mehi asintió sin inmutarse, ante la burla de la imitación de su voz.

—Me parece bien.

Se acercó al siniestro personaje, y sin decir nada, le abofeteó con fuerza con el dorso de su mano. Un golpe plano, como el que se da a un niño que se porta mal. No dañino, pero sí vergonzante.

—Pero exijo respeto. Trabajáis para mí y no quiero burlas ni indisciplina.

Lo que hacéis es una labor sagrada y no debe tomarse a la ligera. No lo permitiré.

Como respuesta, un silencio tenso. Mehi no había pasado más miedo en su vida, pero pensó que si se dejaba burlar por aquel indeseable en su primera entrevista, ya nunca podría hacerse con ellos. Esperó sin moverse la respuesta del malencarado en forma de golpe, y deseó que Harati fuera tan valiente de nuevo como había sido antes.

Pero nada ocurrió. Lo tomó como una aceptación tácita y continuó:

—Vuestras condiciones me parecen justas. Pero seréis responsables de vuestro trabajo con vuestras vidas. Los cuerpos serán sagrados para vosotros.

Incluso si vienen rodeados de tantas joyas como seáis capaces de imaginar. Si falta una sola, os juro que cierro las puertas y os pego fuego dentro. Nombrareis una persona… respetuosa, que se encargue del cobro de vuestro salario y los medicamentos y víveres que necesitéis. Yo os enviaré a alguien de confianza que trate con él. Os haré traer cuantos medios necesitéis para transformar esta pocilga en un consultorio médico limpio y correcto, que respete a los cuerpos y las almas, y en el que tengáis todas las facilidades para trabajar. No habrá límite en los recursos que os hagan falta, pero si me entero de que alguien se queda con nada de lo que entre, yo mismo lo embalsamaré… vivo.

El feo asintió con la cabeza. Y con igual parquedad hizo leves gestos y todos abandonaron la estancia.

Los dos visitantes salieron al calor del sol, agradecidos de librarse de aquella pátina aceitosa de olor nauseabundo.

—Lamento que hayas tenido que pasar por esto el primer día.

—Uni ya me dijo que tu tarea era más complicada que la suya. Y el ataque de aquel sacerdote no era casual. Ni los animales más crueles atacan con ánimo de matar sin una orden concreta. No era espontáneo.

—Lo sé. Y no me parece justo arrastrarte a esto. Puedo asignarte tareas más cómodas.

Se encogió de hombros, imitando su voz, como había hecho el mal encarado.

—Sería una falta a Uni. No vayas a abofetearme.

Los dos rieron.

Al cabo de no mucho rato, el siniestro personaje salió de nuevo.

—Nos parece justo.

—Hay algo más. Enviaré a un escriba. Le describiréis con todo detalle el proceso, los útiles y productos que emplearéis.

—No es coherente. Si revelamos nuestros secretos, podrá hacerlo cualquiera.

—No hay peligro. Esa transcripción quedará en poder del faraón y no la dará a conocer.

—No me refiero a eso. No nos parece bien que nadie entre a husmear en nuestro territorio. Habréis de ser uno de vosotros dos.

Mehi asintió de nuevo. De todas maneras, era a él a quien se lo había encargado el faraón, así que aún tenía posibilidades de dar a Harati esa tarea. El campesino lo leyó en su cara inmediatamente.

—Me parece justo.

—Es justo. ¿Quién es nuestro primer cliente?

—La reina de Egipto.

Hubo un silencio tenso.

—Pero su cuerpo ya se habrá deteriorado. Ha pasado mucho tiempo.

—Ha sido tratado por los mejores médicos de palacio y conservado en arena y natrón.

—No nos responsabilizaremos de los resultados de un cuerpo que no nos haya sido entregado inmediatamente tras los ceremoniales de paso a la luz.

—Me parece bien, pero en este caso, haréis lo que una reina merece.

—Lo haremos.