Año 2617 a. C.
La vida sin él se hacía insoportable.
solo le había vuelto a ver una vez. Aunque no le hubiera hecho falta, pues ya se los había metido a todos en el bolsillo con sus falsas amenazas; sobornó a la sacerdotisa y a la vieja para que hicieran la vista gorda.
Henutsen se recreaba recordando una y otra vez la escena. La habían hecho llamar. Era tarde. Casi el ocaso. Pensó que había hecho algo mal y la iban a castigar.
Pero apareció él.
Sus ropas eran sencillas, como las de ella, extrañamente parecidas en color y mala calidad. Había recordado ese detalle y se había esforzado en ponerse a su altura (a la de un desarrapado), lo que la emocionó. No deseaba deslumbrarle con joyas ni riquezas, sino solo con él mismo. Se acercó.
—Perdona. No pude avisarte antes. Espero que después de todo esto no me digas que no.
—¿Qué quieres hacer?
—Vamos de paseo. Les he prometido que antes del alba estarás aquí de nuevo —miró a la anciana, que sonreía estúpidamente—. De lo contrario me costará mucho más caro.
—No lo sabes bien —rio entre dientes Henutsen.
La llevó de la mano entre las callejas que daban al puerto.
—¿No temes la noche? —preguntó. La princesa se encogió de hombros.
—No soy una niña muy corriente.
Él sonrió.
—Por eso me gustas.
No pudo evitar sonrojarse, aunque él no se dio cuenta. Adoraba y se sentía a la vez avergonzada por esa capacidad suya de anular su voluntad y convertirla en la suya propia. Se diría que, cuando estaba con él, su única misión en la vida era hacer que se sintiera bien, y hubiera apostado el amor de su padre a que él sentía lo mismo que ella.
Se sintió volar de su mano, hasta que se encontró dentro de una barca, acondicionada con comida, mantas y una vela.
Él la miró a los ojos, esperando una reacción por su parte; tal vez que ella se asustara, pero en lugar de eso, Henutsen rio de placer y se sentó entre los cojines, mirando la comida con gula. Mehi se acomodó a su lado.
—¿No sabes por qué te he traído aquí?
—Espero que no para venderme a un traficante de esclavos.
Él puso los ojos en blanco. Evidentemente no le gustaba su ironía cortesana. Hen se dijo que tenía que reprimir esos comentarios o la terminaría reconociendo.
—Disculpa. Me portaré bien.
—Espero que no pienses que pretendo…
—¡Calla! Esto está muy bueno.
El barco salió del puerto. Tuvo que discutir airadamente con varios hombres de aspecto fiero. Incluso con oficiales del puerto, lo que le extrañaba mucho. Tuvo miedo de que no fuera capaz de salir del problema. No le hubiera gustado nada tener que airear su identidad para sacarle del lío, aunque sabía que, de hacerle falta, no lo dudaría. Sonrió imaginando la cara que pondría.
Pero al fin pareció controlar la situación y él mismo se sentó entre los remos y manejó la barca. Se veía que era algo que no acostumbraba hacer, y se sonrojó, azorado, hasta que aprendió a gobernar los remos y el timón.
No se veía sino la luna y su resplandor en el agua. Era un espectáculo precioso. Ella se había comido casi todo y habían charlado como niños, pero ahora callaban, mirando el reflejo pálido y brillante oscilar entre las leves olas que causaban el débil bamboleo del barco. La brisa era fresca y ella se acurrucó junto a él, tapándose con la misma manta. La cogió de la mano, tan tímido como encantador, y la miró a la cara. Reunía fuerzas para decirle algo. Alguien capaz de recorrerse todos los templos mirando a los sumos sacerdotes a los ojos y amenazándoles, tenía miedo de la reacción de una chiquilla.
—Casi es el momento.
—¿De qué?
—Calla. Ya empiezan. No puedo creer que no lo sepas. Es indignante que te mantengan oculta hasta el punto de no saberlo, por muy extranjera que seas.
Henutsen fue a replicar, pero él le tapó la boca con la mano en un gesto suplicante. Ella calló y dirigió la vista a la orilla, donde le señalaba.
Al principio pensó que estaba bromeando, pero un murmullo respetuoso fue invadiendo las orillas. Un rumor creciente que se acercaba. Le pareció oír cánticos, pero no estaba segura, medio dormida como estaba, acunada por el leve vaivén de las pequeñas olas que la propia barca creaba. Se acomodó en el cálido regazo de Mehi y le dio igual aquello que fuera que debía ver. Se sentía relajada y feliz. No imaginaba ningún lugar en el mundo en el que prefiriera estar. Ni entre las riquezas de palacio, ni entre el cuidado de sus sirvientes. Los brazos del hombre del que se sabía ya enamorada irremisiblemente eran el lugar más acogedor que pudiera imaginar, y se esforzó en recordar la sensación de placer entre el sueño y la vigilia, entre el frescor y el calorcillo de sus brazos, más cerca del cielo que de la tierra, para recordarla más tarde, cuando se sintiera sola.
Casi se durmió, pero la volvió a despertar un leve ronroneo, pues Mehi no se atrevía apenas a cambiar su postura. Debía estar agarrotado.
Algo llamó su atención. El murmullo ya no era tal, sino un rugido creciente de cánticos, ahora sí audibles entre las ondas que la brisa jugaba a acercar o alejar a voluntad. Se esforzó por escucharlos. Le resultaban familiares, pero tardó en identificarlos.
¡Himnos a Osiris!
De pronto, y entre la negra y absoluta oscuridad de la noche en el río, solo rota antes tenuemente por el reflejo lejano de alguna linterna, la luz se hizo en el Nilo, lo que al principio la deslumbró y cerró los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, el espectáculo más maravilloso que jamás hubiera visto se manifestó ante ellos.
Cientos, miles de lucecitas fueron tomando las aguas y se deslizaron con la suave corriente, acercándose a ellos y llenando la negra superficie de destellos de luz que iluminaron las orillas, descubriendo el acertijo.
—¡La fiesta de las luces de Osiris!
Mehi sonrió.
—Te ha costado mucho. Pensé que, siendo extranjera, no conocías la costumbre.
—¡Cómo no la voy a conocer!
No pudo hablar más. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su madre, la reina Heteferes, la había llevado siempre al puerto real a entregar su ofrenda al río.
Tomaban una pequeña linterna, apenas un trocito de vela sobre un barquito de madera de juguete, y la dejaban en la orilla, empujándola suavemente, mirándola desaparecer entre miles de luces de origen más modesto, pequeñas mechas entre botecitos de aceite sobre hojas de papiro.
Mientras siguieran su luz con su mirada, podían pedir un deseo. Cuanto más tiempo guardaran su luz consigo antes de perderla, más posibilidades tenían de que el deseo se cumpliera. Le había parecido la fiesta más bonita del calendario, porque era la que compartía sin palabras con su amada madre.
Cada una tomaba su barca y la dejaba en el agua, murmurando sus oraciones, y luego se abrazaban sin hablar, emocionadas.
La fiesta conmemoraba la búsqueda de Isis de los pedazos esparcidos por el mundo de su marido Osiris para recuperarlos y recomponerle. Los egipcios encendían linternas en todo el país para ayudar a Isis a iluminar el mundo y que así le resultara más fácil su labor divina. No solo en el río, aunque sí con un especial énfasis; también en cada calle, en cada campo, en cada pueblo, templo, casa, y en la más pobre de las chabolas del peor suburbio de Menfis. Todos sin excepción, desde el gran verde, el mar del delta, hasta los confines de Nubia, ayudaban con fervor a la diosa Isis en aquella noche oscura.
Abrió de nuevo los ojos, sacudiéndose las lágrimas. Mehi notó su tristeza.
—¿Estás bien?
Ella sonrió sin dejar de llorar. Ni había recordado que ese era el día de la fiesta. Tenía tanto trabajo rutinario que olvidaba el día en que vivía. O tal vez siempre lo supo y quiso actuar como un día más para evitar pensar en su madre y su familia, y emocionarse con la nostalgia y el anhelo de todos ellos. No le extrañaba que hubiera tenido que discutir con el inspector del puerto; no permitían jamás navegar en el Nilo esa noche. Realmente debía tener poder para haber logrado eso, pues en su familia jamás se le había ocurrido a nadie, a pesar de ser los únicos que hubieran podido hacerlo.
—Sí. Es precioso. Gracias.
—Supongo que, después de todo, has oído la historia alguna vez.
—Por supuesto.
—Pero no creo que conozcas los detalles. Hay muchas versiones. Tantas como pueblos, ya que en cada pueblo las historias varían según su concepción de los dioses, sus familias y las relaciones con las ciudades vecinas. Te contaré una. Es muy distinta a lo que hemos aprendido, pero no menos bonita. La que me enseñaron de niño.
Ella no se ofendió porque él le contara una historia que conocía también desde que tuvo uso de razón, incluso varias de sus versiones. Le gustaba escuchar su voz y sentirse mecida y acariciada por ella, y se dejó hacer mientras le miraba arrebolada, sin escuchar su mensaje, solo disfrutando de su pasión y del amor que le regalaba con cada palabra.
De los cuatro hijos de Geby Nut, Osiris era el más sabio y también el más querido por su labor como soberano de la tierra y los hombres, a los que enseñó las leyes y la agricultura. Se casó con su hermana Isis y engendró a Horus.
Otro de los cuatro hermanos, Seth, que odiaba a Osiris y envidiaba su cargo, reunió algunos hombres y se puso manos a la obra. Tomó medidas de su hermano mientras este dormía y ordenó hacer un magnifico sarcófago que se ajustase a ellas.
Después, en una gran fiesta a la que acudirían todos los dioses, Seth mandó sacar el sarcófago, que como esperaba llenó a todos de admiración por su belleza y buen gusto. Ofreció regalarlo a quien por sus medidas le sirviera. El último en probarlo fue Osiris, y en cuanto estuvo dentro del sarcófago, este fue cerrado, sellado y tirado a las aguas del Nilo por los hombres de Seth.
Isis, aconsejada por Tot, dios de la sabiduría, dejó al pequeño Horus en Buto al cuidado de la diosa tutelar y emprendió camino hacia el delta con el fin de ocultarse de Seth y encontrar a Osiris.
Durante su difícil camino, seguía cualquier pista que pudiese conducirla hasta Osiris, y así, más allá del Nilo, ya fuera de Egipto, decidió hacerse pasar por criada en el palacio de Byblos con la intención de encontrar un árbol muy especial del que había oído hablar. Al fin lo descubrió; el sarcófago había sido llevado por las aguas hasta una orilla en la que un pequeño árbol, al darse cuenta de la divinidad del ocupante, comenzó a crecer para protegerlo con sus ramas. Y el rey de Byblos, por su parte, al descubrir tan esplendido árbol, ordenó llevarlo a palacio.
Inmediatamente Isis recuperó su apariencia de diosa y sacó el sarcófago del tronco para llevarlo a Egipto, donde Osiris descansaría en tierra sagrada.
Una vez de vuelta, Isis dejó el féretro en las marismas del delta con la intención de ir a Buto a ver a su pequeño. En el camino, una voz le anunció que Seth había encontrado a Osiris en las marismas donde ella lo había escondido y lo había destrozado, desperdigando los pedazos de su cuerpo por todas partes.
Isis comenzó a buscar cada parte del cuerpo de Osiris, e iba dando sepultura a las que encontraba; los hombres construirían templos más tarde en cada uno de esos lugares. La ciudad de Bubastis se levantó donde fue enterrada su columna vertebral. Más al sur, en Abydos, Isis encontró la cabeza de su marido y se pudieron llevar a cabo las honras fúnebres que le permitirían comenzar su viaje a la inmortalidad.
Rápidamente se dirigió de nuevo a Buto para encargarse de la educación de Horus, que una noche, mientras dormía, y a pesar de la protección de la diosa tutelar, fue picado por un escorpión y murió. Isis, destrozada, pidió ayuda a Ka y este mandó a Tot a devolverle la vida al pequeño.
Los dos continuaron viviendo en Buto, donde nadie sabía de su origen divino, y allí fue donde Horus creció preparándose para el día en que vengaría la muerte de su padre y reclamaría su corona real.
Al llegar el momento, como Seth también reclamaba la corona, era la Enéada la que debía decidir. Los dioses, después de mucho tiempo deliberando, tras escuchar a las dos partes y el consejo de Neith, la madre divina, pensaron en dar a Horus la corona de su padre, pero Atón-Ra, que presidía el tribunal, dudó de Horus por su juventud. Así que, años después, el juicio continuaba con los argumentos y las luchas cuerpo a cuerpo entre los oponentes, en las que Horus fue mutilado y Seth perdió un ojo. Tot curó sus heridas y decidió que la solución era contactar con Osiris en el país delos muertos, donde reinaba, para que les ayudase a decidir.
La respuesta de Osiris, un amargo reproche a los dioses por el mal trato dado a su hijo e increpándoles a actuar con justicia entregándole la corona, puso fin al pleito.
Horus fue coronado como merecía, con la corona blanca como símbolo de soberanía sobre todo Egipto y con el disco de oro que simbolizaba su victoria sobre Seth, que terminó inclinándose ante él y aceptando su soberanía.
Henutsen acarició su cara.
—Es preciosa.
Él se limitó a sonreír con aquella expresión por la que ella daría la vida.
—Tengo un regalo para ti.
Sin decir nada, alargó la mano y deshizo un bulto envuelto en una tela.
Ella ya sabía lo que contenía, aunque de nuevo se emocionó.
Mehi sacó dos pequeños barquitos con una velita, que encendió con no poco apuro, pues la brisa corría rápida, y le dio uno a Henutsen sin dejar de abrazarla. Ella se acercó al borde de la barca y rezó a Osiris en silencio, deseando que aquel hombre extraño la hiciera feliz para toda la eternidad.
Acercó la linterna al agua con manos temblorosas y la dejó caer. Un instante después la siguió la de Mehi. De nuevo se apretó entre el cobijo de su cuerpo caliente, sin romper el silencio encantador.
Las luces eran ya incontables y los reflejos en el río casi cegadores. Incluso llegaban al bote. Jugaron a admirar el cariño que ponían las gentes sin recursos en aquella luz incapaz de alumbrar nada por sí sola, pero que junto al resto del pueblo egipcio iluminaba la noche entera. Hasta las más pobres hojas de papiro estaban decoradas con fórmulas de devoción al dios y su esposa, declaraciones de amor, deseos expresados con motivos que iban desde elaborados dibujos tallados en las hojas con un improvisado punzón, hasta verdaderas barcas de madera policromada en complejos diseños y pinturas.
Pasó más de una hora hasta que el fervor de las gentes remitió, las luces se apagaron y los cánticos decayeron. En todo ese tiempo, los dos jóvenes no se movieron, disfrutando de la paz y del calor mutuo.
—Hen…
No le dejó decir una palabra más. Le tomó la cara entre sus pequeñas manos y le besó. Sabía a canela y olía a piel limpia. Nada de perfumes ni maquillajes. Aquello le encantó y recorrió su cara con sus besos. Él temblaba, de la sorpresa al principio, y solo un poco más tarde, de excitación. Se tumbaron en el incómodo bote. Ella se echó encima suyo, amoldándose a su cuerpo y frotándose contra él, jadeante.
Mehi consiguió separar apenas sus labios.
—Les he prometido…
Una novicia debe ser virgen…
—No seas inocente.
Guardó el recuerdo de aquel primer acto de amor durante toda su vida. Ni siquiera sintió el dolor que se le suponía al desfloramiento de su virginidad.
En los días siguientes, no dejó de recordar la escena una y otra vez. Incluso cuando oficiaba y lanzaba sus rezos al aire pensaba en eso, o en la leve intimidad de su estera bajo la fina manta, cuando no podía evitar deslizar su mano bajo la ropa y acariciarse recreando su cuerpo.
Había sido dulce y apasionado a la vez. Sus caricias eran apenas soplos de la brisa en su piel, pero sus besos llevaban fuego. Había tenido miedo de hacerle daño hasta que ella misma le había golpeado con su pelvis y él se había dejado liberar de esa atadura de ternura excesiva, y la tomó al fin con tal ardor que hubieron de agarrarse con ambas manos a los bordes del barquito.
No pudo evitar reír cuando recordó su rostro cohibido al volver a mirarla a los ojos tras dejarse caer ambos, con la vista en la luna. Ella no tardó mucho en volver a cubrir de besos suaves su cara.
Él sonrió.
—He estropeado tu carrera como sacerdotisa.
—No te preocupes. Hablaré con mi padre. Me encontrará acomodo como esposa de un joven emprendedor con futuro.
Él rio a carcajadas. ¡Qué fácil parecía todo estando a su lado!
—¿Es que no tienes miedo de nada?
—De no verte más.
—Pues ese debe ser el más tonto de tus miedos.
Despertó con las mejillas húmedas. No podía evitar llorar al recordar aquel desgarro siempre que regresaba del sueño en aquel momento mágico y él ya no estaba a su lado.
Se levantó más pronto de lo habitual.
Se aseó y acudió inmediatamente ante el altar menor del patio a la diosa.
Cada mañana pedía respetuosamente a Isis su perdón por haberse mancillado, y le rogaba que no la apartase de aquel hombre tan poco corriente.
—¡Henutsen!
Se volvió. La llamaban en la puerta del templo. Pero no había nadie, exceptuando a un nubio tan grande como dos hombres, de aspecto fiero, que habló con voz de trueno.
—Mi nombre es Gul y soy vuestro protector.
Ella se extrañó.
—Sé quién sois. Pero vuestro trabajo se limita a palacio. Y en todo caso, una espera un poco más de educación de un sirviente.
—Con todo el respeto, mi trabajo se desarrolla donde vuestro padre ordena.
—Aquí no necesito protección.
—Eso lo decide vuestro padre. Volvéis a palacio. Portaos bien y venid conmigo. solo soy un sirviente. Hablad con él y no me lo hagáis difícil.