Año 2618 a. C.
El veterano soldado estaba eufórico. ¡Por fin! Le habían dado una misión que requería algo más que músculo fuerte y hierro afilado. Incluso había mejorado su opinión del estirado escriba. Le había dejado solo y había partido a Menfis sin preocuparse por el resultado de su misión. ¡Confiaba en él!
Debía recuperar un arcón que la mujer se había apropiado. Por lo visto era esa la causa por la que habían juzgado al incauto. No había tenido ninguna oportunidad. Ni siquiera había un testimonio a favor. ¡Ni uno sólo! Como un cordero a la mesa de ofrendas. Aquello le había aburrido. Esperaba un poco de diversión, pero tuvo que conformarse con raciones moderadas de una cerveza agria insoportable y las únicas putas del lugar. El muy cretino, antes de que el pueblo entero le repudiara, había prohibido la prostitución. Rio con fuerza.
¡Cómo no iban a joderle!
Aún esperó un par de días y fue a visitar a la mujer. Estaban ampliando una casa en el poblado. Incluso habían tirado algunas casas adyacentes para hacerle espacio.
Se permitió hacerle esperar casi una hora. Aquello le enfureció, pero esperó sonriente.
¡Qué maravilla! Una casa así es lo que había estado esperando toda su vida. Un bonito jardín donde los árboles frutales apenas dejaban ver la luz del sol con un estanque cubierto por las hojas verdes y olorosas. Sin serpientes ni escorpiones. Con gatos por todas partes, preciosos y sinuosos, como las mujeres que le gustaban. Una casa no muy grande pero razonablemente lujosa, con estancias donde se podía dormir sin asarse de calor y sin que los insectos le comieran a uno.
Aquella cámara, que adivinó era la mejor de la casa, era luminosa y amplia y estaba recién pintada por artistas venidos de la capital, con imágenes de templos y avenidas de Menfis.
«¡Pobre pueblerina! Echaba de menos la riqueza y las relaciones de la que creía era su clase».
Al fin apareció. Era verdaderamente hermosa. Mucho más de lo que se había mostrado en el juicio, a pesar de que todos sabían que se había follado al juez. La hora pasada había valido la pena. Se veía ufana con sus mejores prendas, dejando sus magníficos pechos al aire, disimulados entre valiosos collares que hacían bailar las piedras preciosas, del mismo tamaño que sus pezones, en un delicioso juego de identificación que demoró sin importarle su evidente mirada, que lejos de molestarle, pareció agradarle. Bueno. Tenía todo el día.
—Capitán Memu. Espero no haberos molestado con la espera. Estos días son muchos los asuntos que arreglar.
El soldado asintió rotundamente con la cabeza.
—No quería irme sin conoceros. Vuestra belleza llega tan lejos que pedí acompañar al escriba supervisor para comprobar si los rumores eran ciertos.
—¿Y lo son?
—No. Eres más bella aún de lo que dicen.
Nefret rio entre dientes. Memu supo que iba por buen camino. Ni siquiera pestañeó cuando la trató con la confianza de los íntimos.
—Dime, ¿sabes quién soy?
—Vuestra fama os precede.
Memu sonrió. «Me encanta que me adulen», pensó. Se preguntaba si alguien le conocía en Menfis aparte de las putas que maltrataba.
—Encantadora. Entonces sabréis que sirvo directamente al faraón por encima de cualquier cargo.
Un leve temblor y una sonrisa nerviosa delataron a Nefret. Memu le tomó las manos.
—He conocido a muchas mujeres hermosas en Menfis. Pero la corte es odiosa. Parecen cacatúas. Tú eres distinta. Tienes carácter e inteligencia.
—No creo poder compararme con las damas de palacio que hayáis conocido.
—Ya lo creo. Y saldrías ganando. Se pavonean en los banquetes y entre ellas despotrican de sus maridos, pero no tienen tus redaños para denunciarles.
Me gustaría que me acompañaras y lo vieras por ti misma.
—Como…
—Como mi mujer. Tú puedes aportarme inteligencia y carisma, y yo puedo aportarte nobleza y riqueza. Vivirás en mi palacio y tendrás acceso a cualquier círculo que desees.
—Y yo creía que veníais por mi riqueza.
Memu rio con ganas.
—Regálaselo al pueblo. Esto no vale nada al lado de lo que yo poseo.
Saboreó el farol como un buen vino. No había nada como la codicia para ablandar a las mujeres.
Ella sonrió, apretándole la mano.
—Es una oferta tentadora.
—Que espero sellar ahora mismo.
Memu la atrajo hacia sí. Ella no se resistió. La besó con pasión, retirando el chal que cubría sus hombros y jugando con las piedras alrededor de sus pechos.
Bajó una mano hacia su entrepierna, apartando las leves y sedosas telas. La retiró mojada. Sonrió.
«¿Qué le excitará más? ¿Yo, o mi oferta?».
Se apartó con un gruñido el faldellín y se echó sobre ella, penetrándola sin más prolegómenos. Ella suspiró, mirándole fijamente. Él se movía suavemente al principio. Nefret movió sus caderas, adecuándose a él. Eso le excitó y empujó con fuerza, como a él le gustaba. Ella emitió un leve quejido de dolor entre el placer.
—¿Dónde está el arcón?
—¿Qué?
Ahora empezaba la diversión. Levantó el pecho, sujetándose con los puños sin dejar de empujar. Ella elevó su cuello en un suspiro y él aprovechó para abofetearla.
—¿Dónde está el arcón?
Pareció que la mujer despertara de un sueño. Se dio cuenta de que algo iba mal, aunque no parecía tener claro si formaba parte del placer o era una verdadera amenaza. Debió decidir que escogía la primera opción y sonrió, moviéndose de nuevo.
—Lo tiene mi hijo.
Memu empujó con más fuerza, susurrando entre jadeos.
Ella se dio cuenta de que no era un intercambio mutuo. Él obtenía su placer y le hacía daño. Comenzó a intentar apartarle, con leves gestos de dolor que causaron el efecto contrario en él, pues le excitaban más y más.
—¿Y dónde está tu hijo?
—Lo envíe lejos. No pensarías que le iba a abandonar a la codicia del pueblo.
—Mal hecho.
Memu cerró los ojos. Golpeó sin mirar. Supo que había encontrado su cara.
Ella sollozó.
—¿Dónde está?
—No lo sé —gimió, totalmente abandonada.
Memu rugió de frustración y se abandonó al placer, perdiendo la noción del tiempo y de lo que hacía.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?
Preguntaba rítmicamente.
Dejó de percibir la realidad, cerrando los ojos y entregándose a su brutal placer, hasta que explotó con un rugido y abrió los ojos.
Sangre.
Levantó su cuerpo con asco. No se veía su cara entre el velo pringoso del pelo enredado en sangre, pero su cuerpo estaba inerte de un modo que conocía bien.
Salió de ella maldiciendo su estupidez.
La sacudió por los hombros. El cuerpo se movió como una marioneta sin hilos.
—¡Por Seth!
Todo había salido mal. No debió matarla. Ni siquiera se había dado cuenta de que hacía algo más que darle unas cuantas bofetadas. Eso a las mujeres les gustaba… ¿No?
Uni se enfadaría. Y no porque la matara, pues tal vez ni siquiera llegara a enterarse, y tanto le daba en realidad, sino porque volvería sin una puñetera pista sobre el puto arcón y su mierdoso contenido de papiros inútiles.
Le costó encontrar agua suficiente para lavarse, pues el estanque de la casa estaba expuesto y no quería que nadie viera a un demonio cubierto de sangre.
Aún estaban de obras y no era fácil pasar inadvertido. Cuando encontró un poco de agua en la cocina, ya tenía la sangre pegada como si fuera brea roja.
Casi vomitó del asco.
Se lavó con fuerza y registró la casa tranquilamente en busca de algún indicio del hijo.
Comió en la cocina y aún bebió un poco de cerveza.
Ningún criado osó acercarse a él en las dos horas que pasó allí. Nadie en el pueblo se atrevió a hacerlo.
El verdadero juez, el pequeño escriba, había emitido su veredicto, y él había aplicado la ley.
No le había sacado la información. Si lo hubiera sabido, ella lo hubiera dicho.
Pero lo había pasado en grande.
—Me encantan estas misiones. Es mucho mejor que pelear contra ladrones y animales del desierto —dijo en voz alta.