UNI

Año 2618 a. C.

Conocía al arquitecto Mehi desde niño. Fue su amigo cuando nadie más quiso serlo. Era rico. Más de lo que podía gastar. Pero su padre murió joven y no conoció a su madre.

Gracias a las nuevas leyes impuestas por Snefru, fue criado en la casa de vida hasta que lo circuncidaron en la ceremonia en la que recibió su amuleto de Maat, que le identificaba como escriba y juez de pleno derecho. Entonces recibió su inmensa herencia.

Se crio en un ambiente liberal, entre artistas, comerciantes, nobles y sacerdotes, y fue testigo de lo mejor y lo peor de cada uno. La temprana falta de su madre —jamás confió en sus nodrizas— y la muerte de su padre, por mucho que nunca se ocupara de él en cuanto al amor que un hijo necesitaba, le enseñaron que no todo se compraba. Los sentimientos eran un bien exclusivo de la persona, independientemente de su condición económica. Y, curiosamente, cuanto más dinero tenía, peor le trataban. Así que forjó su propio criterio mientras tenía muy claro que debía hacerse respetar por sí mismo y no por el dinero que su padre le legara, puesto que el dinero no podía remediar una puñalada en la espalda, pero el miedo sí podía atajarla.

Y la persona en que más confió fue el huérfano Mehi, al que veía en las mismas condiciones que él mismo, pero además pobre y solo.

Uni aprendió a moverse en los círculos cortesanos, sonriendo mientras identificaba a los arteros y besando a las damas que más le asqueaban, mientras que Mehi conservó el rencor hacia su clase, evidentemente, porque nadie, salvo él mismo, le había tratado con un mínimo de decencia.

Aquel día, el sol parecía dar una tregua, e incluso sentía un poco de frío, lo que hacía que todo el mundo, sobre todo los supersticiosos ciudadanos corrientes, se encerraran en sus casas. Los patronos se las veían y se las deseaban para sacarlos a trabajar, lo que a Uni le resultaba gracioso. No era sino una particularidad más de las curiosidades del pueblo egipcio, capaz de linchar a un extranjero que maltratara a un gato o una serpiente, ambos animales sagrados, cuando muchas de sus costumbres sin duda serían consideradas excéntricas fuera de los límites de las dos tierras.

El viaje sin Memu había sido un inmenso placer. Sabía sin duda que aquel inútil no iba a dar ningún resultado a la misión, ni bueno ni malo, así que dejaba que al menos se cobrase venganza en el pueblo. Le dejaría a sus anchas durante un tiempo y luego le quitaría sus privilegios, pues si le cortaba ahora el flujo era capaz de colarse en su dormitorio y rajarle la garganta. No quería ni pensar lo que le haría a su mujer. Ya habría tiempo de librarse de él. Lo que le costara sería un mal menor con tal de tenerle lejos… ¡Que ya tenía ganas de dormir con su esposa!

Había mandado llamar a Mehi a su mansión, pues sabía que el Rey le había implicado en todo aquel embrollo. Lamentaba que así fuera, por mucho que su amigo fuera el más capacitado, pues sabía del peligro que corrían. Las fuerzas en disputa eran mucho más poderosas que un mero faraón. Y mucho más, sin duda, que un simple escriba o un arquitecto, por listos que fuesen.

Apenas pudo esperar a bajar de su silla. Mehi corrió a abrazarle.

—¡Viejo amigo!

—Amigo viejo, ya.

—De eso nada. Estás estupendo. Apenas tienes tres o cuatro años más que yo, así que no te hagas la víctima.

—¡Los únicos que me decís eso sois tú y mi esposa, lo que me da a pensar que mentís, pues sois los únicos que lo haríais piadosamente por mí!

—Está bien. Disculpa. Pareces un abuelo. Te he traído un cayado para que te apoyes. ¿Ya has hecho testamento?

—¡Tampoco es eso!

Los dos amigos rieron mientras entraban a la grandiosa mansión. Mehi siempre se quedaba boquiabierto, aunque para él no era sino una sucesión de incómodas paredes y columnas. Lo único que le gustaba era el jardín.

—No me mires así. Sabes que cambiaría la casa por un barrio obrero donde pudiese vivir en paz.

—Hagamos un experimento. Yo viviré tu vida durante una estación. Y tú vives la mía.

Uni se puso serio.

—Me temo que no van a diferenciarse mucho.

—No es para tanto. Es una fantástica oportunidad. El sueño de un constructor.

Se veía a Mehi tan ilusionado que Uni se sintió culpable por tratar de bajarle los pies desde los dominios de Nut.

—Ya se tornará en pesadilla.

—No sabes lo que dices.

—Lo sé demasiado bien, pues llevo algo más que tú en esto.

Mehi no pudo evitar estremecerse.

—¿Tan grave es?

—Vengo de un pueblo donde casi matan a un infeliz por la codicia que ha despertado un mero cofre que se suponía contenía los papeles de Imhotep.

—Dime, Uni… ¿Tú crees en eso?

El menudo escriba meditó largamente la respuesta.

—No es lo que yo crea. Mi deber es creer. Es lo que está en juego.

—El poder.

—Pero un poder superior al sacerdocio y a la nobleza que conocemos.

Para ilustrarlo, te diré que Snefru es como un niño que juega a ser cazador y hace cosquillas con un palo a un hipopótamo. Y en este momento, el animal comienza a molestarse ya de tantas cosquillas.

—Pero ¿crees o no crees en ese poder?

—Tú y yo hemos estudiado los logros de Imhotep. No está tan lejano. Ha pasado el espacio de tres vidas largas y parece que vivió hace cientos de años.

Pero era un genio y no hay que descartarlo.

—¿Crees que lo que buscaba era realmente la inmortalidad de Djoser, o simplemente una excusa para considerarle dios a los ojos de los hombres?

Uni pensó con agrado que su amigo, en verdad, era digno de su confianza y la del faraón. Le sonrió con cariño mientras contestaba.

—Buena pregunta. Aunque Imhotep lo hubiera tenido muy fácil para encontrar esa excusa. Al fin y al cabo, la sangre real está emparentada con el mismísimo Horus. Al menos, esa ya es una excusa lo suficientemente buena para que cualquier advenedizo con ansias de poder no pretenda asesinar a cada gobernante. La estabilidad del flujo familiar de los faraones es importante. Es mejor un mal rey que una guerra interna. El pueblo egipcio soporta un mal faraón mejor que una mala crecida, puesto que no deja de ser la voluntad de los dioses. Los que sucedieron a Djoser hasta Huni el golpeador, son la prueba.

Hemos sobrevivido a ellos, incluso a costa de perder casi todo el mejor legado escrito del sabio. Y Snefru es el mayor faraón que las dos tierras han conocido.

solo por eso merece la inmortalidad, amén de ser nuestro común amigo.

—Siempre envidié tu sabiduría. Lo reduces todo a nuestra amistad —dijo Mehi con sarcasmo—. Y siempre te pones del lado de los nobles.

—Te ofuscas demasiado mirando tu espalda golpeada y tu origen humilde para pensar con claridad. Si te libraras de esos prejuicios, serías mucho más sabio que yo.

—Tal vez lo haga, ahora que ya soy uno de los vuestros.

—¿Lo ves? Tiendes a generalizar de nuevo. Me acabas de meter en el saco de los nobles.

—Lo siento. Era broma. Snefru me ha librado de esa obsesión haciéndome «jefe de las moradas de eternidad del faraón» —recitó su título oficial con sorna.

—Te repito que es una carga. Y ni siquiera ha retirado su cargo a Hemiunu.

—Lo sé, pero es para lo que nos han preparado, y tenemos que encontrar las armas que hagan a Snefru inmortal, con o sin los papeles del venerado.

—Pues vete haciendo a la idea de que será sin ellos. Descansemos un poco.

Mandó llamar a algunos sirvientes, que les trajeron un refrigerio frío que a Mehi le supo al mejor de los banquetes. No se cansaba de alabar los platos.

—¡Mehi! ¡Por Ptah divino! Vas a nombrar más a mi mujer que a mí. Su ka estará feliz por cientos de años.

Los dos rieron la broma. Uni miró al que consideraba su hermano dejarse vencer por el sueño. Le dejó dormir al frescor del jardín. Ordenó que le tapasen con una capa de lino y él mismo se echó a dormir a su lado durante unas breves horas.

No envidiaba la labor de su amigo, puesto que la suya era anónima pero la de Mehi era más que evidente, y en el mismo centro de todas las iras.

Cualquiera que quisiera dañar al faraón lo haría por su punto más débil.

¡Qué lejos quedaban los días de su enseñanza! Ambos se habían hecho hombres entre penas que ahora les hacían reír. Habían superado muchas dificultades con el apoyo mutuo, y solo a través de una fuerza de voluntad que desafiaba el poder establecido por milenios de leyes no escritas lograron salir adelante, por encima de mayores fortunas y menores capacidades intelectuales que derivaban en rencores vengativos.

Dormía muy poco. Era parte de su naturaleza enclenque y enfermiza. Pero descansaba gustando de la meditación agradable y de la presencia, aunque silenciosa, de una persona amada.

Pero ya el alba se hacía fuerte de nuevo. Despertó a su amigo entre sonrisas.

Mehi se despertó como si aún estuvieran hablando.

—Perdona. Me he quedado traspuesto. Me estabas hablando de…

Uni sonrió, siguiéndole el juego.

—Te decía que te he traído al infeliz que te mencioné antes.

—¿Quién? ¡Oh! El pobre diablo al que su pueblo entero traicionó por el cofre de los supuestos papeles de Imhotep.

—Ese mismo.

—¿Y qué se supone que va a hacer conmigo? Aún no tengo un jardín que me cultive.

—Si no me equivoco, es mucho más que un jardinero. He conocido a pocos tan devotos e inteligentes. Es duro como una roca y te será fiel hasta su misma muerte.

—Entonces te hace más falta a ti que a mí.

—No lo creas. Pero recuerda que es muy vulnerable respecto al tema que le trae hasta ti. Él piensa que se trata de un castigo del faraón por fallarle en lo de los papeles. Cree que va a trabajar moviendo piedras.

—¿Y no lo es? ¿Te has inventado un castigo y me lo envías a mí a cumplirlo?

—Tenía que darle algo que pudiese aceptar. Si no, se hubiese hecho matar.

—¡Pues vaya ayuda que me regalas!

—Si no creyera que va a serte muy útil, créeme, no te lo daría.

—¿Y qué hago con él? No creo que sepa de proporciones arquitectónicas.

—Le encontrarás utilidad. Confía en mí. solo mantenlo cerca. Que aprenda. Que vea lo que haces. No le cuentes lo que persigues. Ya tiene su razón de vivir.

—¿Cuál es?

—Tú.