Año 2618 a. C.
El nubio estaba contento; el buen faraón había cumplido su trato.
Su pueblo jamás había tenido los medios que ahora los ingenieros e intendentes les procuraban para que construyesen sus propios sistemas de riego y canalización de aguas. Le contaron que su propia aldea no tenía que envidiar nada a las famosas huertas del delta del Nilo.
Snefru le había dado mucho más que su amistad. Le había dado poder. No solo controlaban la guardia de palacio, sino que formaron un cuerpo especial Medjai, con perros enormes y feroces, que patrullaban las rutas del desierto. Y le habían premiado creando un moderno sistema viario, más eficiente que las viejas e inseguras rutas. Habían ampliado y limpiado muchas de las viejas carreteras de arena apisonada, y aprovechado los uadis, lechos de antiguos cauces de agua, para nuevas rutas, proveyéndolas de estaciones de descanso y pozos como solo ellos sabían hacer en el desierto.
No ignoraba que también se abrieron caminos a las minas de oro de Nubia, pero no le importaba, pues jamás habían obtenido tanto a cambio del metal, sin contar las veces que simplemente entraban por la fuerza y se lo llevaban.
Ahora era distinto, y una parte de las ganancias del oro repercutía en las condiciones de vida de su pueblo, como una región más del país.
Incluso habían proyectado unos canales que vencerían los rápidos, cerca de las primeras cataratas que tantos barcos habían hecho naufragar, por más hermosos que parecieran.
Él era feliz. Tenía cuantas mujeres quería, pues la fama de buenos amantes de los nubios le precedía, y las aburridas mujeres de la corte se peleaban por acudir a los banquetes y las celebraciones reales, donde era fácil perderse en cualquier estancia menor.
Y es que su misión ya no era la de un soldado o un guarda. Él era jefe de la guardia real, y lo que empezó como un guardia más, compartiendo turnos con sus compañeros, se convirtió con el tiempo en un cargo cortesano. Su trabajo era proteger al rey. Y lo hacía de manera preventiva. Con información. Cultivó su propia red de informadores, tanto entre sus hombres y las escuchas que ponía en las salas del palacio como entre los espías. Algunos de ellos dobles, a los que descubrió en su territorio y perdonó la vida a cambio de pasar a su servicio y traicionar a sus antiguos pagadores. Les daba informes falsos o poco relevantes, y a cambio recibía valiosa información de los nobles que odiaban a su amigo. Incluso sus mujeres resultaban una fuente de información tan valiosa como placentera. Su capacidad para esconderse y desaparecer de los banquetes era legendaria. Se decía que cada vez que se le perdía de vista, todos los nobles buscaban a sus mujeres.
No añoraba ya su pueblo ni a su familia. Cuando podía vivir con una función tan grata y acomodado en el lujo, resultaba difícil volver a ser el mismo de antes. Su nombre era venerado en su país como el salvador, cuando era Snefru el que administraba la nueva provincia.
Y, sin embargo, su amigo el faraón no era feliz. Sabía de su enfermedad, pero no era nada que no sufrieran la mayoría de los nobles al llegar a cierta edad y solo en algunos casos resultaba mortal. Tenía al mejor médico. No creía que sufriera por eso.
Pero llegaba el momento de comenzar a pensar en volver a su país. No era una persona popular, e incluso el buen hijo Kanefer le miraba con un respeto rayano al temor. Tan pronto como muriera el faraón, que los dioses le guardasen muchos años, no solo él, sino también sus hombres, perderían la seguridad que ahora tenían, y si los nobles recuperaban una ínfima parte de su poder, cualquier día serían carne de verdugo. En Nubia eran maestros en el tema y no le pillarían con la guardia baja.
Pero de todos modos, no abandonaría a su rey. Decidió hablarle. No solía tomarse gran confianza con él, aunque habían compartido incluso algunas de sus concubinas. Pero un día de especial calor le abordó cuando estaba meditando cerca del estanque sagrado, a los pies de dos enormes sicómoros.
—Mi Rey.
—Amigo mío.
—Dicen que estás enfermo. Que ya no se te levanta. Tal vez debas darme otro cargo más. Quizás «Apaciguador de tu harén».
El faraón echó atrás su cabeza y rio a carcajadas. Los dos lo hicieron.
—¿Te imaginas que cualquier otro me dice eso? Los maestros no me instruyeron para esto —dijo sin parar de reír. Se abrazaron entre convulsiones de las risas. Gul dejó pasar un rato mientras al rey se le pasaba el ataque.
—¿Estás enfermo de verdad?
—Lo estoy. Pero no es nada que deba preocuparte. Te garantizo que aún podría pasármelo bien en tu pueblo. Estoy por montar un viajecito. Ya me cansa tanta cortesía vana.
—¡Pues vamos!
Palmeó la negra espalda de su amigo.
—Ay, tengo trabajo. Ya habrá tiempo.
—Pues si tu verga está bien y el país mejor… ¿Qué diablos te preocupa?
El rey pareció continuar con su meditación, como volviendo a su estado original tras la broma. Era algo en lo que, últimamente, perdía gran parte de su tiempo, y a Gul le exasperaba que se abandonase de aquel modo.
—¿Parezco preocupado?
—Pareces un abuelo que se abandona al tiempo y se deja morir en paz mientras repasa su vida. En mi país lo llevaríamos al desierto para que no influya en el espíritu de los jóvenes.
—Los dioses de tu país son peculiares.
Gul rio la ocurrencia.
—A mí me parecen raros los vuestros, donde en cada ciudad el mundo fue creado de manera distinta, y los dioses se confunden entre ellos de tanto como fornican entre sí.
Ambos rieron de nuevo a carcajadas hasta llorar. Pero el faraón enseguida volvió a tornarse serio como una de las estatuas que le describían golpeando a sus enemigos.
—Sígueme.
Le llevó a uno de los pasajes que solo ellos conocían y que los propios nubios habían excavado para la seguridad de su rey. Se sentaron a oscuras en un par de sillas plegables.
—¿Y si te ofrecieran ser un dios?
—En mi pueblo ya hay quien me considera como tal, y me han dicho que los viejos comienzan a venerarme —se miró de arriba abajo, deteniéndose en su faldellín—. Pero yo no me encuentro nada especial que no tuviera antes.
Acaso un poco más arrugado
—Hablo en serio. Si existiera una posibilidad de que tras tu muerte ocuparas un lugar en la eternidad junto a los dioses de tus ancestros… ¿Qué harías?
—No lo sé. Es un tema para meditar…
Se dio cuenta de que su amigo no hablaba en broma. Era eso lo que le mermaba la vida. Snefru vio la sorpresa en sus ojos y rio.
—Me temo que es cierto.
—¿De dónde ha salido esa posibilidad?
—De los sacerdotes. Pero ahora me la niegan como en su día me la ofrecieron. Y se está acabando el tiempo de la diplomacia y la negociación.
Cualquier día tomaré las armas contra ellos. Ya llevo demasiado tiempo en trance.
—Lo sé. Pareces una de tus estatuas.
—¿Me harás un último servicio? Tras eso, prepara tu huida y la de tus hombres y volved a Nubia cuando lo deseéis. Tienes todo el derecho a un reposo, a disfrutar de tu vida como dios vivo.
—Por supuesto. Por eso he venido a hablarte. No podía soportar tu melancolía. Sentía que te dejabas morir. Y me correspondía escoger si moría contigo o te dejaba con tu abstracción como a los ancianos en el desierto. Pero antes tenía que saberlo. Me alegro de que vuelvas a ser el mismo. Me aburría.
Incluso las mujeres de los nobles comienzan a aburrirme.
El faraón abrazó a su amigo.
—Entonces quiero que vuelvas a ser soldado. Una última batalla.
—¿Contra quién?
—Contra Ra.
No oyeron una respiración ahogada entre unas pequeñas manos que cubrían boca y nariz para evitar que cualquier mínimo ruido la delatara. El nubio era como un animal y detectaba cualquier presencia. Pero ella era una gata.