SNEFRU

Año 2618 a. C.

—Agradezco el honor de ser llamado a su presencia. Espero que no creyera los rumores infames que negaron la enfermedad que me impidió acudir al desfile de su regreso.

El sumo sacerdote de Ra medía sus palabras, consciente de que la paciencia del monarca era tan corta como largas sus ganas de vengarse. Se encontraban en una de las capillas de palacio, aunque al rey le parecía un sitio indigno del dios precisamente por la presencia de su representante. Había dispuesto que nadie les molestase y colocado en la entrada a Gul y su mejor capitán, Kemet.

—Déjate de tonterías. Prefiero no verte. Se me agria el estómago.

—Entonces, el honor de su llamada es doble.

El faraón le miró con las cejas enarcadas mientras rechinaba los dientes.

¡Cuánta hipocresía cabía en aquellas cejas afeitadas! De qué buena gana se lo entregaría a su hijo Keops. Ya encontraría él algo imaginativo que hacerle.

—Ya sabes por qué estamos aquí.

—Interpreto que hay dos razones, o dos preguntas por su parte. La respuesta a la primera pregunta es que nosotros no tuvimos nada que ver. El buen Rahotep murió de muerte natural y le buscaremos una morada de eternidad acorde con su prestigio y sus buenas acciones para con Ra y nosotros, sus servidores. No acudimos al desfile de recepción de su majestad porque, sinceramente, teníamos miedo. No supimos reaccionar y os pedimos perdón por ello. Sabemos que fue un error por los rumores que se han creado y que combatiremos con fuerza. Llevamos tanto tiempo bajo la tutela de Rahotep que no ha sido fácil tomar ninguna decisión sin él, y menos tan urgente.

—Mientes. Rahotep era un esclavo en vuestras manos. No vuestro dirigente, aunque tenía mucho más talento para serlo que todos vosotros juntos, rebaño de ovejas negras… ¿Y la segunda pregunta?

—Para esa pregunta, la respuesta es la misma —abrió los brazos con aire exasperado—. No tenemos los papeles de Imhotep. Se perdieron. No sabemos nada. Alguien los robó. No lo sabemos.

—Eres tan prepotente como los demás. No conoces mis pensamientos. Me importa bien poco eso. No os creo. Y no es eso esta vez. Y lo sabes.

—La reina Heteferes.

—Sí.

El sumo sacerdote de Ra parecía divertido.

—Pero en vida le teníais tan poca estima como a mí mismo.

El faraón golpeó con su puño el brazo de su trono.

—¡Con la eternidad no se juega! Tú puedes ser un pútrido negociador de almas al que no le importa condenar a alguien si os conviene, pero yo no puedo presentarme ante Osiris con la conciencia sucia.

—¿Y el cuerpo de Huni? Vuestro padre, el viejo faraón, no os preocupó en su momento.

—¡Al diablo con él! Jamás me quiso, como no quiso a mi madre, Meresanj.

Ni siquiera me nombró su heredero. Pero fue cortés y consecuente con sus esposas y yo lo seré con la mía.

—Tampoco nombró heredero a Rahotep.

El hecho de que nombrara a su hermanastro le relajó.

—No. Ni tampoco él quiso ser faraón. Me dejó a mí la ambición… Y yo le vendí a vosotros, como ahora pretendes que te entregue a mi hijo. No sé qué pretendía mi padre. Acaso también le hubierais vuelto loco con vuestra oferta.

Pero mi poco cariño hacia él no viene al caso. Tengo la conciencia tranquila. He terminado su pirámide lo mejor que he podido, teniendo en cuenta la chapuza que os encargó. Su cuerpo ya no es salvable ni por todos los dioses juntos. Ellos saben que he intentado recuperarle su morada perfecta, pero ni eso ni su cuerpo…

—Pero el sistema de embalsamamiento aún no está listo…

—¡No te atrevas a engañarme! No eres el único que tiene espías. Estáis listos para preservar un cuerpo para la eternidad con todas las garantías.

—solo con la energía de una pirámide.

—De eso ya me encargaré yo. Hay recursos más allá de Imhotep. ¿Por qué crees que no te mando decapitar? Tú encárgate de que mi esposa sea embalsamada con esta nueva técnica.

—Pero han pasado muchos días…

—¡Me da igual!

El viejo sacerdote se serenó y sus labios dibujaron una sonrisa. Se abrieron en su rostro extrañas arrugas que sugerían que eran pocas las ocasiones en que mostraba aquella expresión, lo que hizo al rey agarrarse el estómago para frenar el ardor que le subía hasta la garganta.

—¿Qué podría aceptar como ofrenda?

—¡Esto entraba en el trato! ¡Maldito seas!

—Eso fue antes de que nos debilitaseis con vuestra política contra la nobleza.

—¿Qué tendrá que ver el clero con la política? Deberíais dedicaros a vestir y ofrendar vuestras imágenes, y por todos los dioses que si no llego a acceder a la inmortalidad me ocuparé de que no tengáis ni eso. Los dioses se revolverán en sus moradas viendo los sacrilegios sangrientos que se me ocurren —se detuvo a respirar para controlar el ardor hasta que pudo volver a hablar, casi en un silbido—. Igual que os he dado todas las riquezas os las puedo quitar.

—Y el pueblo os odiaría por ello.

—Te desafío a intentarlo. Jamás el pueblo ha querido más a un faraón.

Pero calló. Los dos sabían que el clero podría provocar una revolución.

—¡Por Osiris! Te daré riquezas. Siempre te las doy. Os lo he dado siempre todo.

—Eso no es estrictamente cierto.

—No. No lo es. Me pedisteis a uno de mis hijos, y ahora vuelves a insistir.

Jamás te daré mi sangre. ¿Qué clase de dios sería si dejase que me controlase un rapado?

—Nunca hablamos de control.

—¡No seas estúpido! Insultas mi inteligencia, así que habla claro.

—Igual que vuestra devota hija participa en el culto a la bendita Isis, no vemos por qué no podéis entregar una mísera parte del tiempo de uno de vuestros hijos al culto a Ra. Kanefer es tan devoto como buen faraón será en su día.

—Lo que me faltaba. Permitir que influyerais en mi heredero.

—Pues dejadnos a Keops. Sabemos que tiene un carácter cruel y vengativo. Nosotros le inculcaríamos ese cariño y devoción que vos merecéis.

—Ya sé lo que le inculcaríais. Es más, ya lo habéis hecho. Corrupción en el alma, como a mi medio hermano Rahotep. Prefiero que sea él mismo. No insistas. Tendrás tu fortuna.

—La que le quitáis a los nobles para darnos a nosotros.

—Sois lo mismo. Me parece justo. Y no os importa de dónde venga.

—Luego reconocéis que vuestro trato no es justo.

—¡No juegues con mis palabras, o tu dios te verá sin nariz esta noche!

—Está bien. Aceptaremos vuestra… contribución al culto.

—El pago al chantaje, más bien.

El sumo sacerdote asintió. El pacto estaba sellado —uno más—, pensó el faraón, que no dejó de intentarlo de nuevo.

—En cuanto a los papiros…

El quejido del sacerdote sonó en falsete.

—¡No podéis negarme la posibilidad de que no tenga esos papiros! No podríamos dejar de usarlos. Incluso con el viejo Rahotep.

—¡Pero si acabas de pedirme a mi hijo a cambio!

—No es así. Os he pedido que vuestro hijo se forme en el culto.

—Sería la última vez que le viera.

—Lamento que tengáis tan poca confianza en nosotros.

—Déjate de tonterías. Hablemos del cuerpo de Rahotep.

—Está enterrado como merece.

—Dejadme verlo. Quiero rendirle honores. Mis hijos merecen verle. Son ajenos a nuestra disputa.

—Es imposible.

—Porque está vivo.

—Porque está enterrado junto a otros padres del culto a Ra.

—Hasta los sumos sacerdotes muertos deben ser honrados —ironizó.

—No es lo mismo. Un sumo sacerdote es un mero portavoz ante el pueblo y el faraón. Los padres del culto a Ra son los que gobiernan en la sombra y no pueden darse a conocer, por el bien de la permanencia del propio culto.

—Los nobles.

—No necesariamente.

—No me hagas reír.

El sacerdote sacudió la cabeza, hastiado.

—No puedo deciros más. El buen Rahotep ha muerto. Le estamos construyendo una mastaba digna de él, donde descanse junto con su mujer, Nofret, y hemos encargado una estatua al mejor escultor de Menfis, en posición de sentado, con su esposa. Y en cuanto a los papiros… No los tenemos. Repito que no podéis negar que hayan desaparecido con él.

Snefru le señaló con su dedo.

—Por esa posibilidad sigues vivo. Ahora vete.

A medio camino, el sumo sacerdote se volvió.

—¿Queréis que os traiga un antiácido?

—Si te atreves, trae un veneno y lo tomamos los dos.