Año 2618 a. C.
Como le había dicho su padre, no le faltaba trabajo.
Tanto trabajo que se sentía castigado en lugar de premiado.
Le había encargado la reforma y el engrandecimiento de la casa de vida en Menfis. Snefru había ordenado un nuevo cuerpo de escribas. Siempre decía que se habían perdido los conocimientos de las viejas civilizaciones por la falta de escritos, y eso no iba a volver a suceder. Las generaciones siguientes debían tener todos los datos de la presente, para evitar que una serie de malas crecidas supusiera un retroceso en las ciencias, como de hecho había ocurrido.
Se creía que hacía muchos cientos de años habían sido poseedores de una cultura mucho más avanzada que la suya, dominando ciencias que ahora apenas llegaban a vislumbrar. Y, estúpidamente, los hombres perdieron ese legado de los dioses guerreando entre ellos. El castigo fue una sucesión de plagas, hambrunas y malas crecidas que los devolvieron a su estado original de incultura. Por eso no se había recuperado el saber de las antiguas construcciones.
Así, Snefru quería un escriba en cada pequeño pueblo, y para eso requería la creación de casas de vida, lo que a él le suponía un trabajo exhaustivo que le llevaba al lecho sin vida cada noche.
El carácter de esos centros era religioso primordialmente, pero allí también se concentraba el saber, junto a multitud de actividades con personal altamente especializado: maestros, oficiantes y ejecutores de ritos, teólogos, artistas, médicos, exorcistas, decoradores…
Allí se unificaban y se estudiaban las distintas teologías locales, relacionando las complejas cosmogonías y promulgando la superioridad de Ra y su familia.
Así, los sacerdotes creaban nuevos himnos sagrados, pensamientos filosóficos, se redactaban libros de magia, se conservaban y reproducían cuantos textos quedaban de las viejas creencias sobre la protección de la vida y el paso a la luz —la muerte—, libros litúrgicos y obras sobre leyendas y mitología.
También se desarrollaban como escuelas para niños en las ciudades y pueblos donde no existían kaps o parvularios reales, se cuadraban los rituales de las fiestas, se trabajaba la medicina y sus recetas, la geometría y las matemáticas.
De las casas de vida, los arquitectos extraían los elementos teológicos necesarios para transformar el templo en sagrado; los escultores y pintores aprendían a hacer las imágenes vivientes según las enseñanzas del rey Thot, que creó la simbología para revivir al representado, los exorcistas aprendían las fórmulas necesarias para sus rituales mágicos contra los animales nocivos y malditos, los artistas aprendían su oficio…
También estaban destinadas a ser el archivo de los nuevos escritos. De cada juicio, de cada transacción, incluso de cada causa por divorcio, debía quedar constancia escrita. Títulos de propiedad, contratos de arrendamiento, compra y venta, trabajo, servidumbre y liberación de esclavos…
Y todo eso era labor suya. Mientras su padre holgazaneaba y su hermano retozaba con mujeres.
Recordaba las palabras de su padre:
Las casas de vida eran el motor del país para la socialización de los nuevos gremios, y como tal, debían ser protegidas de los atentados de los nobles.
Estos ya habían atacado varias veces algunas casas, asesinando a muchos escribas y artistas. Curiosamente, siempre respetaban a los sacerdotes. Por desgracia, simultáneamente se abrieron y saquearon viejas tumbas de nobles.
Evidentemente, fueron robos aislados que nada tenían que ver con una posible respuesta a los atentados, pero los nobles lo tergiversaron para proclamarlo como tal.
Y eso —¡por Osiris!— también era responsabilidad suya.
Habían intentado remediarlo potenciando las viejas fórmulas, tanto en tumbas como incluso en las mismas casas de vida:
«Todos los hombres, todos los escribas, todos los sabios, todas las personas que levanten la voz en esta casa, que roben las escrituras, que hagan pedazos las estatuas, se expondrán a la ira de Thot, el más vengativo de los dioses. Ellos pertenecerán al cuchillo de los matarifes reales, que residen en las grandes fortalezas, y sus dioses no recibirán ofrendas de pan de ellos».
Y él debía aprobar las cuentas y sellar de su mano los documentos principales, aquellos que autorizaban inversiones reales en grandes casas o reformas de las existentes. No en vano la institución existía desde hacía generaciones. Su padre solo la había desarrollado, aprovechando la riqueza que los impuestos de las magníficas cosechas y los nuevos gravámenes a la nobleza aportaban, devolviendo al pueblo parte de los impuestos. Por eso era tan querido.
Y ese amor le iba a costar a él la salud.
Levantó la vista. Le dolían los ojos. Se haría ver por el médico de palacio.
De repente, se sintió solo. Su hermano Keops parecía haber renunciado a su nombre y a su familia a favor de los nobles y su bella hermana estaba casi recluida en el templo de Isis. Su padre le evitaba, y de las concubinas no obtenía más que mero placer físico, a veces tan embarazoso que casi prefería procurárselo él mismo.
Aún no era oficialmente visir, o ti-aty, porque el viejo visir seguía ostentando el cargo a título honorífico, pero ya tenía todos los atributos, bien visibles en una estela frente a él, que parecían burlarse de su pretendida capacidad:
«Voluntad del señor, ojos y oídos del soberano, sabio entre los sabios, juez supremo, superintendente de todos los trabajos del rey, superintendente de los documentos escritos, secretario de todas las órdenes reales, portador del rótulo, escriba del libro divino, superintendente del doble granero, superintendente de la doble caja roja, superintendente del doble oficio del sello, superintendente de la doble caja de oro de su señor, superintendente del palacio, superintendente de los ornamentos del rey, superintendente del harén del dios, secretario de las misiones secretas…».
Un ruido creciente de voces airadas le sacó de su ensimismamiento, lo que casi agradeció.
Se concentró un pequeño tumulto cerca de su cámara. No pudo soportarlo más. Salió con porte airado.
—¿Qué sucede?
Nadie hablaba. No se atrevían a dirigirle la palabra al futuro faraón.
Kanefer llamó a un escriba de su confianza con el que había compartido enseñanza primaria en el kap.
—Mentu. Responde.
Se acercó un pequeño escriba de piel morena.
—Hay una disputa. Un escriba de clase noble reclama unas tierras que otro escriba reclama para una comunidad de campesinos que ha ejercido su derecho a ellas desde hace generaciones.
Era un problema común. La propiedad apenas estaba registrada, y con el nuevo método todos querían parte del pastel. Se entristeció. No esperaba que los conflictos llegaran a su propio despacho.
—Traédmelos a los dos.
Volvió a su despacho hasta que le avisaron. Salió. El tumulto se había convertido en un improvisado juicio. Él tenía potestad total sobre los escribas y todas las decisiones, como juez supremo que era. Pero odiaba improvisar de esa manera. Si les escuchaba, tendrían que oírse reproches a la gestión de su padre por parte de uno, y alabanzas estúpidas por parte del otro. Uno se adelantó. El noble; adivinó.
—No se te ocurra hablar. Una sola palabra y ordeno que te azoten.
El noble retrocedió, asustado. El otro se hinchó como un pavo real. Miró a ambos con fiereza. Se agarró su colgante
—¿Sabéis qué es esto?
Ambos asintieron con la cabeza. Kanefer hizo un gesto a Mentu para que hablara.
—Es el atributo de visir, con la imagen de la diosa Maat como signo de imparcialidad. Citó:
«Yo he juzgado con la misma severidad al pobre y al rico, al poderoso y al débil, he dado a cada uno lo que le correspondía, he abierto mis oídos a aquellos que decían la verdad».
—¿Sabéis qué significa esto? —Kanefer gritó con ira.
Silencio.
—Significa que aquel de los dos, o incluso ambos, que sin razón suficiente haya turbado mi trabajo divino, molestado mi Ka, faltado a mi respeto, vociferado en mi casa, apartado de su trabajo a muchos escribas —todos se volvieron, apartando la mirada—, y alterado a Maat con su codicia lo va a pagar ejemplarmente, pues vosotros sois quienes debéis aplicar su doctrina, y no pelearos como mujeres en el mercado. Mentu, tú llevarás a cabo la investigación. Ellos dos serán responsables de su conducta, como del pago del tiempo que te lleve, por el trabajo que dejas de hacer aquí, independientemente de tu decisión, que me comunicarás primero. ¡Fuera de aquí!
solo los ojos cómplices de Mentu se atrevieron a darle respuesta. Sabía que su amigo estaba abrumado, como él mismo, de trabajo, pero no podía dejar de dar respuesta a tan ofensiva disputa. Le miró con ironía. Le hubiera sonreído si la situación no fuera tan grave. De hecho, si como sospechaba era el noble el que se había apropiado de las tierras comunales, haría justicia sin que su escala social le impresionase un ápice. Pero no podía dictar sentencia sin ordenar una investigación previa.
Comprendió a su padre y su eterno gesto grave.