UNI

Año 2618 a. C.

No le costó mucho que les llevaran a una estancia fresca. Se acercó a él y le tomó las manos. Temblaban.

—¿Qué te han hecho?

Miró sus ojos buscando una respuesta que no obtuvo. Levantó su túnica.

Los golpes, los moratones y las heridas mal curadas cubrían casi todo el cuerpo.

No pudo evitar suspirar. No le habían dado tregua. Entendía poco de medicina, pero se veía que los golpes más recientes se aplicaron sobre heridas ya viejas. Su ánimo se ensombreció. No sabía mucho del caso, pero bajo ningún concepto se le debía haber tocado hasta que se dictase un veredicto. Y aquel hombre ya estaba derrotado. Había pagado por cualquier crimen cometido.

En su carrera había visto ya muchas injusticias cometidas en nombre del faraón, y aunque la purga del funcionariado en favor de profesionales de carrera comenzaba a hacer efecto y los nobles perdían armas para sus manejos arbitrarios, sus acciones aisladas eran más crueles que nunca. Y, sin embargo, aquel era un caso atípico. Él era la cabeza económica del pueblo. El sustento de todos ellos. Un buen patrón. Lo más parecido a un noble paternalista que había en aquel lugar. Se supone que deberían haberle protegido. Y todos se habían revelado en su contra sin razón aparente, pues los informes coincidían en que se trataba de un empresario ejemplar en el trato con sus empleados.

«Cría cuervos…».

—Déjame que te ayude.

Harati levantó la vista.

—¿A quién sirves?

—Al faraón.

—Vienes a castigarme por perder su arcón.

Uni se quedó sin habla. El pobre hombre lo interpretó como un acierto.

—Lo merezco. He servido mal al faraón y a los dioses.

Comprendió de repente. Le había estado esperando a él. No debía haber proferido ni una queja en todo el tiempo que le estuvieron torturando. Lo cual debió espolear más, si cabe, la furia de los que le interrogaban.

—¿Dónde está?

—Lo tiene ella. Su avaricia le ha perdido. Y a mí el amor. No debí dejar que nadie más lo supiera. Pero la soledad es peor que los golpes.

—¿Sabes qué contiene?

Levantó los ojos sorprendido, gritando por primera vez.

—¡No osaría jamás abrirlo! Ese no es mi crimen. Ella lo habrá hecho ya. Los dioses sabrán que cumplí mi parte, salvo en lo que respecta a ella.

—¿Cuál fue tu error respecto a…?

Harati frunció el ceño al recordar su nombre, como si le doliera más mencionarlo que las heridas recibidas.

—Nefret. Mi error fue amarla. Reconozco que no la cortejé por mis… cualidades, sino por el dinero que gané gracias al arcón, pues era lo único capaz de atraerla. Ella se creía predestinada a un gran señor. Yo no podía hacer ostentación más allá de aquello que me dieran los frutos de mis tierras, para no llamar la atención sobre el arcón. Eso era lo acordado. Pero ella quería más. Y cuando le daba algo, pedía mucho más. Y yo no podía dárselo —miró a Uni—. Pero ahora eso ya no importa. Vas a matarme y luego irás a por ella. Pero no es su culpa. Una vez que recuperes el arcón, deja que ella se quede con las tierras y los bienes. Es su naturaleza. Como las serpientes. No tiene maldad.

Parecía que la paz se había hecho en su alma. Estaba listo para abandonar el mundo de los vivos y entrar en el peor infierno. Uni sintió escalofríos. Ahora comprendía por qué era a él al que habían encomendado la misión. No había persona más indicada.

—No voy a matarte.

Harati abrió los ojos, sorprendido. Necesitaba una razón o se volvería loco.

Uni comprendió que en su frágil estado no podía simplemente juzgarle por violación. Tardó unos instantes en encontrar la respuesta, en los que Harati se agarró a él con manos temblorosas.

—¡No lo comprendéis! Fue el faraón en persona quien me entregó el cofre. ¡He fallado al sobrino de Horus!

—En efecto, has fallado al faraón, pero no eres responsable de una esposa codiciosa. Y no seré yo quien te envíe a Osiris sin darte la oportunidad de redimirte y expiar tu pecado. La muerte sería castigo plácido cuando tienes una vida entera para enmendar tu deuda.

Harati se tranquilizó. El escriba apuntaló la comprensión del pobre hombre, hundido y magullado, que no parecía querer sino morir para pagar su error. ¿Qué le habrían hecho? En cualquier caso, no podía dejar de hablar antes de que volviera a derrumbarse. Pero él asintió con calma.

—Es justo.

Uni luchaba por no llorar, conmovido hasta lo más hondo. Pero era un escriba y juez.

—Los testimonios son tajantes y ni yo mismo puedo lograr un veredicto de inocencia.

Harati rio. Era el primer signo de cordura que le veía Uni aquel día, y el alivio que sintió hizo que valiese la pena el viaje.

—Al mismo faraón le sería difícil, cuando sería al único que no han comprado. Me sorprende que contigo no lo hayan intentado.

—¿Y cómo sabes que no es así?

—Porque ni me has golpeado ni has exigido tu parte.

Uni se sintió impresionado. El campesino era mucho más inteligente de lo que parecía, sin duda. Claro que debía serlo si un faraón en persona le encargó una tarea tan importante.

—Podría ser más sutil. Es una táctica corriente. Después de la tortura es fácil ganarse la confianza del condenado.

—La mía no. Estoy seguro. No eres como ellos.

Uni sonrió, aunque estaba aterrado.

—Lograré que te conmuten la pena de muerte por trabajos forzados en la construcción de la morada de eternidad del faraón.

Harati ni pestañeó. Seguía aceptando su destino con total frialdad. Uni continuó:

—Pero enseguida te pondré al servicio del jefe de constructores. Es amigo mío. No te romperás la espalda entre piedras.

—Pero… ¡No lo merezco!

Uni pensó con calma.

—Te contaré una historia. Tal vez la conozcas:

Bata era el hermano pequeño de Anubis y vivía junto a él y su esposa como si fuera un hijo.

La esposa de Anubis le hizo proposiciones sexuales. Bata la rechazó por amor a su hermano y ella le acusó ante su marido de violación.

Bata emprendió la huida. Mientras Anubis le perseguía, Bata consiguió que Ra escuchase su llamada y a la mañana siguiente se sometieron a su juicio, en el que Bata contó a su hermano la verdad y le dijo que pensaba irse lejos, al valle de los cedros, para olvidar. Allí se arrancaría el corazón como prueba de amor fraterno, y lo dejaría sobre una flor de cedro. Le dijo también que en algún momento, cuando el árbol se cortase, él moriría, y que si realmente le quería, debería ir a recoger su corazón y meterlo en agua para que pudiera resucitar y vengar el trato recibido. La señal sería una jarra de cerveza desbordada.

Bata se fue y Anubis volvió a su casa y asesinó a su mujer.

La Enéada, sintiendo compasión por Bata, mandó modelar a la mujer más bella del mundo para que fuese su esposa.

La existencia de tan bella mujer llegó a oídos del faraón, que mandó a buscarla para hacerla su esposa principal, favorita del harén. Ella contó al faraón quien era su esposo y también el secreto para destruirlo. Así, el rey envió a sus hombres a cortar el cedro que guardaba el corazón de Bata, que al instante murió.

Anubis, al llegar ese día a su casa, pidió una jarra de cerveza que, al serle servida, se desbordó. Recordando las palabras de su hermano, se puso en marcha al valle de los cedros, donde lo encontró muerto.

Buscó su corazón durante años. Lo encontró y siguió las instrucciones que le diera Bata, consiguiendo resucitarlo.

Ahora le tocaba a Bata vengar la traición de su esposa y se convirtió en un gran toro que Anubis debía conducir a palacio. El faraón, nada más ver al animal, quiso cambiárselo a Anubis por una importante cantidad de oro con la que regresó a su casa, muy rico, como premio al cumplimiento del compromiso con su hermano.

Una vez en palacio, Bata le hizo saber a la favorita que no estaba muerto, y ella pidió al faraón que le matase. Al hacerlo, dos gotas de su sangre hicieron crecer dos hermosas Perseas junto a las puertas de palacio. Bata aún seguía con vida, esta vez en forma de Persea. De nuevo se lo hizo saber a su mujer, que volvió a pedir al faraón que cortase las Perseas, ya que quería acabar con él a toda costa. El faraón consintió y las cortó. Esta vez una astilla, al ser cortada, se clavó en la favorita y esta quedó embarazada. Nadie lo sabía, pero el futuro bebe sería de nuevo Bata.

El faraón, encantado con el pequeño varón, lo nombró heredero del reino y al ser anciano y morir, el príncipe le sucedió.

—Con esto quiero que comprendas que la vida te va a dar oportunidades para redimirte y tener una vida feliz. En realidad, ya has pagado por tu crimen.

—¿Y qué puedo aportar a un constructor?

—Eso es asunto tuyo. Confío en que Ra te iluminará donde antes te ha negado su luz a la hora de escoger esposa.

Salió de la estancia luchando por controlarse. Se obligó a recordar quién era y su juramento ante Maat. Pidió hablar con el juez, un anciano rico en el poblado.

—Condenaréis al acusado a trabajos forzados para el faraón. Ya me encargaré yo de asignarle tarea. Os enviaré a soldados que le custodien a su nuevo destino.

—No haré eso. Yo soy el juez. Merece la muerte.

Uni no pudo controlarse más. Agarró al viejo del cuello y lo empujó contra la pared.

—No. La muerte la merecéis tú y los acusadores por ceder al chantaje. Me repugna pensar que la mujer te haya ofrecido su cuerpo.

No dio tiempo al juez a contestar. La breve expresión de sorpresa le dijo a Uni que no había errado. Ya era rico y no había mucho más de ella capaz de convencerle.

—Actúo de acuerdo a la legalidad. Los testimonios son tajantes e intachables.

—Pues si me llevas la contraria, yo no actuaré de acuerdo a la legalidad.

Ordenaré a mi soldado que os mate a todos. Y créeme: el faraón no moverá ni un dedo.

—¡Pero eso es…!

Uni se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia hay?

Los temblores del anciano parecían prever una tempestad, pero tal como vinieron parecieron calmarse.

—Se hará como dices. A condición de que no vuelva al pueblo.

—Me parece justo. Lo hago así porque obedece a una misión superior y porque tengo la oportunidad de alejarle de vosotros, carroñeros. Os vais a quedar con todos sus bienes como habéis conjurado, pero no por mucho tiempo. Te juro por Maat que ordenaré que en este pueblo caiga la desgracia por muchos años. Lamentaréis haber desafiado al faraón y a los dioses cuyos ideales representa. Yo, Uni, escriba y juez de Snefru, juro por el peso de mi corazón que así obraré. Recuerda mi nombre.

El anciano no se inmutó. Debía estar acostumbrado a recibir amenazas.

Bien. Esta se cumpliría.

—¿Os quedareis a ver el juicio?

—No. Tengo que ordenar una misión a mi soldado. Él sí se quedará a garantizar el cumplimiento. No intentéis reducirle. Acabaría con todos vosotros.

—¿Y si no fuera así?

Uni volvió a encogerse de hombros y rio.

—Tengo más soldados. Casi me harías un favor. No sé cómo librarme de ese cerdo sanguinario. Te haría un regalo todos los años en la fiesta de Maat.