MEMU

Año 2618 a. C.

Sonrió satisfecho al despertar entre el olor especiado de la chica. La atrajo hacia sí. Se resistió un poco, pero eso le excitaba más. La puta sabía cómo tratar a un hombre como él. Ella se revolvió intentando evitarle, aunque solo pudo conseguir que se conformara con tomarla por detrás, empujando furiosamente, mientras confundía sus sollozos y gemidos de dolor por inequívoco placer, lo que le excitó más, dejándose ir entre rabiosos empellones, terminando con un último estertor que hizo estremecerse de dolor a la chica.

—Lárgate. Y vuelve esta noche.

Asintió con la cabeza, ocultando sus ojos para que no viese la mentira en ellos. Ni por todas las riquezas de Menfis. Jamás volvería a ver aquel animal.

Memu se estiró satisfecho. Uni era rico, y lo que era mejor, responsable ante el faraón de su persona, lo que implicaba que podía hacer cualquier cosa y salir indemne de cualquier acusación, que recaería en el miserable enano. Al principio le pedía dinero para ir a los burdeles, pero luego, el pequeño se quejaba de que nunca le localizaba sobrio, así que ordenó traerle las putas a su casa, tras hacer marchar a su mujer y a sus hijas a una finca de campo. El muy asqueroso no se fiaba de que encontraran en él un hombre de verdad que les diera lo que jamás le había dado el hombrecillo.

—Espabila. Nos vamos. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Por qué me alojas en una casucha fuera de tu casa?

—Porque haces demasiado ruido. Cuando te emborrachas no conoces a nadie. Podrías tomarme por una de tus putas. Y cuando estás sobrio no te aguantas a ti mismo. O vives un poco aislado o dejo que una de las chicas te raje la garganta mientras duermes. Más de una me lo ha pedido. Tengo que pagarles bien para que no te denuncien. Yo mismo lo haría si no fuera porque tienes algo que hacer para el faraón antes de que su paciencia se agote. La mía se acabó hace mucho.

Memu rio, ebrio de satisfacción. Estaba muy bien allí. solo lo decía para picarle. Jamás daría cuenta al faraón de nada que no fuese el éxito de su empresa. Su competencia se lo impedía. Quejarse de su subordinado representaría su fracaso. Haría lo que quisiera durante mucho tiempo. Se puso sus ropas. Uni arrugó el gesto.

—Hueles a puta.

—Yo huelo a hombre. Tú hueles a puta.

El escriba se alejó, cabeceando.

Se pusieron en marcha.

El primer día lo pasaron en un barco. A Uni le encantaba recrearse en las sensaciones que le regalaba el río.

Sonreía al recibir el brillo de Ra en los ojos y se cubría con el dorso de la mano para no perderse un instante de dicha. La brisa le recorría el cuerpo, tonificando su cuerpo mejor que el mejor de los masajes.

En cambio, Memu gustaba de sentir el carro bajo sus pies al segundo día, recibiendo el polvo del camino en su agrietado rostro y sonriendo con cada gesto de dolor de su compañero ante los saltos del vehículo, movido por el ritmo frenético del látigo con el que castigaba a los carísimos caballos mientras cantaba una canción sobre el licor barato que le recordaba el día que el hombrecillo le encontró entre vómitos, tras una de las peores borracheras que recordaba.

No te sientes en una casa de cerveza.

Para estar junto a alguien más importante que tú

no te dejes llevar a beber cerveza.

Puesto que cuando hablas, entonces

lo contrario de lo que piensas sale de tu boca.

No sabes siquiera quién acaba de hablar.

Te caes, porque tus piernas se enredan debajo de ti.

Me dicen que descuidas la práctica de la escritura.

Miraba al escriba mientras cantaba, atragantándose entre la risa, que casi ahogaba la canción. Uni ponía los ojos en blanco.

Y que te abandonas a los placeres.

Vas de taberna en taberna,

la cerveza te quita todo respeto humano.

Pierde tu ánimo. Eres como un timón roto,

que no sirve para nada.

Eres como una capilla privada de su dios,

igual que una residencia sin pan.

Se te ha visto saltando un muro.

Las personas huyen ante el peligro de tus golpes.

¡Ah! Si quisieras comprender que el vino

es una abominación.

Maldecirías el vino dulce,

no pensarías en la cerveza,

y olvidarías el vino del extranjero.

Te enseñan a cantar al son de la flauta,

a recitar poemas al son del oboe doble,

a cantar en falsete al son de las arpas,

a reatar al son de la citara.

Aquí estás, sentado en la taberna,

rodeado de mujeres de vida alegre.

Deseas desahogarte.

Y seguir con tu placer.

Hete aquí frente a una mujer

anegada de perfume,

con una guirnalda de flores en torno al cuello, tamborileando sobre tu vientre.

Vacilas y caes a tierra,

todo cubierto de inmundicias.

Terminó la canción entre carcajadas. Parecía que la hubiesen escrito pensando en él, y le encantaba.

Miró al escriba con burla. Se divertía haciéndole rabiar, como si fuera un niño. Sabía que el mínimo gesto suyo le hacía rechinar los dientes, del mismo modo que a él le amargaba verle feliz con su interminable sonrisa de boca ancha como la de una serpiente.

El bueno de Uni recitó una oración en voz alta cuando llegaron a una aldea pequeña, pero bien distribuida, pulcra y cuidada, de parcelas bien trazadas. La armonía parecía cotidiana.

Pero aquel día no había nadie trabajando. Todos se encontraban en la plaza central, donde se llevaba a cabo un juicio. Memu sonrió. Había estado en muchos. Aquel era su elemento.

La casa de vida donde se celebraban los juicios era el edificio administrativo por excelencia, fruto de la obra de Snefru. Se trataba de una enorme sala que podía ser acondicionada para celebrar tanto ceremonias religiosas como civiles, juicios, banquetes, etc., rodeada de estancias, despachos fijos de escribas, funcionarios y otros despachos más pequeños para artistas, exorcistas, comerciantes y funcionarios de paso.

En aquella ocasión, la casa de vida no llevaba mucho tiempo construida, se notaba en la sobriedad de las paredes, aún sin pintar. Dominaba la estancia una estatua de Maat en honor a la naturaleza del acto, y el mobiliario se limitaba a una mesa para el juez y sus ayudantes, así como algunas sillas plegables.

Memu se situó detrás de las mesas oficiales, cuidando de que no hubiera altercados, junto con los policías de la ciudad, escogidos por el gobernador de la región de entre los mismos campesinos.

Uni se sentó al lado del juez, lo que no le sentó nada bien a juzgar por la mueca avinagrada de su rostro, que tanto divirtió a Memu.

Enfrente se hallaban el tal Harati y el acusador, un anciano.

El acusado parecía haber sido abandonado por la alegría. Oscuras ojeras rodeaban sus ojos, rojos por el llanto seco del que agota las lágrimas. Parecía resignado a su suerte. Uni sintió pena. Memu se rio sin disimulo.

—A ese pez chico ya se lo han comido y lo han cagado —exclamó sin contenerse. Todos le oyeron.

Uni le miro con acritud. Se identificó. El juez le aceptó de mala gana a su lado, corriendo su silla y haciéndole traer otra. El juicio comenzó. No en vano les esperaban a ellos para poder celebrarlo.

—Este hombre ha sido acusado de violación, maltrato y vejación a su esposa. No le reporta sus beneficios ni le hace partícipe de sus riquezas. Hay un acusador, testigo de la afrenta. Yo le condeno…

Uni le ignoró como si fuera uno más entre el público.

—Voy a interrogarle. A solas. Soy juez supremo con total potestad sobre el juicio, el juez y lo que aquí se decida.

Se elevó un murmullo. La gente se quejó con gesto airado. No eran muchos los espectáculos para que les privaran de uno de tal magnitud.

Memu acalló los murmullos con su presencia.

No pudo evitar ver el rostro de la acusadora.

Se le quedó grabado. No había visto una mujer más bella en su vida.

Voluptuosa, sensual, de aspecto indiferente a las miradas que la recorrían.

Incluso en ocasión tan formal, su vestido, aun siendo burdo en comparación a la corte de Menfis, le sentaba como su piel misma. Su cara era limpia, en forma de óvalo, llena hasta el mismo límite entre la hermosura y el punto a partir del cual parecía gorda, pero tan sexual que resultaba doloroso.

Sus labios eran del rojo natural que no necesitaba aderezos y sus ojos oscuros invitaban a buscar en ellos la clave de su conversación. Pero era implacable con cuantos la miraban.

«Se sabe guapa», pensó. Y se entregaría a cualquiera que sirviera a sus propósitos, como el juicio mismo parecía demostrar.

Le pediría a Uni que se la entregara.