Año 2618 a. C.
Si bien su cuerpo comenzaba a adaptarse al maltrato físico, su mente seguía rebelándose. Aj se recreaba en sus humillaciones, ahora que sabía que no pensaba volver al redil, al menos de momento. La bruja se había crecido tras la debilidad de la princesa, y no hacía sino invitarle a que retomara su vida fácil.
Arrugó su bello rostro de labios finos. Era la más parecida a su padre y sin duda se notaba. Ya de niña había sido la favorita, no solo de sus padres y del viejo Rahotep, sino en todo palacio. Tanto tiempo cuidando su piel y ahora, cuando tenía la oportunidad de mirarse en el lago sagrado, descubría nuevas pequeñas arrugas en torno a sus labios y ojos, sin duda fruto del esfuerzo de limpiar sin parar los suelos y muebles, que no tenían tiempo de ensuciarse y eran tratados cada vez como si se hubieran rescatado del fondo del río sagrado.
Como novicia no tenía acceso ni a los carísimos cosméticos que desde niña aprendió a aplicarse, ni a los elaborados productos de verdadero lujo que ahora comenzaba a valorar no solo por su ausencia en la piel, sino también por fomentar el trato con sus compañeras, a las que no quería ofender, que nunca tuvieron tal privilegio incluso viniendo de familias ricas.
Odiaba reconocerlo, pero su estancia en el templo empezaba a enseñarle muchas cosas de la vida fuera de palacio y le hacía comprender a su padre. Al fin entendía que, al abolirse la vieja nobleza feudal omnipotente y poderosa en favor del faraón y el pueblo, que había recuperado parte del poder en regímenes de cooperativas, era justo que ella pasara por todo aquello. Lo sabía ahora que se acostumbraba a las vejaciones, y que antiestéticos músculos asomaban en sus brazos, piernas y torso. Antes los hubiera desechado con asco.
¡Eran cosa de campesinos! Pero ahora sabía lo que implicaban y el fruto que procuraban. Se sentía orgullosa de hacer las cosas por sí misma y no a través de alguien.
—¡Muévete, mocosa! Estás ofendiendo a la diosa con tu pereza.
Se levantó sonrojada, más por la vergüenza de ser pillada en falta que por el delito. «Hay cosas que no dejan de ser injustas, y algún día me encargaré de ti, bruja».
Tomó sus paños y la jarrita con aceite con la que frotaba y frotaba los muebles de madera noble que contenían las imágenes de la diosa, que no tenía permitido tocar, pues sus manos aún no eran puras. Ni siquiera podía pasar del recinto exterior del lago a las estancias interiores reservadas a las sacerdotisas, y dormía en una de las pequeñas cámaras anexas.
El templo era nuevo. Su padre lo había mandado construir en piedra, lo que era una novedad respecto a los viejos y pequeños templos de adobe. Algo había cambiado en la concepción de los dioses, y resultaba notorio que los sumos sacerdotes de Ra tenían mucho más poder del que nunca jamás hubieran podido desear. El faraón les había dado atribuciones, poder y capacidad económica para edificar y ampliar la red de su dominio.
Se apoyó en una columna de piedra, ancha y fría, que soportaba la cubierta. Estaba cansada y gustaba de disfrutar breves momentos como aquel, en los que la vieja Aj ya descansaba y nadie le pedía cuentas, pues todos estaban preparándose para la noche. Le encantaba recorrer con sus dedos las escenas pintadas en la columna sobre la diosa mientras rezaba.
No creía de manera tan fervorosa como el pueblo, ya que había visto pintar escenas parecidas en palacio y le constaba que no tenían el poder que los sacerdotes les otorgaban, bendecidas tras su creación por los artistas. En este caso, no expresaban una mera representación, sino que eran mágicamente la recreación física de la diosa y los elementos contenidos en ella.
Sonrió cuando sus dedos reconocieron una pintura quebrada de un animal demoníaco, dañada a propósito, con el cuerpo cortado por la mitad y decapitado para evitar que alguien pronunciara su nombre o el del dios que encarnaba y este cobrase vida, transformándose en un elemento peligroso para el templo y su diosa.
El pensar en trivialidades como estas la relajaba y evitaba que recordara quién era y qué hacía allí.
Una voz masculina la desconcertó. No pensaba volver a escuchar a nadie ajeno al templo. Y nadie la había visitado. Por eso se sintió asustada y atraída a la vez por aquella misteriosa voz.
La curiosidad pudo con ella y se ocultó de la bruja tras una de las anchas columnas.
—Esto no es una mera inspección de recuento de los bienes consumibles aportados por el faraón. Es algo más. Debo conocer los… activos del templo.
Incluso los ocultos. Aquellos que incluso vos tenéis prohibido mostrar.
—No sois un sacerdote.
Eso sorprendió a Henutsen, lo que le hizo asomar la cabeza. No se perdería el rostro de aquel hombre por nada del mundo. Y lo vio.
Era joven, aunque sus ojos eran tristes. Pequeños, del color de la miel, esquivos y sin embargo cálidos y brillantes… Pero nada alegres.
Hablaba con la suma sacerdotisa. Eso le hizo volver a esconderse durante un instante. Si la pillaban, el castigo sería el equivalente a un crimen civil… Para una persona normal, por supuesto. A ella la azotarían en privado y avisarían a su padre.
Pero una vez que le había visto, no podía dejar de mirar.
—¡Claro que no soy un sacerdote! Por eso tiene sentido mi investigación.
El faraón mismo desea conocer el contenido de sus templos. Y no a través de las autoridades eclesiásticas, que maquillarían convenientemente el contenido. Por eso estoy aquí. No habrá listas escritas. solo en mi cabeza y la del faraón…
—¿Y cómo daréis veracidad a un informe así?
—Confiaré en vuestra palabra. Pero el faraón se reserva la potestad de inspeccionar él mismo un templo cuando mis informes no le parezcan completos, y… ¡ay de aquel que le mienta!
—Pero debéis comprender que en la estructura del clero hay una escala de mando.
—Eso es precisamente lo que quiero evitar.
Su rostro llenaba la fértil imaginación de Henutsen. Tan pronto mostraba la cara de un niño asustado, abriendo unos ojos que casi hacían reír, como se mostraba amenazador y hermético. A ello contribuían sus gruesas cejas y una voz grave que no concordaba con su físico y que, evidentemente, sabía utilizar.
Miraba con aquellos ojos pequeños, escrutando cualquier expresión de la sacerdotisa. Le recordaba sus juegos de niña entre el personal de palacio, al que intentaba amedrentar.
¡Isis divina!
¡Un juego!
No era ni más ni menos que eso.
Henutsen comprendió en aquel momento que todo era un farol. La certeza le sorprendió tanto que abrió los ojos y se movió un ápice.
Y él la vio.
Sus ojos apenas delataron la sorpresa, centrándose inmediatamente con aire de enfado en la sacerdotisa para evitar delatarla. Era muy inteligente.
—Pensad lo que os convenga, pero no dejéis de darme vuestro informe.
Oyó los pasos de la sacerdotisa, con la que no cambiaba una palabra desde que ejercía de princesa. No se atrevía a respirar. Tanto le daba que la descubriera él o ella. El resultado sería el mismo, o peor, si cabe.
—Ya puedes salir. Se ha ido.
Su sobresalto fue tan evidente que hizo reír al atento joven.
—Si te portas bien, no te voy a delatar.
Sonó como el juego que practicaba de niña, lo que le hizo sonreír como a tal. Sentía curiosidad y cierto morbo. Aquel hombre no la conocía. Creía que era una novicia más. Eso le dio fuerzas. No le iba a ocurrir nada.
Al fin reunió el valor. Se acercó a él.
—Dime, ¿cómo te llamas?
—Hen.
—Ya —no se creía que tuviera un nombre tan corto, pensó que debía ser extranjera—. Dime, ¿crees que me miente?
—No, ¿y tú? Tal vez tú sí mientes. Estás intentando amedrentarla para conseguir un robo o un soborno.
El hombre la miró con suspicacia y luego soltó una carcajada.
—No nos vamos a delatar, ¿verdad?
Ella sonrió.
—No.
—¿Qué hacías escondida como un ratoncillo?
—¡No estaba escondida! —dijo con enfado indisimulado, sintiéndose al instante de nuevo ridícula—. Descansaba apoyada en una columna mientras miraba las pinturas.
—¿Conoces las pinturas? ¿Una novicia?
—He tenido una buena educación.
El hombre asintió, divertido.
—Una niña de familia respetable. ¿Y crees que soy un ladrón?
—No lo sé. ¿Lo eres?
—No.
—Pero mentías.
—¿Te gustaría que volviera a verte?
Henutsen no podía creer que una amplia sonrisa se abriese paso en su cara sin contar con ella. No era justo. Se encontró asintiendo como si fuera estúpida.
—Me llamo Mehi, aunque no creo que te convenga mucho decir que me conoces.
—Pero…
Él asintió, sin dejar de sonreír.
—No he mentido en todo. Es cierto que gozo de la confianza del faraón —se sonrojó—. Y que actúo por orden suya.
—¿Llevas mucho tiempo a su servicio?
—La verdad es que no. Pero no miento en eso.
De nuevo la mirada suspicaz, aunque duró un instante apenas.
—¿Y cuál es esa misión?
—No lo entenderías —acarició su piel con el dorso de la mano. Ella se estremeció por el suave roce del vello de sus dedos en la mejilla. Asintió con la cabeza sin dejar de sonreír—. No. No lo creo. Y menos siendo de buena familia.
Y extranjera.
—¿Por qué había de tener algo contra ti por eso? No me parece justo.
—Tienes razón —sonrió—. Pero lo cierto es que te he pillado y debo delatarte. Me servirá para ganarme la confianza de la sacerdotisa.
—¡No! Has dicho que no me delatarías.
—solo si te portabas bien.
—No he hecho nada malo. ¿Qué quieres que haga?
El hombre se sonrojó como si fuera un niño. Sus ojos del color de la miel se achicaron en la expresión maliciosa de un muchacho, lo que le resultó muy gracioso a Henutsen. Un niño en el cuerpo de un hombre.
Le devolvió la sonrisa.
—Quiero un beso.
—¿Qué?
—Es simple. O me das un beso o te delato.
—Está prohibido. Enojaría a la diosa.
—También está prohibido espiar.
—¡No estaba espiando! ¡Eres un…!
No terminó la frase. Los ojos de Mehi reían como los de un crío que ha hecho una travesura con éxito. Le resultó tan encantador que su ira se esfumó.
—¡Vaya con la niña de buena familia! Tal vez sea yo el que deba tener miedo.
Henutsen sonrió. Su sonrisa franca ejercía un poder sobre ella que no podía controlar. Se acercó a él y de repente le dio un beso furioso en los labios.
Breve, pero lleno de pasión, como si lo disfrazara del enfado que simulaba.
Mehi jadeó por la sorpresa, de nuevo el rostro arrebolado, lo que le hacía tan gracioso y encantadoramente vulnerable que Henutsen rio feliz.
—Espero que cumplas tu promesa de no delatarme.
Sus ojos volvieron a entristecerse, lo que borró la sonrisa de ella. Se sorprendió. Parecían estar conectados de algún modo. No podía evitar sentirse como él se sintiera. Reír con su risa, sonreír al mismo tiempo como por arte de un poderoso hechizo, y ahora tornar a una repentina tristeza en un instante. La energía que transmitía aquel hombre la envolvía y la dominaba como nunca nadie había logrado. Ni siquiera su padre, el faraón de Egipto, tenía tal poder sobre ella. Mehi la tomó de la mano.
—Jamás te hubiera delatado. solo estaba bromeando. Lamento haberte asustado.
Ella se sintió a punto de llorar, conmovida hasta lo más hondo por sentir que una reacción suya había causado una pena tan profunda en él. Se sorprendió besándole largamente, con pasión, mientras su cuerpo se encendía.
Le soltó con la misma brusquedad, preguntándose de repente por qué estaba haciendo eso. Acababa de conocerle. Podía ser un ladrón, un criminal o algo peor; y en todo caso era un mentiroso, porque él mismo lo había reconocido. No solo no debía confiar en una persona así, sino que era estúpido por quién era ella y el daño que podía hacer al templo, a la diosa y a su padre…
Y sin embargo, volvía a aquellos ojos que la emocionaban y de nuevo deseaba besarle.
Él pareció apreciar aquella tormenta en su interior y se limitó a sonreír, venciendo de nuevo cualquier reticencia con aquel nuevo hechizo.
—¿Cuándo volveré a verte?
—No lo sé. Pero… ¿Lo deseas?
Henutsen intentó decir que no. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero su cabeza se movió de arriba a abajo, decidiendo por ella de nuevo. Él sonrió.
—Entonces volverás a verme. No lo dudes.
Y se fue sin dejar de sonreír.