KEOPS

Año 2619 a. C.

Aquello sí era vida. Le habían ido a buscar en una silla de mano, oculta de la visión de los curiosos, custodiada por soldados. No sabía qué tenía su padre contra los nobles, pero era incuestionable que sabían vivir.

Le encantaban las mansiones aristocráticas, pues no eran sino viviendas.

Odiaba la vida cortesana de palacio, donde el deber siempre se superponía a cualquier otro aspecto de la vida cotidiana. Los maestros del kap, sus instructores, los escribas… Siempre tenía un ojo vigilándole allá donde fuese.

No podía ni meterse una sirvienta en su cámara sin que lo supiera todo el mundo, y al día siguiente le miraban como si fuese uno de los bichos que destrozan la cosecha. Como algo reprobable. ¡Y ni siquiera estaban en su casa!

Pero aquí era distinto. Una mansión era un lugar donde relajarse y vivir la vida fuera del deber, donde este se queda fuera de los muros altos, sin acceso al jardín, donde podía hacer lo que le viniera en gana sin ser criticado en voz alta.

¡Que rezasen a los dioses porque su bonito Kanefer les durase muchos años con vida! Porque si él llegaba a reinar, todo iba a ser muy, muy distinto.

Se descubrió riendo de puro placer encima de la silla, aunque, para su alivio, los porteadores ni siquiera levantaron un ápice sus cabezas. Bien.

Les abrieron las puertas de la mansión. Era un barrio moderno, fuera de los agobios de la ciudad pero en las orillas del Nilo, para poder embarcar y aprovechar el frescor y el agua para los inmensos jardines, que se detuvo a apreciar.

¡Qué maravilla! Allí no había espacio para enseñanzas ni exámenes. solo árboles, plantas y flores. Y el lago, que no parecía tener ni siquiera un altar de ofrendas. ¡Que se jodan los dioses! El lago debería ser un lugar donde bañarse cuando hace calor y poder jugar con una mujer, lejos de las estúpidas ceremonias.

—Mi señor.

Una comitiva de nobles le daba la bienvenida. El que llevaba la voz cantante era Hemiunu, el jefe de los constructores, una de las más grandes fortunas de Menfis. Se decía que tal vez por encima de la del propio faraón, que le pagaba todos los proyectos sin discutir su precio.

Era el más grande constructor desde Imhotep. Había reconstruido la morada de eternidad de su abuelo y levantado una imponente, aunque imperfecta, para su padre. La habían vendido como buena, y habían decorado el conjunto del templo funerario como el palacio mismo, pero ni siquiera a él se le escapaba que era defectuosa.

Bajó de la silla con suavidad. Ese sí era el trato que le correspondía por su linaje, y no el reproche constante y la vergüenza de su familia hipócrita.

—Señor Hemiunu.

—Hemos preparado un pequeño banquete para que disfrute de nuestra hospitalidad. No es tiempo de hablar de temas serios. Simplemente, de relajarse y recrearse en el frescor del atardecer.

Les acompañó a un ala del jardín donde una estupenda brisa era dirigida por inmensas cubiertas de lino que estaban dispuestas como pasillos. Estas parecían concentrar y dirigir el vientecillo hacia la zona del banquete, alumbrada con altas linternas impregnadas de aceites de gran calidad que llenaban los pulmones de una fragancia relajante, que le hacía sentir vivo, como si uno llegase desde el mismo infierno. Se imaginó que el palacio no era sino un desierto y aquel un rico uadi.

Bandejas de pastelillos de carne, verduras, frutas abiertas en irresistibles formas y colores, guisos dispuestos en pequeñas porciones y pequeños vasos de licores pasaron ante sus ojos. Si no les prestaba más atención de un instante, seguían su recorrido hacia el resto de los pocos invitados. Tomó un par de bocados y un licor que le supo a gloria. ¿Qué había estado tomando hasta entonces? ¿Cerveza barata?

Oyó una señal, y en el centro del espacio habilitado en el jardín se dispusieron tres bailarinas. Una tocaba un arpa, la otra una cítara y la tercera cantaba con una voz suave que envolvía los sentidos como la misma brisa o el licor embriagante.

La sensación era maravillosa. Se sentía relajado y cerca del sueño, y a la vez más vivo que nunca. Observó a las bailarinas. Llevaban pelucas exactamente iguales, su tono de piel era blanco como la leche y sus caras, aunque maquilladas, resultaban bellísimas. Se diría que eran hermanas.

Comenzaron a tocar, moviéndose en ondas, como si la misma brisa que doblaba las telas actuara sobre sus cuerpos, levantándose y volviéndose a agachar levemente. Su voz era cautivadora y el movimiento de sus pelucas le resultó tan sensual que su virilidad comenzó a manifestarse.

Las tres llevaban la misma ropa: apenas una gasa del lino más fino que dejaba entrever sus encantos, y que con el movimiento fueron dejando aflojar hasta que cayeron al suelo, liberando sus formas y concentrando las miradas.

El tono y el ritmo de la música fueron en aumento a medida que la voz se elevaba y los movimientos se hacían más notorios. La brisa que las movía cobraba fuerza, como una crecida del Nilo.

La cantante se fue acercando a él, aún cantando y sin dejar de moverse. La peluca le resultó mucho más erótica desde cerca y su olor a perfumes le atrapó.

El movimiento le fue haciendo sudar, y las pequeñas bolitas de cera en los bordes de la peluca fueron abriéndose para derramar nuevos perfumes que corrieron sinuosos por su cuerpo, que se movía en torno a él como una serpiente, tocando sus manos, sus hombros, acariciando su cara y susurrando en su oído.

Miró a Hemiunu. No sabía por qué, pero tal vez necesitaba una aprobación que sabía que no debía pedir, como el niño que se porta mal y lo sabe, pues todo aquello estaba preparado para él. El noble asintió satisfecho con la cabeza, y Keops, entre avergonzado y excitado hasta el dolor, abrazó a la bailarina, cayendo ambos sobre el mullido jardín, donde solo quedaron las otras dos hermanas sin dejar de tocar junto a los amantes.

Cuando terminó, se levantó de entre las cotizadísimas profesionales, cubierto de los mismos aceites que sus cuerpos le habían untado. Se desperezó, saboreando el olor a perfume de mujer en su piel. Jamás se había sentido tan bien. Tan vivo. Caminó hacia el lago y se metió en él, dejando una leve pátina aceitosa en la superficie del agua.

Salió al fin. Una criada le esperaba con una capa que se echó por encima.

Le señalaron el interior de la mansión.

Evidentemente, todo aquello no era gratuito, pensó.

Entró. Parecía que todo estaba dispuesto para un nuevo banquete, pero solo Hemiunu estaba presente, lo que le agradó. No le gustaban las multitudes escudriñando sus gestos. Bien. Era inteligente. Eso facilitaría las cosas.

—¿Os han agradado las bailarinas?

—Mucho. Gracias por vuestra hospitalidad.

—No se deben. Vos sois siempre bienvenido. Las gracias entre nosotros son un burdo protocolo absurdo. Insultáis vuestro linaje. Incluso yo me siento mal recibiendo vuestro agradecimiento. Ambos pertenecemos a una misma casta. Tenemos el mismo origen: familias ricas que controlan el comercio y el funcionariado, la pesca y el transporte, las minas y las artes, los artesanos y los escribas, los jueces y los gobernadores, las casas de vida… Todo está controlado por nosotros, y de nuestras familias saldrán faraones, como ahora es tu familia la que reina. Todos debemos respetar eso, como ha sido durante generaciones, y debe seguir fluyendo así para todos, como el agua del Nilo o la brisa que nos refresca.

—Comprendo.

—No. No creo que comprendáis. Vuestro padre lleva años perjudicándonos en beneficio del pueblo, fatuo y cambiante. Decidme una cosa: ¿creéis que el pueblo querrá a vuestro padre cuando venga una mala crecida?

—Si le da grano, sí.

—¡Eso es! El pueblo quiere al faraón en la medida en que le da grano. Ni más, ni menos. Así ha sido siempre. Ahora, respondedme. Una vez satisfecho el pueblo en su justa medida, ¿creéis que por darle más grano os querrá más?

—No.

—Pues el excedente del grano que se le da al pueblo es en perjuicio de la vida que acabáis de ver. ¿Gozáis asiduamente de estos placeres en palacio?

—Jamás.

—Ahí lo tenéis. Vivís como si fuerais escribas en una casa de vida.

Controlados por vuestra propia servidumbre. Y custodiados por extranjeros, que cualquier día se volverán contra vosotros.

—Es cierto.

—Me alegro de que estemos de acuerdo, porque la vida cambia, a veces con tal rapidez que los acontecimientos nos superan. Por eso nos conviene saber vuestra opinión sobre temas que para nosotros son vitales.

—¿Acaso estáis…?

—No. La nobleza debe ser el primer garante de la estabilidad del faraón.

Porque los nietos de mis nietos un día podrían reinar. Es un respeto implícito.

No vamos a atentar contra el rey. Pero sí nos gusta saber en quién podemos confiar.

—Podéis confiar en mí.

—Y nos alegramos. A cambio, podéis venir cuanto queráis a… disfrutar de vuestra vida legítima, que os es vedada en vuestra propia casa.

—Así lo haré.

—No se os ocurra darme las gracias.

Keops sonrió.

—Sois muy inteligente.

—solo soy el portavoz de un grupo de nobles que ven perder su poder.

No podemos luchar contra la voluntad del faraón, al menos, no con otras armas que no sean las de nuestro trabajo, pero sí podemos… abrirle los ojos.

—¿A través de mí?

—solo si queréis hacerlo. No es más que una sugerencia. En vuestro propio bien, y en el de vuestro padre mismo.

—Lo intentaré.

—No esperábamos menos.