Año 2619 a. C.
Creía que había sido elegida por Ra para reinar. La confirmación la tuvo el día que el faraón la había escogido y la había hecho suya con tanto entusiasmo como poca pericia, pero a ver quién le decía al faraón que era un fardo sobre las piernas de una mujer. Ella, en cambio, puso de su parte. Sabía explotar sus dotes. No tenía un físico exuberante: no era alta, ni sus pechos eran grandes ni llamativos, ni sus huesos soportaban mucha carne. Ni siquiera era guapa al uso.
Pero su cara de niña, sus pechos pequeños y puntiagudos con pezones duros y oscuros como puntas de flecha, su cuerpo fino y su piel blanca, junto con su descaro y su confianza en sí misma, eran capaces de derretir el temple del hombre más casto. Sabía mover su cuerpo para crear efectos sinuosos como el baile de una serpiente, y de igual manera lograba de los hombres deseo y fingía cierto temor ante su seguridad que les excitaba más, para luego comportarse como una niña con la fogosidad de una mujer. Era un juego muy viejo… y nadie jugaba como ella.
Lo supo cuando logró atrapar la mirada del faraón. Sabía que era suyo.
Lo tenía todo. Un edificio entero dentro del mismo palacio, control absoluto del harén y sus guardianes. Incluso hizo matar a las mujeres más osadas y mandó deportar a las más jóvenes y bellas. Permitía nuevas concubinas, pues no podía ir contra el antiguo protocolo, pero ella misma escogía a las candidatas y jamás permitía a una que luchase con las mismas armas que ella: ni la inteligencia ni la dulzura de una niña aún no formada.
Vestía ropajes carísimos, aunque fueran absurdos, como las pieles que los embajadores traían de los lugares más remotos que, por más incómodas que fueran y le hicieran sudar, le hacían sentir la fuerza de los animales que la habían vestido antes que ella.
Aunque solo fuera por lo exclusivo de su vestuario, valía la pena pasar por ello, aunque medía el tiempo que podía soportar cada prenda para evitar caer desmayada, lo que hubiera sido poco digno. También se hacía acompañar siempre de una sirvienta que la auxiliara según cada necesidad: ya fuera refrescarse, cambiar de ropas, pelucas, aceites, perfumes, retoques de maquillaje, incluso un rápido desahogo sexual si lo requería.
Se había hecho decorar sus estancias privadas por los mejores pintores y artesanos a su completo capricho, tan pronto entre escenas de bailarinas desnudas a su misma imagen, como otras campestres que le recordaban a su región natal. Aunque no añoraba esta, gustaba de recordar su breve niñez hasta que comenzó a despertar los apetitos sexuales de los primeros vecinos.
El faraón tenía que sentirse excitado en su cámara.
Había pensado que no podía ser más feliz. Pero esta sensación quedó pequeña cuando la hizo su esposa principal. Se lo pidió varias veces entre el fragor del acto sexual, y un día se limitó a encogerse de hombros y a asentir con la cabeza.
No hubo grandes ceremonias, pues decía que le recordaban al fasto hipócrita de la boda con su primera gran esposa, la que le dio el poder. Se hizo al estilo egipcio más común: simplemente dejándose ver con ella en público, aceptando tácitamente la condición de esposo de la mujer que llevaba a su lado.
Ese momento compensó todas las ceremonias.
Cuando salió al balcón real del brazo del faraón y sintió todas las asombradas miradas de Menfis clavadas en ella, la boca se le secó y pareció sentir los hechizos malignos de todas las mujeres envidiosas de la capital, que los Saws se encargaban de contrarrestar. Pero le duró poco. La sensación embriagadora de triunfo, de haber llegado donde nadie más osaría acercarse en vida del faraón, gracias no solo a su hermosura sino también a su inteligencia, la elevó y le dio fuerzas.
Levantó la cabeza y sonrió altanera, sabiéndose bella y poderosa.
Sabiéndose reina de Egipto.
Pero su felicidad quedó truncada por las punzadas de su orgullo. El faraón no contaba con ella salvo para el goce. Y no era justo. Había escuchado a su primera esposa porque ella le había dado el reinado a través de la sangre del anterior faraón, pero la dulce Merittefes no era sino un instrumento de placer. Y ella se lo había hecho saber tras una sesión sexual especialmente intensa.
—Mi señor, ¿qué me concederíais si os pidiese?
Él bromeó.
—La luna. Pídemela y haré que mi nuevo constructor haga una escalera y te la traiga. Sin duda lo haría. Es muy capaz.
—No pediré tanto. solo que escuches mis consejos como haces con los hombres de tu confianza. Puedo serte de mucha utilidad, pues aportaría un punto de vista original.
—¡Ay, pequeña! No creo que puedas ayudarme. Las mujeres bonitas y las almas inteligentes no son conceptos que suelan ir unidos, como los cortesanos y la ambición.
—Yo soy la excepción.
El faraón la tomó por los brazos con la misma facilidad que un mueble liviano, abrazándola excitado.
—Pues entonces dame hijos inteligentes y tan bellos como tú.
Merittefes calló ante el nuevo ímpetu del rey.
Mientras movía sus caderas, pensó que había perdido esa batalla, pero ganaría la guerra.
«Tal vez deba conocer a ese constructor si tan capaz es», pensó.