MEHI

Año 2619 a. C.

No sabía por dónde empezar. Conocía todo cuanto se podía dominar sobre la construcción, pero nada era suficiente para elevar una pirámide con la altura y la inclinación que pedía el faraón sin que se viniera abajo.

Sabía que se estaban llevando a cabo intentos fallidos a menor escala, así que si partía de donde los demás erraban, tal vez podría saber cuál era el error.

Y si no era así, al menos me evitaría el camino hollado hasta los intentos vanos.

Así que fui a ver al jefe de constructores, al que habían asignado un palacio a las afueras de Menfis con un enorme jardín, aunque en lugar de plantas y flores estaba sembrado de piedras, zanjas, ladrillos, columnas y tierra por todos sitios. Yo sonreí, reconociendo que lo hubiera tenido exactamente igual. No debía estar casado, como yo. Imaginaba a una mujer gritando ante aquel criadero de escorpiones. No podrían criar hurones suficientes para mantenerlos a raya, y, efectivamente, les vi esconderse del sol entre las piedras.

Un jardín era un factor de riqueza. Los nobles competían por tener el estanque más bello, el verde más lozano, las flores más olorosas y gratas a la vista, las plantas más exóticas y la disposición más bella. Y eran las mujeres las que solían usarlo como su parcela de poder particular dentro del matrimonio. A sus maridos les divertía, y evitaban otros caprichos más caros, manteniéndolas ocupadas. Y este hombre lo usaba como taller.

Sin duda era un buen constructor.

Crucé el enorme desierto trillado con cuidado de no pisar ningún inquilino inconveniente, que no era cosa de ser imprudente ahora que la fortuna comenzaba a sonreírme.

Unos días antes no se hubiera dignado a recibirme. Menos aún, hubiera enviado los perros a por mis huesos, pero tras mi nueva acreditación personal con autoridad total sobre cualquier construcción funeraria, impuesta por el faraón en persona, me trataban con una formalidad peyorativa, con el respeto que uno tiene a una serpiente maligna.

Me guiaron a un despacho sobrio, sin la multitud de planos y maquetas que hubiera caracterizado al de un constructor, lo que me puso en guardia. No me lo iban a poner fácil.

No se parecía en nada al mío, rebosante de manchas de tinta, de instrumentos, medidas, planos, tablillas de cera para los cálculos, paletas, palillos de madera, maquetas… y sobre todo, papiros. Montones de rollos de las viejas enseñanzas, que no dejaba de consultar a pesar de tenerlas en la cabeza sin duda alguna. Me sentía bien examinando los viejos escritos, aunque no me hiciera ninguna falta. Sabía que estaban ahí para la eternidad y eso me daba confianza. Tal vez algún día yo también escribiría mi propio tratado de arquitectura, que llevaría mi firma, con el nombre de mis antepasados…

—Constructor Mehi.

Mi cabeza cayó del brazo que la sujetaba, tan dormido ya como el resto del cuerpo. Miré la luz de la ventana. ¡Me habían hecho esperar al menos dos horas!

No hice mucho esfuerzo por disimular mi enfado.

—Señor jefe de constructores Hemiunu.

—¿A qué se debe su visita? ¿Tal vez a su reciente… fortuna?

—No he sido premiado con ninguna gracia. solo me han encomendado un trabajo para el que he sido instruido. Como vos mismo.

Hemiunu se levantó de su asiento. Casi podía escuchar el golpeteo furioso de la sangre contra las venas hinchadas en su frente.

—¡No os atreváis a compararos conmigo! No tenemos nada en común. El día que un miserable muerto de hambre de la peor casta llegue a ostentar cualquier poder político, será la ruina de este país.

—Gracias a los dioses que el faraón acabó con la antigua nobleza terrateniente que lo mantenía dividido, así como los poderes que vuestro dios ostentaba.

No pude contener la ironía. De todas maneras, ya parecía claro que no iba a sacar nada de allí, así que me daba el gusto de responder tras años de represión. Hemiunu respiró hondo cuando parecía que iba a estallar y volvió a sonreír. Se me ocurrió que su mirada era la que debía ver una res en los ojos de su dueño antes de ser sacrificada.

—¿Y cuál es esa misión que el faraón en persona ha encomendado a su nuevo juguete favorito?

Sonreí sin hacer caso a su broma, ni al segundo sentido que contenía, sugiriendo que yo era un capricho sexual. Llevaba toda la vida jugando a aguantar ese tipo de insultos para que surtieran efecto precisamente ahora.

—No es un secreto para el jefe de constructores: voy a ser responsable de la morada de eternidad del faraón.

«Ahí tienes lo tuyo», pensé. Intenté disimular la satisfacción en mi cara, pero años de humillación valieron la pena en aquel instante.

Incluso admiré la capacidad de autocontrol del rancio funcionario, cargo heredado de su padre, último vestigio del antiguo régimen abolido por el faraón. Tan solo un ligero movimiento nervioso en su ojo delató su sorpresa y su ira. Pero para mi morbosa frustración, se recuperó pronto. Estaba empezando a admirarle.

—Mis felicitaciones. ¿Y qué parte tengo yo en su misión?

—Pretendo partir de su situación actual.

Silencio.

No debí darle esa satisfacción. Echó su cabeza hacia atrás y rio con espontaneidad, aunque alargó la carcajada de manera un tanto fingida.

Supongo que para irritarme.

—Los papiros de Imhotep. Eso es lo que vienes a buscar.

—¿Qué?

Eso me sorprendió de verdad, por mucho que esperara un desplante. Me desarmó en un instante. ¿Quién era en verdad el jefe de constructores y qué papel jugaba entre los nobles?

Me enfureció. No por el hecho de que me pusiera en ridículo, sino porque conociera el secreto y lo desvelara ante mí con total impunidad y desvergüenza con ánimo de enervarme. Sin duda, lo había logrado. Pero había muchos interrogantes que planteé mientras él saboreaba su venganza. ¿Quién más conocía el secreto?

Pero hube de concentrarme de nuevo, de lo contrario aquel noble se ensañaría como una hiena en un gallinero.

—Ja, ja, ja, jaaa —concluyó con un ronroneo de puro placer, como un gato—. Tú precioso faraón no tiene los documentos que el sabio legó al país.

¿Sabías que pactó su reinado con el clero?

—¿Y en qué ha perjudicado al clero? Son más ricos de lo que jamás lo fueron.

—Tu faraón es listo. Somos… son ricos ahora. Pero con el nuevo sistema que está implantando, donde hasta tú puedes medrar, la riqueza de hoy será pobreza mañana.

—Así que le controlan con esos documentos.

—Y por eso acude a su último recurso: tú. Adiós.

Hizo ademán de levantarse. Me había dejado con la miel en los labios tras poner el cebo en mi boca.

Comprendí al faraón y le compadecí. ¡Años de este juego! El mío, en verdad, era una chiquillada al lado de esa carga. Pensé con rapidez.

—Respóndeme a una curiosidad personal. Tú amas tu trabajo tanto como yo. Conociendo ese legado, ¿cómo puedes guardártelo? ¿No querrías ver tu obra maestra construida? Serías venerado casi como el dios que crearas.

Imhotep a tu lado sería un estúpido patán.

Se serenó y volvió a sentarse. Había mordido el cebo. Pareció encogerse un poco. Tardó mucho en responder.

—Mal que me pese, no he tenido acceso a ese legado. Los sacerdotes no son imbéciles. No confiarían su herencia a la arrogancia de un constructor. Sería como darle un caramelo a un niño y pedirle que no se lo coma.

—¿Y nunca has intentado…?

Suspiró.

—¿Tú qué crees?

—¿Y…? —Asintió con la cabeza, derrotado. Yo continué—: Es triste que nieguen el conocimiento a su principal valedor y no puedas cuestionarlo.

Me miró con suspicacia, pero vio que no había acritud. solo sorpresa.

—Llévate lo que quieras. Pero no quiero volver a verte. ¡Ah! —la malicia volvió a asomar a su cara—. Sabes que incluso si llegas a levantar cualquier cosa seré yo el que firme cualquier construcción que tú diseñes, ¿verdad?

¿Crees que los viejos pactos se pueden romper en vano?

Esta vez fui yo el que encogí al menos un codo. Pero aún podía jugar una carta.

—¿Incluso si encuentro los papiros de Imhotep?

—Yo tengo acceso a los templos más remotos y no los he encontrado. Tú no los vas a encontrar. A veces dudo de que realmente existan…

Se dio cuenta de que había pensado en voz alta y se revolvió incómodo.

Había algo en la última frase que debería analizar.

Pero no allí. Saludé con la cabeza y salí de la estancia, a requerir cuantos papiros pudiera antes de que cambiara de idea.