Año 2619 a. C.
La cosecha había sido esplendida. Tanto, que tuvieron que contratar empleados que guardaran horas de su trabajo para la cooperativa local que él controlaba y por la que respondía con su propio peculio, pues pagaba bien.
Eran días de trabajo duro, pero de alegría. Su riqueza aumentaba y los jornaleros también trabajaban felices de contar con un sobresueldo a su propio año de bienes.
No podía ser más feliz. La crecida había sido mejor que una serie de años increíblemente buenos, con lo que la cosecha había sido la mejor de su vida, en cantidad y calidad. Tanto, que el propio Harati pagó de su bolsillo una fiesta para todo el poblado y las áreas circundantes.
No había sido un año fácil. El trabajo de un conjunto de tierras tan extenso como el que controlaba no era sencillo.
Rememoró el año mientras rezaba, agradeciendo a los dioses su suerte.
Cada mes. Cada estación. Cada periodo. Cada ceremonia: desde la de la apertura de canales, dejando fluir el agua de la crecida, o la de «tender la cuerda», donde se marcaban los territorios de cada cual, a la ceremonia de fecundidad.
Rio con ganas.
Su mujer odiaba hacer el amor entre el fango, pero no podía negarse a la costumbre religiosa, y se hacía rodear por criados y esclavos para evitar que una serpiente les sorprendiese en pleno acto, lo que era altamente improbable.
Pero a Nefret se lo perdonaba todo. Ni siquiera notaba la presencia de los criados a su alrededor.
Rio a carcajadas cuando recordó aquel bendito día.
También recordaba con cariño la procesión por todos los campos portando la imagen del dios, en la que removían la tierra con sus pies y conseguían que las semillas se mezclaran con el limo.
Y, por supuesto, la alegría de la fiesta de la cosecha.
Reía como un loco cuando las canciones rememoraban la visita de los inspectores, acompañados de guardias armados con bastones y látigos de hojas de palma con los que apaleaban a los que no podían pagar, los arrojaban a los pozos y tomaban a sus mujeres.
Sin darse cuenta, se había dejado llevar por sus ensoñaciones. La posición del sol le dijo que ya era tarde. Caminó ansioso. Estaba contento, porque con las ganancias obtenidas compraría ricas telas con las que esperaba hacer feliz a su esposa.
Se descubrió excitado. solo imaginar la piel tersa y sedosa de Nefret, sus pechos firmes y su sexo tan ardiente como poco pródigo, le hacía dar gracias de nuevo a los dioses. No podía pensar en mucho más que en terminar la jornada y correr a casa a abrazarla. Su hijo ayudaba a los jornaleros. Tendría intimidad para algo más que un breve revolcón en la estera.
Cualquier día tendría que llevar a su hijo a un burdel para que se fuera familiarizando. Algunas madres iniciaban a sus propios hijos en las artes amatorias, pero a él le horrorizaba solo pensarlo. Eran cosas de dioses, no de hombres.
Franqueó el portal de su casa. Todo estaba desordenado y poco limpio, pero no le importaba. Estaba acostumbrado al mal humor de Nefret.
Se quitó el faldellín, liberando la opresión en su miembro hinchado.
—Nefret.
No escuchó respuesta, salvo un sollozo. El corazón le dio un vuelco. Subió la escalera de dos saltos, rompiendo un escalón.
—¡Nefret!
Una silenciosa y rapidísima plegaria a los dioses. ¡Que no estuviera enferma! Que se tratase de algo leve. Tal vez un accidente casero sin importancia. No quería ni pensar que algo malo le hubiese ocurrido. Se haría matar para acompañarla junto a Osiris.
Suspiró aliviado al encontrársela tumbada en la estera, llorando. Era solo otro de sus episodios de la desdicha que se inventaba.
—¿Qué te ocurre? Mi amor, todo va muy bien. La cosecha ha sido increíble. Hemos ganado más que nunca. Mañana te llevaré al mercado para que compres la mejor tela para una capa y vestidos nuevos, y la joya más deslumbrante que encuentres.
—¿Al mercado? —escupió—. Lo mejor del mercado me da nauseas.
Llévame a Menfis.
—Sabes que no podemos. Y tampoco pertenecemos a ese lugar. Somos lo que somos.
—Tú eres un miserable campesino que no desea sino morir de hambre en su terruño.
—¿Miserable? ¡Somos ricos! Todos nos respetan y valoran lo que hacemos por ellos. Todos nos envidian y agradecen nuestra benevolencia. Darían su vida por mí, si se lo pidiera. Tenemos cuanto queremos, todo lo que se puede comprar y todo cuanto se puede aspirar a tener aquí. Tú misma tienes el respeto y aun el temor de todo un pueblo, pendiente de tus actos y admirado de tu belleza.
Miró a su esposa con amor antes de continuar,
—Cariño, Menfis no es el mundo real. Es un paraíso simulado, tan breve y efímero como el adobe con el que construyen sus palacios, por muy ricos que sean. Este sí es real, porque lo que tenemos, lo hemos ganado con nuestro esfuerzo.
Nefret levantó la vista. Sus ojos rojos rodeados de oscuras ojeras le daban un aspecto feroz y su boca se curvaba en un rictus bien poco natural.
—Cualquier año de estos habrá una mala cosecha y lo perderás todo. Y los que ahora dicen respetarte se comerán tus huesos. No eres nadie y no vas a arrastrarme más por tu vida santurrona y patética.
—Te equivocas. Cuando haya una mala crecida serán ellos los que sufrirán, porque dependerán de nosotros y del grano que almacenamos y les procuraremos. Cambiarán el valor de sus joyas tan rápido como ahora te las prohíben por tu origen. Eres lo que eres y no lo vas a cambiar por más joyas y telas con que te cubras. En Menfis no durarías una estación. Te comerían como a un pajarillo, tan inteligente como te crees.
—Más inteligente que tú, que vives como si tuvieras que alimentar al país entero, sin disfrutar lo que los dioses te han regalado, en tu burda arrogancia.
Eres tan inepto en la vida como impotente en el sexo.
Harati ni siquiera fue consciente de lo que hacía. Golpeó a Nefret con la mano abierta. Ella suspiró de puro sorprendida, mirándole a los ojos.
La breve indefensión de su mujer le excitó. Su piel blanca y su cuerpo desnudo, junto con una desconocida sensación de poder, le hicieron jadear de ansia de su sexo.
—Esto ya ha durado demasiado. Vas a cumplir como mi esposa por las buenas o por las malas. Ningún dios me reprochará que tome lo que es mío.
Se arrodilló frente a ella, agarrándola por una rodilla para evitar que cerrara las piernas, abriéndose paso con su cuerpo.
Nefret le arañó la cara hasta los ojos. Harati volvió a golpearla sin fuerza con la mano abierta, sintiéndose más excitado cuanto más se oponía ella, que no parecía darse cuenta y continuaba luchando, como si la vida misma le fuera en ello.
En su fuero interno, él sabía que algo oscuro se había despertado. Aquello no estaba bien, por mucho que supiera que la razón estaba de su lado.
Pero entonces sentía un rodillazo o un arañazo, y un nuevo impulso sexual crecía, hinchando su miembro hasta que cada palpitación le dolía más que los golpes.
Rugió de rabia y golpeó el rostro de Nefret con un buen bofetón después de que ella intentara introducirle un dedo en el ojo para cegarle. Eso le hizo ceder un instante, que aprovechó él para guiar su miembro hasta su sexo y empujar con toda su fuerza sin dejar de rugir. Poco más pudo hacer ella, salvo apartar la cara.
Harati embistió de nuevo, gruñendo por un placer prohibido. Sintió que su resistencia cedía y eso le dio nuevos bríos.
Empujó una y otra vez y vio que Nefret cerraba los ojos y entreabría la boca.
¡Le gustaba!
¡Por todos los dioses! ¡Años de ternura y caricias delicadas y resulta que lo que le gustaba era esto!
Feliz de haber concluido la crisis, siguió embistiendo.
La pelvis de ella se elevó a su encuentro. Un suspiro salió de sus labios.
Harati encontró un instante para dar gracias a los dioses. Ahora todo iría mejor.
Hasta entonces se había comportado con dulzura, casi con miedo de dañarla, como una muñeca. Con razón le había evitado. Apenas debía haber sentido nada. Le gustaba el sexo más pasional que el cuidadoso amor que le había dado hasta ahora, como el que tratara una joya frágil y delicada.
Empujó con más fuerza a medida que se acercaba el clímax. Ella jadeó y arqueó su cuello. Él gruñó de nuevo, de pura satisfacción. Al siguiente embate, se dejó ir en un grito de triunfo final, junto a un largo gemido de ella.
Pensó que su corazón iba a explotar, pero sonrió. Había sido el mejor coito de su vida. Si como decían, el acto sexual en la fiesta de la cosecha como ofrenda a Ra favorecería la siguiente crecida, esta sería descomunal. Quizás demasiado fuerte y dañina.
Pero apartó los remordimientos.
Abrió los ojos. Ella apartaba la vista, llorando.
Harati no comprendió. Su cara había reflejado un placer que no le había conocido hasta ahora. ¿Y de nuevo lloraba?
—¡Harati!
Se puso en pie de un salto. Frente a él estaban su suegro, el alcalde del pueblo y un policía. Les conocía bien. Era él mismo quien les mantenía a los tres. Pero sus caras serias decían que no venían para ofrendas ni para compartir la dicha. Sus ojos oscilaban entre el enfado y la vergüenza.
—Te acusamos de violación y maltrato.
Una carcajada explotó en su pecho.
—¿Violación? ¡Miradla, por Osiris! —gritó señalando su miembro húmedo y goteante, aún enhiesto, y a su mujer, aún encogida tras las contracciones de placer—. ¿Os parece esto una violación? ¡Salid de mi casa!
Miró a su mujer a los ojos. Encontró culpabilidad, pero sus palabras no eran inseguras.
—Lo siento.
Vio un gesto del policía que no supo identificar. Apenas sintió el bastonazo en su sien. Cayó desmadejado.