SNEFRU

Año 2619 a. C.

No había nada que sacara al faraón del estado meditabundo y triste que lo aquejaba.

Ni siquiera los pastelillos de higos que tanto le gustaban y por los que tanto había luchado con su médico personal le llamaban la atención.

Más que sentado, parecía que hubiera caído de una gran altura sobre el trono y así se hubiese quedado.

Snefru pensaba en lo efímero de una vida… Y la crueldad de un fin sin remisión. ¿Qué había hecho a los dioses para que le maltrataran de aquel modo? Él no había creado el conocimiento que perseguía, y como Rey, los dioses más indolentes enrojecerían de vergüenza si no se aplicara con vehemencia en busca del secreto. Era como enseñar un dulce a un niño y luego negárselo cuando más lo ansiaba. Apretó los nudillos hasta que sus puños temblaron, mascullando en voz alta.

—¿Qué más quieren esos bulliciosos monjes?

Es cierto que reinaba gracias a la intercesión de estos tras la muerte de su padre, Huni, pues era ilegítimo. Y solo el poder de los sacerdotes de Ra le había valido para bendecir su matrimonio con la hija legítima del faraón y reinar comenzando una nueva dinastía, en un tránsito de poder tan peligroso como incierto.

Pero había pagado las deudas con creces. Él era un hombre de palabra.

Les había dado más riquezas de las que jamás hubiera llegado a negociar un sacerdote.

Y querían más.

Siempre querían más. Estaban celosos de la prosperidad que había regalado a las buenas gentes. Aquellas hienas hubieran pretendido que les hubiera dado todo, los canales, los palacios, las casas de vida, los depósitos de grano y los albergues. Cualquier gasto que no fuese en sus propiedades les hacía chillar como las mujeres de su harén cuando regalaba una joya a una de ellas.

Sonrió resignado. Antes era fácil. Con el viejo sumo sacerdote se podía hablar. Era ambicioso, pero honesto. Fue él quien negoció en nombre de Ra. El mismo quien le prometió una morada de eternidad que realmente le daría la vida eterna, no un burdo amago de imitación al sabio Imhotep: una pirámide tan grande y alta que su reflejo haría daño a los ojos en la misma Nubia y que mantendría su cuerpo intacto mientras su alma pudiera viajar a su morada en las estrellas, allá donde los puñeteros dioses la escondieran. Rahotep, que había vivido media vida oprimido por la conciencia de faltar a su amistad, a la misma Maat, pues incumplió un trato justo, y a su rey y hermano.

—¡Por todos los dioses! Si le había entregado a mis propios hijos para que les instruyera en las leyes de Ra —gritó sin importarle la presencia de los cortesanos, que le miraron con miedo. Hizo un gesto de desprecio y volvió a sus pensamientos.

Se vio obligado a negociar con él. ¡Con el más fiel de sus amigos! Incluso viendo la incomodidad en sus ojos culpables. Le dio todo lo que le pedía sabiendo de su dificultad moral, ya que se encontraba entre sus superiores clericales y la amistad que le unía a su faraón y su familia, pues no dejaba de ser su medio hermano.

¡Y ellos le impidieron cumplir con su promesa!

Jamás le había dicho con qué le habían obligado. Tal vez habían amenazado a su familia. Incluso a la del faraón. Sabía que lo hubiera dado todo por proteger a los niños, que le querían como algo más que su maestro.

Veía el sufrimiento en sus ojos cuando hablaban de las estrellas y se daba cuenta de que estaba hablando demasiado y debía callar.

Recordó cuando solía sorprenderle en las noches claras, mirando las estrellas con una tristeza tan intensa que casi podía tocar las ondas de pesar que su Ba irradiaba. Sabía que allí estaba la clave del secreto, pero jamás pudo deducirlo, y su código ético le impedía presionar demasiado a alguien a quien tanto quería, viendo cuánto sufría por guardar el enigma. Si hubiera podido decírselo, se lo hubiera entregado con el placer de quien se quita de encima una maldición. Los dos lo sabían.

Y los sacerdotes también. Sabían que estaba viejo y cada día más susceptible al cariño del faraón y sus hijos; hubiera terminado por darle el conocimiento. Por eso acabaron con él.

Incluso se negaban a entregarle su cuerpo para darle la morada de eternidad que merecía.

El querido anciano hubiera cumplido su promesa aunque Snefru no fuera el Rey. ¡Y en cambio, las hienas se limitan a encogerse de hombros y decir que no tenían los conocimientos que atesoraba su viejo maestro!

No se lo creía. Los sacerdotes ansiaban ese conocimiento mucho más que el propio faraón, por cuanto deseaban su trono para poner en práctica el secreto. No lo iban a desperdiciar para evitar que él lo tuviera. Él no dejaba de investigarles para ver a quién promocionaban, qué candidato público o en la sombra podrían estar preparando para ser faraón y dios en beneficio suyo, pero no conseguía nada. Sus espías eran interceptados y algunos incluso cambiaban de bando. Eran herméticos y estancos en sus relaciones. No había modo de llegar hasta la cúspide de su poder. Hubiera sido más inteligente por su parte dejar que el secreto viera la luz e intentar llegar al trono por otros medios, como era habitual desde el principio de los tiempos, que perderlo para siempre.

¡Y ahora tenían la desfachatez de alegar que habían perdido su legado escrito!

Aflojó la tensión en sus manos. No era fácil saber que su alma se corrompería junto con su cuerpo si no encontraba aquellos papiros. Y ni siquiera creía que estuviesen perdidos. solo por cubrir una posibilidad remota había encargado la investigación a Mehi. ¿Qué podía hacer? Las negociaciones con los sacerdotes estaban rotas hacía mucho tiempo, tras comprobar que nada de lo que les diera les haría cumplir con su trato. Y no podía entrar a sangre y hierro en los templos, ni abolir el culto sin romper con la simpatía del pueblo, que tanto esfuerzo le había costado ganar.

Recordaba sus largas y amenas conversaciones con el viejo Rahotep. Las había transcrito una y otra vez y entregado a sus sabios, constructores y astrónomos…

¡Y ni siquiera habían sido capaces de completar la pirámide de Huni en Meidun! Los muy inútiles se limitaban a añadir hileras verticales que algún día se caerían, tan seguro como que su vida misma se extinguiría.

¡Y había enviado a un inocente constructor, apenas un muchacho, a las fauces del león!

Se agarró las manos para mitigar el temblor.

Lo peor era no poder decir nada a sus hijos. Temía amargarles la vida, como el secreto había amargado la suya. Sabía que tenían mucha razón en algunos aspectos, independientemente de las formas de Keops, quien se comportaba como si fuera él mismo el sucesor. Le vigilaría, pues temía por su primogénito. La ambición desmedida acababa con el amor fraterno. La historia no dejaba lugar a dudas.

—¿Se aburre, mi rey?

Snefru levantó la vista. Era Aj, su sacerdote personal y ayudante de Rahotep, al que conocía desde niño. Le miró a los ojos escrutando su alma, pero su inocencia siempre superaba la prueba. No sabía nada. Y era el único que se atrevía a hablarle entre todos los timoratos sacerdotes, que le temían como los conejos a un león.

—La verdad es que sí. Mis pensamientos no son gratos y necesito algo que me saque de la meditación estéril.

—Las mujeres suelen ser lo mejor para eso. Y hay muchas para escoger.

Snefru sonrió.

—Ocupan mi mente el tiempo justo para que mi verga se desinfle, y a veces ni siquiera tanto.

—¿Ni siquiera las nubias?

El faraón rio entre dientes.

—Te noto muy inquieto. ¿Es que quieres que te preste una?

Aj se removió intranquilo. No estaba acostumbrado a que le pusieran a prueba. Un sarcasmo del faraón no era cosa a tomar a la ligera, aunque conocía al rey y sabía que no era sino una broma amable, pero por si acaso…

—solo me intereso por el ánimo de mi señor. Jamás insultaría a los dioses yaciendo con una mujer en palacio, que considero como mi templo.

El rey hizo un gesto de disculpa con la mano. ¿Es que nadie tenía un mínimo de sentido del humor? ¿Por qué nadie tomaba sus palabras como una simple broma? ¿Acaso temían que los fuera a deportar o algo peor?

Contestó mientras ponía los ojos en blanco, por pura educación y el respeto que debía al buen Rahotep, por el cariño que tenía a su discípulo. A menudo, de no haber conocido la rectitud del anciano, se preguntaba si no sería su hijo.

—Las nubias son salvajes la primera noche, en la que te exigen por encima de tu capacidad física. Mira sus hombres —señaló a los guardias nubios de piel oscura que requerían una prenda especial, más ancha y apretada que el faldellín norteño para cubrir su virilidad—. ¿Crees que podría igualarles? —sonrió—. Pero luego se vuelven como las otras. Aburridas y serviles.

—¿Y los músicos? ¿Y las representaciones?

—Lo mismo: poco originales. Hay pocas buenas músicas, y ya no me excitan como antes. Me esfuerzo para no dormirme solo por respeto hacia ellos.

El sacerdote pareció meditar un instante. El rey sintió curiosidad.

—¿Qué piensas?

—En que tal vez el faraón pudiera crear sus propios espectáculos. Las mujeres deben poder hacer algo más que pelearse entre ellas.

—Si por mí fuera, las pondría a todas a trabajar la tierra, pero echarían a perder su belleza, y no son fáciles de encontrar, ni baratas de comprar.

Observó a Aj. Estaba mirando hacia el río, donde unos pescadores lanzaban sus redes.

El rey comprendió y soltó una carcajada. El sacerdote enarcó las cejas.

—¿Me autorizáis a prepararlo?

—Por supuesto. Será interesante.

Salió corriendo.

Snefru no dejó de reír durante un buen rato. Si aquello salía bien, le haría sumo sacerdote. Sería divertido.

No tardó ni una hora. Cuando montaron en una simple barca de humilde pescador guiada por el mismo Aj, unas diez barcas similares bamboleaban alrededor de la suya.

Las mujeres miraban perplejas. Todas estaban completamente desnudas sin ningún tipo de reparo, ni siquiera ante las miradas ansiosas, aunque disimuladas, de los pescadores, que cambiaron su papel al de meros pilotos, temerosos de ser denunciados por las iracundas concubinas. Aj levantó las manos y gritó:

—Os he traído por orden del faraón, para su diversión. Todas tenéis redes a vuestro lado. Pescad.

Risas. Sin duda creían que era una extraña broma. Todas formaban parte del mismo harén, aunque muchas no se conocían, y sabían de sobra que aquel juego terminaría con el rey retozando con alguna sin ningún tipo de embarazo, tal vez incluso delante de su propia guardia.

Una de ellas alzó la voz:

—¿Y cuál es el premio?

Todas murmuraron sorprendidas por su ambición. Nadie se atrevía a levantar la voz al faraón si este no le había preguntado primero. Tal privilegio era solo permitido al visir, y no siempre. Probablemente fuera castigada.

Pero en lugar de eso, el rey sonrió sin dejar de mirar a la bellísima joven.

No la conocía. Era apenas una niña y, sin embargo, tenía más valor que muchos de sus generales. Se quitó un collar de oro y lapislázuli y lo mostró sin hablar.

Era mucho más valioso que cualquier baratija de las que acostumbraba a regalarles para callar sus caprichos. Tal vez suficiente para pagar la manutención de una familia durante toda una generación.

No hubo mucho más que decir. Todas agarraron torpemente las redes e intentaron arrojarlas al agua como habían visto hacer tantas veces. Las más arrojaban el fardo completo sin desplegar, que caía al fondo como una piedra.

Sus expresiones de fastidio por perder aquella joya eran más graciosas que nada de lo que el rey viera en mucho tiempo.

Snefru comenzó a reír. La frustración hizo enrojecer a muchas, intentando recuperar las redes. Otras tomaron las de su compañera. Algunas se pelearon.

Dos terminaron enzarzadas entre las redes, retorciéndose como anguilas mientras se insultaban y se tiraban de los pelos.

Miró a Aj divertido. Era lo mejor que veía en meses.

Apenas quedaban redes al alcance de las mujeres, que se insultaban a voz en grito. Un par de ellas consiguieron lanzarlas y tiraban de ellas sin éxito.

Le llamó la atención la niña que le había hablado. Había lanzado las redes, y recogido de nuevo vacías, un par de veces. A la tercera, la quiso lanzar con tanto impulso que trastabilló y cayó al agua.

Snefru dio un respingo, haciendo ademán de arrojarse al agua, pero Aj le detuvo con una mano en su hombro. Enseguida, y a pesar de la oposición de la red, la chica pudo agarrarse al bote y, con la ayuda del pescador, volver a él.

Las mujeres se reían de ella, creyendo que complacían al faraón.

Pero Snefru ya no reía.

La chica se puso de pie, luchando por desenredarse.

La red se pegaba a su piel resaltando sus formas, aún no terminadas de definir. Se estiró y sus pechos se marcaron. Sus pezones brillaban al sol entre las hebras de red que los aprisionaban. Los finos hilos herían su piel, y los intentos por librarse se hacían más burdos cuanto más nerviosa se ponía, apretando más la red en torno a ella.

Su cara refulgía entre el ardor de sus ojos y el rojo fuego de sus mejillas encarnadas por la vergüenza. La carne de sus pechos y piernas comenzaba a enrojecer por el roce de la red, que la apretaba cada vez más, pero desechó la ayuda del pescador con un bufido de orgullo.

Se estiró como una gata, arqueando su cuerpo, totalmente atenazada. La red se ajustó más a su piel y sus labios se entreabrían en silenciosos quejidos entre los dientes apretados.

Snefru se miró las manos.

Sudaban.

Y temblaban de excitación. Ni siquiera se había dado cuenta de lo que se hinchaba su miembro bajo el faldellín hasta que notó el placer. Se le quedó la boca seca. No podía apartar los ojos de aquella chiquilla. Se tiró al agua tras apartar la tosca prenda y sin importarle dejar a la vista su erección.

Un par de brazadas y ya se agarraba al bote.

Con el mismo impulso con el que subió a él, agarrado del brazo del pescador, arrojó a este al agua y casi hizo caer a la concubina.

Se levantó. Ni siquiera entonces la niña dejaba de luchar contra la red, tan obstinada que no le vio. Miró al resto de las barcas, donde las mujeres asistían al espectáculo, atónitas. Aj sonreía. El faraón apenas alzó la voz.

—¡Fuera! ¡Todos!

Con un leve toque, empujó a la niña sobre un montón de cuerda. Ella le miró con enfado, sin reconocerle, hasta que vio un pequeño cuchillo entre las manos del faraón. Pero no sintió miedo en absoluto. Comprendió su situación e hizo ademán de apartarse asustada, como si creyese que la iba a matar, cuando sabía lo que el faraón quería de ella.

Eso excitó más a Snefru. Ella interpretó su papel, fingiéndose asustada y alentando al rey a que siguiera jugando. Seguía mirándole a los ojos con fuego en su mirada, simulando apartarse de él cuando se acercaba y, sin embargo, invitándole con su sonrisa.

Aquello le excitó tanto que dio las gracias a los dioses.

Guio su mano hacia el vello de su sexo, tirando rudamente de él y llevándose algunos pelos junto con la red, que rajó un palmo, provocando un chillido de ella y su propio jadeo.

El rey arrojó el cuchillo al río. Ella respondió acostándose sobre el fardo de las redes.

Una sonrisa malévola se abría en su cara de niña.

No dijo nada.

solo abrió las piernas.

El faraón se arrojó sobre ella, que aceptó el reto, moviéndose bajo él con una fuerza que no parecía tener. No duró mucho. El rey estaba tan excitado que enseguida se vació sobre ella, mientras gritaba de placer, sin dejar de besarla entre los hilos de la red, que sabían a pescado.

Suspiró satisfecho. En un instante había olvidado los problemas de media vida y obtenido más placer que con cientos de aquellas mujeres vacías.

La niña le rodeó con sus piernas y sus brazos, cubriéndole con la red.

Snefru recuperó el resuello y miró su cara sonriente.

—¿Cómo te llamas?

—Merittefes.

—Desde hoy, nadie sino tú ocupará mi lecho.

Ella asintió. El rey comenzó a incorporarse. Estaba muy satisfecho. Por primera vez en mucho tiempo, hacía el amor sin pensar en obligaciones ni temas mundanos.

La miró con cariño, sintiendo curiosidad.

—¿No tenías miedo? ¿Ni un instante? ¿No pensaste que podía haberte hecho daño con el cuchillo?

Merittefes sonrió.

—Sabía que corría un riesgo solo cuando me tiré al agua. Apenas sé nadar.

Lo demás no me daba ningún miedo. En el momento en que me mirasteis, supe que erais mío.

Snefru rio con ganas mientras tomaba el rudimentario timón. Sus guardianes en tierra se afanaban por no perderle de vista, armas en mano, pues se alejaban de la zona de seguridad, y si caían de nuevo al agua no podrían protegerle de las bestias del río.

Le resultó cómico. Hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien.

—Déjales que sigan corriendo un rato más.

Miró hacia abajo. La niña había abierto sus piernas, mostrando su sexo oscuro y sus labios rojos como la sangre, brillantes por la humedad de sus fluidos.

Aquel día, la guardia tuvo que correr mucha distancia a lo largo del río.