Año 2619 a. C.
La conciencia le golpeó con más fuerza que los golpes en una batalla. Lo primero que sintió fue un súbito acceso de vómito por su garganta que le hizo girarse tan rápido como pudo para evitar ahogarse en su propio fluido.
Sin saber aún dónde estaba, escupió sus propias entrañas entre el ardor de la garganta y el dolor extremo de sus abdominales contraídos.
Tras reprimir varias arcadas posteriores, al fin abrió los ojos enrojecidos y miró al frente. Un callejón estrecho y oscuro.
—Gracias a Amón. Ya es bastante duro perder el dinero —presumió sin necesidad de mirar su bolsa— para despertar como lo peor: un paria borracho y violento.
«Como lo que soy», pensó con tristeza.
No era viejo en absoluto, pero llevaba tantos años en el ejército que no sabía hacer otra cosa que luchar y obedecer. Y cuando no tenía qué hacer se sentía solo, triste y olvidado. La celebración era para el faraón y los generales, que se llevaban las riquezas y los abrazos de las mujeres. Para él no quedaba nada.
¡Qué diferencia con los pequeños pueblos, donde se sentía un héroe! Pero le habían obligado a permanecer en la capital y ya había dilapidado su mísero anticipo.
Se levantó como pudo, despegando la piel de sus brazos de los vómitos secos. Al incorporarse, sus miembros le dijeron que había sufrido algo más que una borrachera, aunque no solían salirle moratones. Era muy bueno encajando golpes. Su cuerpo era duro como una roca.
Rio entre dientes.
—¡Lo mismo que mi cabeza! Vale para atravesar muros, pero no para mucho más.
Se dirigió hacia la mísera posada que ocupaba. Un trozo de estancia tan grande como su estera. Se lavaría y dormiría la borrachera. La próxima vez recordaría beber cerveza y licores de mejor calidad.
—¡Soldado!
El grito a su espalda le asustó como nada antes en la vida. Y no porque temiera por su integridad, sino porque retumbó en su cabeza como si lo hubieran entonado los ejércitos de todos los países al oeste del Nilo.
Trastabilló y cayó de culo en un burdo intento por girar y saltar a la vez.
Se levantó a toda prisa, avergonzado de su propia torpeza, dispuesto a vengarse de la burla.
El escriba no llegó siquiera a sonreír. Un cuchillo corto pero tan afilado que podría cortar un rayo de sol brillaba en su garganta.
—Me da igual quién seas. Si vuelves a gritarme te rajo la garganta y te echo de comida a los buitres.
—¡Soldado! —susurró el hombrecillo—. El faraón os llama.
La sorpresa fue tal que Memu quedó paralizado. El escriba insistió con un hilo de voz.
—Tengo que llevaros ante él. Quizás no sería buena idea hacerle esperar.
Memu reaccionó. El faraón. El rey. Snefru. Habían luchado en Nubia. Le había felicitado personalmente por su coraje. Recordó la escena. Una peligrosa escaramuza nubia había tenido éxito y no habían podido contenerla a distancia de arco, amparados en la oscuridad de la noche, bajo cuya protección solo luchaban los demonios y los cobardes. Recordó aquellos diablos, de los que apenas se veían los ojos y sus blanquísimos dientes mientras blandían sus cuchillos anchos como sus brazos. Luchó contra el más grande de ellos y un golpe de fortuna le dio un instante de vacilación de su oponente tras un paso en falso que le dobló el tobillo, lo que aprovechó para traspasarle con su espada cuando ya pensaba que su vida estaba más cerca de terminar que de vencer, tras un buen rato de lucha. Entre el fragor del combate y la escasa visibilidad de las antorchas nadie se percató del infortunio del nubio, y él había triunfado como vencedor en combate justo ante el más bravo de los enemigos. El mismo faraón le alabó en público, lo que le supuso un ascenso inmediato.
—¡Soldado! ¡El cuchillo!
Al fin relajó el brazo. El escriba se liberó de su abrazo, tosiendo para recuperar el resuello y apretándose el cuello en busca de sangre.
—Quizás debería lavarse. No creo que el faraón apruebe su… olor.
—No me digas lo que tengo que hacer —dijo, apuntándole con el cuchillo.
Pero tras él, colgando del brazo, había restos de vómito que se sacudía con asco.
Dio la vuelta y corrió, bamboleante. Apenas había terminado el escriba de limpiarse cuando apareció de nuevo, chorreando agua, pero limpio y con un nuevo brillo en los ojos.
—Vamos.
Nunca había estado en palacio. Y ya era hora de que reconocieran sus… méritos. Se detuvo de golpe. ¿O acaso le iban a acusar de armar bronca? Miró al escriba que corría detrás de él. Sintió miedo y ganas de salir corriendo.
No podía escapar. Le buscarían.
Escuchó un grito en falsete.
—¡No es por ahí!
—¿No vamos a palacio?
—No. Nos recibirá en una casa.
Memu tuvo que adaptar su paso al del hombrecillo. Anduvieron durante un buen rato por un barrio residencial que no conocía. ¿Cómo iba a conocerlo? ¡Si el pago del trabajo de toda una vida no le daba ni para licor mal destilado…!
Hasta que el menudo escriba se paró a las puertas de una impresionante mansión, donde les esperaba un personaje extraño, orondo pero estirado, con bolsas en los ojos y enorme papada. Vestía ricamente. Memu se arrodilló.
—Majestad.
—¡Es un criado!
El escriba continuaba caminando por el patio mientras el gordo intentaba esconder su sonrisa. Su desprecio era tan evidente como el asco que había sentido al tener que tocarle. Memu se debatió entre sacar su cuchillo y acabar con los dos o seguir al hombrecillo. No había tiempo. Corrió tras él, echando fuego por los ojos hacia el buey, cuya espalda se agitaba.
—¿De qué asqueroso podrido es esta casa?
—Es mía.
Decidió callarse durante un rato, a ver si se le pasaba del todo la borrachera, no fuera a ser que se le escapara alguna idiotez frente al mismo faraón. Aún había algo que pudiera ofrecerle antes de rajar la garganta del pequeño escriba, «hacer las paces con el gordo» y huir de allí con lo que se pegara a su mano.
Entraron a un par de salas interiores, llegando hasta una tercera, pequeña pero ricamente amueblada y pintada. Unas aberturas en el techo, disimuladas por molduras y relieves, traían aire fresco, y un tragaluz cubierto de una extraña piedra blanca veteada dejaba pasar una luz que no calentaba y permitía una perfecta visión de los muebles tallados y pintados.
Esta vez fue el escriba quien se arrodilló ante un hombre que vestía exactamente lo mismo que él. Un mero faldellín de lino basto.
—Majestad.
Memu comprendió tarde y se obligó a agacharse. En ningún momento había creído que fuese en verdad el faraón, sino una mascarada para impresionarle, pero aquella figura realmente se parecía a las estatuas que le imitaban, y sin duda la majestuosidad era la original. No recordaba su cara cuando le felicitó, pero aquel era un hombre acostumbrado a mandar y a infundir respeto. Él sabía mucho de eso.
—Gracias, Uni. Soldado Memu…
—Mi señor.
—Te recuerdo de la campaña en Nubia. Un soldado valeroso y fiel, tan sincero como poco disciplinado. Pocos soldados ganan en duelo cuerpo a cuerpo a un nubio.
No sabía qué decir, así que no dijo nada. Agachó la cabeza, como un perro ante su dueño. Tenía miedo de soltar una estupidez.
—Eres un buen soldado. Y necesito a alguien como tú para una misión importante.
Memu levantó la cabeza. Si llevaba vivo tanto tiempo era porque sabía oler los problemas como los animales el agua.
—Pero mi señor… Si es una misión importante requerirá inteligencia, y no es algo que a Ra le sobrara en su aliento cuando me lo insufló. Eso lo sabemos todos.
El faraón rio, echando su cabeza hacia atrás y sujetándose la tripa con las manos.
—¿Ves, Uni, como es el indicado? Fiel como un perro y tozudo como un mulo. No temas, Memu. Uni tiene inteligencia por los tres, y él estará al mando.
—¿Él? —señaló Memu, chirriando los dientes.
—¿Algún problema?
—Majestad, en el ejército respetamos a nuestros superiores por la fuerza de su brazo.
—Pues que yo sepa, tú no te has hecho respetar mucho, que digamos. Pero no temas. Descubrirás mucho en Uni y aprenderás de él. Ambos lo haréis. Pero ya basta de cháchara. Quiero saber que aceptas la misión, incluso si te costase la vida. Incluso si durase toda tu vida o superase la mía misma, en cuyo caso darías cuentas a mi hijo, el que será nuevo faraón cuando Ra lo disponga.
—Er… Majestad.
Snefru puso los ojos en blanco.
—Se te pagará como si fueras un visir, pero solo si sale bien. Mientras tanto, Uni te proveerá con sus propios bienes. Y de momento, ya eres capitán.
Memu hizo una genuflexión respetuosa. Era todo lo que quería saber.
—Y si me engañas, o vuelves a amenazar a Uni, haré que te suelten sin armas en una aldea nubia. A ver si te atreves así a tratar con… condescendencia a sus mujeres.
Uni miró asombrado al faraón. A Memu le llevó unos segundos comprender que lo había sabido sin que el flacucho escriba le dijera nada. Él mismo se sorprendió de que el faraón supiera tanto sobre sus costumbres sexuales.
Aquello pintaba bien. ¡Ya era capitán sin hacer nada! Tantos años luchando en balde y de repente, sin esperarlo, lo conseguía. Quizás, después de todo, había justicia divina. Tal vez debiera rezar más a menudo y hacer alguna ofrenda más que verter unas gotas de licor al suelo antes de beber.
Sonrió con placer. ¡Iba a tener sueldo de noble!
Pero no había tiempo para más. El escriba le tiraba del brazo. Salieron de la estancia al patio, frente a un estanque.
—¿Qué tengo que hacer?
—Lo que yo te mande.
—¿Cuál es la misión?
—Recuperar unos papiros.
Memu bufó para sus adentros.
—¡Pues vaya misión!