Año 2619 a. C.
Al heredero al trono lo despertó su criado particular antes del alba. Ni siquiera tuvo que tocarlo. Escuchó los pasos del sirviente y ya estaba de pie. Ni un bostezo, ni un gesto de cansancio. Se lavó con agua que le fue traída de las tinajas de cobre, donde se purificaba para evitar venenos e impurezas. Vistió su faldellín y una breve capa de lino y salió de su cámara seguido del criado, al que no dirigía la palabra.
Pasó sin mirar las cámaras, como si los vanos de las puertas se abrieran a su paso y no fuera él quien caminara entre ellas, una y otra vez, hasta el exterior, al jardín que miraba al Nilo sagrado donde los sacerdotes ya le esperaban.
Tomó las ofrendas de la mesa sin sentir siquiera la menor tentación de llevarse uno de aquellos manjares a la boca y, sin hablar, escuchó los rituales, mil veces oídos ya, de las voces rutinarias de los sacerdotes sin dejar de mirar al cielo mientras el disco solar se abría paso entre las colinas pétreas.
Sabía sin duda que él sentía más devoción que todos los sacerdotes juntos, y solo la férrea disciplina que se imponía el que un día sería faraón obligaba a aquel absurdo número teatral todos los días. Sería una buena propaganda para el pueblo que su faraón fuera tan meticuloso en sus labores religiosas. No le importaban aquellos hipócritas. Ya tendría tiempo de hacer cambios. Desde que murió Rahotep nada tenía sentido, aunque en memoria a él seguía mirando al cielo cada día, orando por su eternidad y repitiendo su nombre para que cobrase vida en su nueva forma. Se sentía solo, ya que su padre estaba demasiado ocupado. Además, desde que volvió de Nubia y se enteró de la desaparición del viejo, cambió de tal manera que pareció renegar del mundo, como si nada tuviese ya importancia.
Hacía tiempo que quería hablar con él. Encontrar las palabras oportunas entre el cariño de un hijo que echa de menos a su padre y se preocupa por su ánimo y el heredero del trono ante el faraón de las dos tierras. Era difícil, y siempre primaba la formalidad ante el cariño, aunque sabía lo mucho que su padre apreciaba sus buenas maneras y sus gestos apacibles, sobre todo en presencia de su hermano Keops, que era capaz de alterar hasta a la mismísima Isis.
¡Ay, Keops!
Se preguntaba qué le habían hecho para que germinase un carácter tan difícil. Él, menos que nadie, no tenía la culpa de haber nacido primero, ni mucho menos de ser el favorito de su padre. Su hermano no sabía que era su propio derrotismo y su creciente rencor lo que hacían de él un indeseable capaz de hacer que el faraón prefiriera los asuntos de estado a una charla íntima con sus hijos.
—Majestad.
Miró a los sacerdotes, que le llamaban cohibidos por sacarle del trance. Les miró con enfado. Que pensasen que se hallaba en comunicación con los dioses en lugar de echando de menos a su viejo maestro.
Se encaminó a la parte de palacio donde se llevaba a cabo su instrucción.
No había mucho ya que pudieran meterle en la cabeza ni en el corazón que no supiera por vía del buen Rahotep, sabio entre los sabios. Sus maestrillos sustitutos apenas podían dejar entrever un breve destello de luz entre la oscuridad del tedio, así que les escuchaba durante apenas una hora y les dejaba con expresión de reproche, mientras hacía que le trajesen de comer. Al menos aprovecharía el tiempo.
—¿Dónde está mi hermano?
Los maestros se miraron inquietos, dándose cuenta de que no habían sido escuchados.
—Lo ignoramos, majestad. Suponemos que durmiendo.
Kanefer les miró largamente. Malos los profesores que se arredraban ante la mirada de su alumno, por más faraón que fuera. Así hubiera hablado el viejo.
Ellos no eran satélites, estrellas que brillaban solo junto al sol. Y se había hecho la oscuridad.
—He terminado con vosotros. No os quiero más aquí, a no ser que os haga llamar. No hay nada más que podáis enseñarme, salvo vuestros defectos.
Les dejó sin más. Preguntó por su padre.
Estaba enfermo, le respondieron.
Se fue sin más hacia su cámara personal, entrando sin pedir permiso. No lo necesitaba.
Los dos sabían cuál era la enfermedad. Los dos la sentían. Pero solo uno de ellos la dejaba ver. Claro que era el faraón y podía hacer lo que quisiera.
—Padre.
—Hijo mío.
El rey se levantó a toda prisa. Kanefer agradeció en silencio que estuviese sin reservas para él.
—¿Qué te ocurre?
—No me siento bien.
—No es nada físico. Tú lo sabes y yo también.
El faraón calló durante un buen rato. Kanefer sabía respetar esos silencios, hasta que su padre se sentía con fuerzas para responder.
—Me siento solo.
—No estáis solo. Estoy yo… y algún hijo más debéis tener.
Snefru sonrió la broma sin malicia.
—Rahotep era muy importante para mí.
—Pues apenas hablabais con él.
—Hay cosas que no necesitan expresarse para tener constancia firme de su existencia. Y el viejo sabía muchas cosas que con su simple presencia me daban seguridad, aun cuando no me las dijese. Pero ahora que se ha ido, la falta de esas cosas me abruma.
—Padre, no os comprendo.
El faraón se levantó con energía. De repente no pareció estar enfermo, y abrazó a su hijo con fuerza.
—Ven. Salgamos. Llevo tanto tiempo aquí metido que se respira desaliento.
Salieron al jardín. Un pequeño ejército de cortesanos, sirvientes, sacerdotes, mujeres, niños y animales se levantó como un solo hombre. Kanefer vio que su padre odiaba eso. Hizo un gesto inequívoco para que les ignorasen y solo los guardas nubios les acompañaran a una distancia prudencial.
—¿Ves? —dijo el rey—. No puedo evitar desear estar de nuevo en Nubia o en cualquier otra parte donde se me respete como soldado, general u hombre sin más, y librarme de toda esa retahíla.
—En las viejas leyendas se habla de reyes que salían al amparo de la noche, cubiertos con una simple túnica pobre, a constatar la salud y la felicidad de sus súbditos, amparados por el incógnito.
—No se te ocurra hacer tal cosa. Durarías menos que un perfume en sus manos.
Señaló a la horda que les seguía, atentos a cada movimiento de ambos.
—No creo que haya nada que no sepáis de Rahotep. Yo mismo he echado a mis maestros, pues a su lado son patéticos ignorantes.
Snefru rio la actitud de su hijo.
—Me parece bien. Eres inteligente y confío en tu criterio.
—Padre, estoy listo para asumir tareas de estado. Os ayudaré donde antes os ayudaba Rahotep, salvando las distancias, por supuesto. Pero no tengo nada más que aprender si él no está.
—Hablaré con el visir Nefermaat. Le irá bien una jubilación. Serás el nuevo visir cuando estés listo. Es donde mejor aprenderás a lidiar con funcionarios, jueces, escribas, gentes comunes…
—Y nobles.
—Sobre todo con ellos y con los sacerdotes. A ellos es a quien debes temer, pues el cariño del pueblo está reñido con el suyo. solo quieren su propio bien a costa de la felicidad de los comunes. Recuerda que debes elegir servir a unos o a otros.
—Este no sería consejo de Rahotep.
—Me temo que sí. Tu tío estaba mucho más metido en la lucha por el poder de lo que crees. A veces toma formas que no sospechamos, y resulta que los más poderosos son quienes menos lo aparentan.
—Padre, ¿cuándo vais a hablarme sin tapujos?
—Cuando seas faraón. Por lo pronto eres muy joven para sostener problemas. Deja que sea yo quien los cargue.
—Pero ¿qué problemas? ¡Si todo marcha bien! No se ha conocido reinado más próspero que el vuestro desde las viejas leyendas de las civilizaciones perdidas, de las que solo Imhotep llegó a vislumbrar una ínfima parte de su magnificencia.
El hecho de nombrar al gran hombre hizo que el rey se agarrase el estómago con mano crispada. Kanefer le sostuvo y los guardias se tensaron como cuerdas de arco.
—No pasa nada. Es un ataque de acidez.
—¿Por qué Imhotep os causa dolor?
—Ve a poner en orden tus nuevos quehaceres. El ejercicio del poder de visir te va a dar mucho trabajo. Si quieres ser útil, no cabe duda de que vas a tener que empezar pronto.
Snefru retuvo a su hijo en el último instante. Le abrazó y besó sus mejillas, mientras le recitaba:
Imparte justicia, así perdurarás en la tierra;
consuela al que siente aflicción,
no oprimas a la viuda,
no expulses a un hombre de la propiedad de su padre,
no disminuyas las posesiones de los nobles.
Puso cara de chiste mientras recitó aquel verso. Kanefer sonrió.
Guárdate del castigo injusto,
no mates, pues no te sirve de nada.
Castiga con azotes y con arresto,
así la tierra estará bien controlada…
Sonrió a su hijo y se fue.
Kanefer se sintió dolido por la repentina despedida, a pesar de que se hubiera esforzado por hacerle sonreír. Su padre se marchó hacia las salas de estado mientras recuperaba la pose altiva. Pero no se dio por satisfecho.
Volvió a las cámaras de descanso en el ala del palacio que solo ellos habitaban. Encontró a su hermano durmiendo entre vapores de licor y sexo.
—¡Keops!
Se levantó como si le atacaran, mirando a todas partes, como si ignorase dónde estaba o había estado las últimas horas, cosa que, probablemente, fuera cierta.
Si fueran niños aun se hubiera reído al comprobar su reacción. Pero aquella cara de niño ya no le resultaba grata. Con lo felices que habían sido… Y lo diferentes que habían llegado a ser en tan poco tiempo. Pero su hermano ya contaba dieciocho años y no era edad para juegos infantiles.
La cara que tanta ternura le había inspirado ahora irradiaba odio e indiferencia. Las bolsas bajo sus ojos, infrecuentes en una persona tan joven, las líneas de expresión tan precozmente desarrolladas y los finos labios en una boca ancha, que al hablar parecían reducirse en una línea, hablaban de una persona cruel. Los artistas tendrían que esforzarse para hacerle parecer humano, pues infundía más temor que muchas de las representaciones de los dioses más oscuros. Su gesto no era en absoluto el de un niño.
—¿Por qué me despiertas? ¡Déjame dormir!
—Padre se encuentra mal.
—Padre no acepta ayuda, así que déjale que digiera sus propios problemas si no somos buenos para ayudarle a resolverlos.
No rio la ironía de su hermano, que, muy al contrario, le resultó dolorosa como un alfiler punzante.
—Le he nombrado a Imhotep y se le ha agriado la comida. Y dice que Rahotep sabía más de lo que aparentaba, y que tenía mucho más poder del que hubiéramos sospechado.
—No me extraña. Ha dado más templos y donaciones a Ra que abrazos a sus hijos. Déjame dormir.
—Es nuestro deber ayudarle.
Keops se levantó de pronto, como si le hubieran herido con el mismo alfiler.
—Es tú deber. No el mío.
—Algún día serás mi visir. Debes participar de mis decisiones.
—No quiero ser tu visir. Quiero vivir como uno de esos nobles sin quehaceres.
—Tienes responsabilidades.
—Sí. Hay que cuidarse mucho de las mujeres sucias y del licor barato.
—Debes comportarte. Dar una imagen. Los nobles, durante el día, fingen, al menos, atender sus asuntos para darse a los banquetes de noche. Finge. Toma ejemplo de tu hermana Henutsen.
—¿Henutsen? ¿De veras se ha convertido en sacerdotisa de Isis? ¿Le raparán su bonito cabello?
—No. No pueden cortar pelo de sangre divina. Gracias a los dioses. Pero lo está pasando mal con toda la disciplina. Y lo ha hecho por voluntad propia, para agradar a padre.
—La buena de Henutsen. Reúne todas las virtudes que a mí me faltan. Tal vez deba casarme con ella.
—Jamás te lo permitiré. Ella es buena. No la corrompas con tu mezquindad.
—¡Vaya con el faraoncito! ¿Ya me das órdenes?
—El hermano mayor te da consejos. Tus defectos no existen salvo en tu alma. Los creas tú, los alimentas con licor, putas y rencor, y los haces reales.
Nadie te odia ni te rechaza. Tienes lo que quieras tener y puedes ser lo que quieras ser.
—¿Entre tanto ejemplo de perfección? No, gracias. Hace falta Seth para crear la leyenda de Osiris e Isis. Me gusta cómo soy. No vuelvas a despertarme hasta que seas faraón.