Año 2619 a. C.
Despertó entre dolores. El día anterior había sido especialmente duro para una novicia. Una auténtica paliza física. Fregar y fregar. Unas pocas horas de rezo y apenas una ceremonia que exaltase su triste corazón y que diese sentido al amargo día. ¡Qué estúpida había sido! Cierto que no había tenido nada que decir en la decisión de ser ordenada sacerdotisa de Isis. Incluso había aceptado la idea con ilusión. Pero… ¡Ay! Tenía que hacer alguna idiotez. No se le ocurrió sino decir a su padre que quería ser tratada como una novicia más para servir mejor a la diosa.
La sonrisa que arrancó a su padre, el faraón de Egipto, cada día más preocupado por los asuntos de estado, le supo a gloria entonces, pero ahora, con las manos llenas de ampollas y el ánimo bajo los dominios de Geb, maldecía su propia tontería. Una sonrisa no valía aquello. Su padre la habría olvidado a los pocos minutos y ella arrastraba las consecuencias, suficientemente duras como para llorar por ello.
Recordaba las veces que había acudido a las ceremonias con su madre dando como ofrenda los manjares más ricos de palacio a los sumos sacerdotes, recién lavados, rapados y purificados, como acostumbraban dos veces al día, aunque en todo el tiempo que había pasado en el templo jamás había visto a un sacerdote arreglarse de manera tan pulcra.
Ahora ni siquiera tenía acceso a las más sencillas ofrendas y tenía que conformarse con recrearlas con los ojos cerrados mientras cantaba con las otras novicias, ignorando la poco agraciada voz de la vieja que las trataba peor que su padre a los esclavos que acababa de conquistar. Nunca volvió a ver a uno de aquellos sacerdotes, y le constaba que la ausencia de pelo, cuya razón principal era evitar la lujuria dentro del templo, donde la actividad sexual estaba terminantemente prohibida, no frenaba a aquellos impuros y ni siquiera su carácter sagrado mermaba apenas su sed de mujer. Varias novicias de origen humilde no servían sino de concubinas. Ella jamás correría aquel destino, pues su sangre era divina y no osarían tocarla y provocar a la diosa y al propio faraón, pero eso no menguaba un ápice su miedo cuando veía que una de las niñas era llamada en mitad de la noche.
Se lavó las manos frotándoselas con polvo de talco y natrón para que se le cerrasen las ampollas. Había intentado amenazar a la vieja para tener acceso a sus cosméticos de palacio.
—Por muy novicia que sea, si mi padre ve de qué modo soy tratada, se enfadará.
Todo lo que había pretendido era un poco de jugo de Aloe para sus manos y una mejor alimentación y trato, pero la vieja bruja Aj no había nacido ayer.
—Sois la princesa y yo solo una vieja institutriz. Si no queréis ser tratada como una novicia más, solo tenéis que decir una palabra y recuperareis el trato que merecéis volviendo a palacio —alargó la pausa—. Vuestro padre acatará vuestra decisión. Los niños, niños son.
Terminó la frase con una sonrisa maliciosa de dientes oscuros por el consumo de adormidera. Aquella insolencia le hirvió la sangre a la joven princesa, pero tras el sonrojo, se obligó a regalar a la vieja una reverencia.
—El natrón está bien.
Y volvió a su fregoteo con lágrimas de rabia en los ojos.
«¡Ya cambiarán los papeles bien pronto, bruja!».
Ni siquiera se había podido despedir del viejo sacerdote que les había instruido, su querido tío. Y hacía pocos días se había enterado de que había muerto. Se rumoreaba que los nobles seguidores de Ptah, y los viejos regidores religiosos que controlaban los destinos de la cosmogonía por encima de sumos sacerdotes, no habían permitido que el buen sacerdote se dejara guiar por el amor que sentía hacia la familia real y el propio faraón y no hubiera aceptado sus directrices, intentando actuar sobre el rey, que valoraba por encima de todo la fidelidad a su persona por encima de cualquier estamento o mandato.
Se decía que el mismísimo faraón estaba tan afectado por la noticia que se había recluido en palacio sin atender ningún asunto civil o religioso.
Y ni siquiera podía ir a su casa a ofrecerle su amor a su padre, ni tan solo se le había permitido acudir a las ceremonias de entrada a la luz de su tío, ni respetado su dolor ante la muerte de su maestro. Se preguntaba si su padre sería consciente de que tal vez se estuvieran vengando de él a través del maltrato a su hija. ¡Y su maldito orgullo le impedía correr a palacio a averiguarlo!
En poco tiempo había perdido a su madre y ahora al viejo maestro. Y no podía llorar a ninguno de los dos.