Año 2619 a. C.
—¡Malditos!
Estaba rabioso. Sabía positivamente que había entregado el mejor proyecto del concurso para la construcción del complejo funerario de un noble muy rico. No había discusión posible bajo ninguna lógica. Entre cualquier punto de vista, tanto el más riguroso de las matemáticas y la física del cálculo de los pesos y tensiones, como la misma estética, la comodidad o los aspectos religiosos, era el mejor sin falsa modestia.
Pero se lo habían dado a otro.
Estampé los rollos de papiro contra la pared, con rabia y lágrimas en los ojos.
Había sido el alumno con más talento de toda la escuela. Mis maestros hablaron maravillas de mí…
Pero no era noble.
Maldije sus aires de superioridad y sus párpados caídos. Sus papadas y su mirada hosca. Sus palabras indiferentes y su incomodidad evidente. Si pudieran, me enviarían a cavar zanjas y golpear rocas hasta que mi espalda se mellase como el filo de las sierras. Mi presencia era un insulto a la casta noble que tradicionalmente ocupaba los puestos de constructor de confianza del faraón… De cualquier constructor. Y tras la revolución que diezmó su poder, solo las instrucciones precisas de acoger a un tanto por ciento de alumnos escogidos de las aldeas más pobres les había privado de tal placer. No podían echarlos de las escuelas, aunque ninguno llegaba a superar las pruebas…
Salvo yo.
Y por la sola razón de que el propio faraón presenció las pruebas aquel año y los constructores no pudieron ignorar mis exámenes perfectos. Era un arquitecto de pleno derecho, pero jamás construiría nada.
—¡Maldito su dios Ptah y malditos sus nobles engreídos! —exclamé en voz alta.
Le di una patada a los rollos. No podía permitirme estropearlos, pues los pagaba de mi propio bolsillo, ni que se ensuciaran en las paredes de la estancia húmeda, oscura e insana, poblada de insectos, en la que apenas dormía. Pero me daba igual. Para lo que me iban a valer…
Tendría que dedicarme a otra cosa. Lo había intentado todo. Desde las obras colosales de ingeniería, los templos, los palacios, las casas… siempre en trayectoria descendente. Volví a jurar en voz alta.
—¡solo me faltaba diseñar un establo!
Las lágrimas dieron paso a una risa loca e insana.
—¡Y se lo darían a otro!
—¡Se lo darían a otro!
Golpeé los papiros de nuevo, loco de rabia.
—¡Arquitecto Mehi!
Me volví de un salto. El susto me hizo jadear. Si alguien había oído uno solo de mis juramentos o reproches sería el final de mi inédita carrera. Acabaría tirando de las sogas que arrastraban las piedras, con la espalda doblada en menos de un mes. Me sorbí las lágrimas y me estiré, intentando componer una postura digna mientras rezaba a la dulce Isis que me perdonara. solo ella era tan benévola para concederme esta gracia improbable. Había blasfemado sobre el sagrado nombre del dios de los constructores, artesanos y artistas, la piedra angular de su sociedad, cuyo símbolo se transmitía de padres a hijos como la condición de constructor, cuyo ritmo tradicional solo yo había roto. Era el peor de los crímenes y no tenía ninguna justificación; nadie me apoyaría ni alegaría atenuantes por mi situación.
—Te llaman de palacio.
Adapté mis ojos a la luz que me cegaba y solo me permitía ver dos figuras oscuras. Eran un funcionario escriba y un soldado. Me asusté.
—¿Habéis oído algo?
—Te llaman de palacio —repitió con tono airado—. No me suelen hacer esperar, salvo que quieras que sea la policía quien te convenza.
Asentí avergonzado. Dejé las tablillas y disimulé haciendo como que ordenaba los rollos que había arrojado, mientras levantaba una fachada respetable en mi cara. Estaban a punto de llevarme hacia mi condena segura y aún me avergonzaba la suciedad e insalubridad de mi alojamiento, indigno de la condición noble cuyo símbolo no encontraba en las insignias de ninguno de aquellos dos arrogantes funcionarios.
Nos pusimos en marcha. Un par de veces escudriñé la mirada del escriba, pero era como mirar el rostro de una esfinge.
Aquel día no advertí la grandiosidad de Menfis, que siempre me maravillaba.
No miraba los edificios sembrados de estatuas en forma de dioses que los flanqueaban, ni las avenidas de esfinges, ni tan solo el adobe de las casas más humildes. solo el empedrado y la arena. Se diría que volamos a palacio sin apenas cruzar las calles. Tan asustado estaba.
Fui introducido por uno de los edificios de servicio después de que el soldado revelara un santo y seña. Me dejaron en una pequeña sala tras cruzar un laberinto de pasillos y estancias que tampoco intenté descifrar. Tanto me daba. Se fueron. Ni siquiera habían cumplido con la formalidad de atarme. Al fin, levanté la vista para intentar entretener mi miedo. La estancia era oscura y anónima. Se me ocurrió que nada bueno podía salir de ahí.
Apenas se divisaba la riqueza de la decoración porque habían corrido unos gruesos cortinajes improvisados que cubrían las ventanas y aperturas en los muros que normalmente iluminarían la sala, al servicio de magníficas pinturas; tallas que emocionarían al más insensible y muebles que imitaban a animales con tal fidelidad que asustaban a los más rudos. Era el escenario ideal para un juicio escondido. No habría público ni juez. Tal vez unos pocos nobles airados. Me pregunté si me golpearían o se limitarían a ordenar que me llevaran a algún sucio arrabal para matarme. No mancharían las finas baldosas con la sangre de un indigno. Tal vez ni siquiera usarían la imagen del dios al que había insultado, como era costumbre.
Quizás quisieran matarme allí mismo sin derramar sangre, ahogado por las manos de hierro de un guardia.
Sentí frío a pesar de la falta de ventilación y el calor no aliviado por las brisas que repartían los canales que tan bien conocía por haberlos diseñado tantas veces. Se decía que repartían el aire fresco tan bien como las voces de los presentes, lo que no era muy aconsejable para un palacio de la envergadura del que pisaba, donde los rumores decían que los espías campaban a sus anchas.
No iba a ser una reunión cálida entre colegas. Casi me reí ante lo estúpido de mi ironía.
Pasó una hora en la que apenas me atreví a respirar, esperando en cualquier momento a un juez o un policía.
No era buena cosa que te llamaran con aquel protocolo. O te agasajaban o te enviaban a trabajos forzados. No había término medio, y resultaba evidente que no me habían agasajado, con lo que no quedaba mucha alternativa.
Seguro que me había denunciado alguno de los arquitectos para los que trabajaba por poco más que la miseria que me servía para pagar la habitación que ocupaba en aquella inmunda casa, que apestaba a los perros que se criaban abajo. Se apropiaban de mis papiros y los presentaban como suyos, cobrando auténticas fortunas y llevándose la fama de un trabajo bien hecho…
—¿Constructor Mehi?
Apenas me sobresalté. Era una manera muy cortés de llamar a un condenado. Pensé que, para ser un verdugo, tenía muy buena educación, a la que no respondí hasta que un gruñido de impaciencia me hizo levantar la cabeza.
Me sirvió para encontrarme cara a cara con el faraón de Egipto.
Me miró interrogante. Yo sabía que tenía que hablar, pero mis labios parecían de piedra. Al fin, solo pude obligar a mis rodillas a doblarse y caí sobre el rico embaldosado, con la mirada gacha.
—¡Levántate! No seas imbécil. No estamos en un estúpido consejo.
Al fin levanté la mirada y obligué a mi cuerpo a obedecerme, totalmente sonrojado. Snefru me tomó con su brazo sobre mis hombros y me llevó hacia un par de sillas, empujándome con mano firme. Aún no podía creer que fuera él.
solo le había visto el día del examen, y recordaba su cara porque hubiera jurado que sus ojos brillaron cuando le miré.
—Me han dicho que eres el mejor constructor del reino. ¿Es así?
No me atreví a contestar. solo miraba sus ojos, profundos como la noche.
Suspiró.
—Dime: ¿en qué crees?
Su franqueza me paralizó de nuevo. ¡Vaya pregunta! Pero debía esforzarme en encontrar la respuesta adecuada. Me miré las manos temblar, aunque la conciencia vergonzante de no soportar su mirada me dio coraje para responder lo primero que se me ocurrió. Al fin y al cabo, si iba a morir, no mentiría.
—Creo en mis manos. En mí y en mi ingenio, pues si he llegado hasta aquí sin nobleza, es solo gracias a ellas.
Snefru sonrió con ironía.
—¿Y en Ra?
Sus ojos me dijeron que no esperaba de mí una postura servil, y ya me había crecido tras atreverme a contestar la primera vez. Si no había pedido ya mi cabeza, tal vez no lo hiciera aunque me metiera un poco más entre las fauces del león.
—solo si el templo que construya está consagrado a él. Hasta ahora no me ha ayudado, ni mucho ni poco, así que estamos en paz.
Lo dije casi con arrogancia. Estaba harto de disimular ante todos, y si mi destino era ser castigado por mi origen humilde, al menos diría lo que pensaba al faraón de Egipto antes de morir. Los dioses tal vez me juzgarían con benevolencia si me encontraban simpático.
Pero Snefru rio con ganas, mientras yo me preguntaba qué opinaría Osiris de mi comentario el día de mi muerte. Se me acercó tanto que me pregunté si no me sorbería el alma, como decían los supersticiosos. Afortunadamente, se limitó a susurrar muy bajito en mi oído:
—Necesito, pues, de tus manos y tu ingenio. Pero más que eso, valoraré por encima de todo tu fidelidad a mí. Ni a mi visir, ni a los sumos sacerdotes, ni a funcionarios, ni policías, ni rebeldes ni extranjeros. solo me rendirás cuentas a mí. Sé lo suficiente como para hablar contigo de tú a tú en construcción, religión y astronomía, así que nos entenderemos bien.
Asentí entusiasmado.
—¿No me vais a matar?
Snefru negó con la cabeza, con gesto airado, como si hablara con un idiota.
—Yo no. Necesito de tus servicios, aunque tal vez, después de todo, sí te cueste la vida. No creo que me sobrevivas, ni a mi morada de eternidad, que quiero que levantes. Una pirámide perfecta. Como dos veces la de mi padre.
Yo ya estaba tranquilo. No solo no me iba a castigar, sino que me daba un empleo. Pasé de las fauces de los demonios al mismo lomo de la diosa Nut. Sin embargo, el encargo era tan impresionante que me sentí pequeño e incapaz.
—Construiré lo que dispongáis con mis propias manos, si hace falta.
—No es lo que imaginas. Es mucho más que eso… pero tiene su contrapunto. Será muy peligroso. Todos te temerán, pues te daré poder, y te envidiarán por eso. Atentarán contra tu vida, y tal vez ni yo pueda garantizar tu seguridad.
Yo asentí como si fuera un soldado: con un golpe de cabeza que me hizo crujir el cuello. Mi rey sonrió con amargura.
—Es tan sencillo y tan complicado como esto: te ofrezco ser el más grande constructor tras Imhotep… y una vida corta, en consecuencia.
Quedé impactado por la revelación. Mis mejillas ardían. Imhotep dedicó toda una vida a la construcción, así que, fuera lo que fuera aquello que el faraón quisiera de mí, no llevaría unos pocos años. Viviría para beber de la gloria.
—Acepto. Os agradezco vuestra decisión. Os juro que no os defraudaré.
Al menos en mi intento. Pero me ocultáis algo.
—¿Cómo te atreves? —rugió el rey, agarrándose la base del estómago con una mano crispada.
—Recordad que soy constructor y sé lo que es una pirámide perfecta, lo que representa y la dificultad que entraña una construcción de las medidas que sugerís. Recordad que estoy al corriente de los intentos y de los continuos fallos.
Si, como decís, voy a dejar mi vida en el intento, creo que tengo derecho a saber con qué armas puedo luchar, y, francamente, en este momento, por mucho ingenio que tenga no veo cómo puedo triunfar donde los mejores arquitectos del reino han fracasado.
Vi al faraón de Egipto pasar de la ira a la reflexión, al disgusto, de nuevo a la reflexión, a la suspicacia, al miedo y a la certidumbre. Todo eso en breves segundos. Asistí asombrado a la tormenta interior que sus ojos, y levemente su expresión, denotaban. Me dio mucho miedo pensar que en unos instantes había juzgado sobre mi destino e iba a escuchar el veredicto. Pensé que debía insistir mientras pudiera.
—Majestad: si habéis indagado sobre mí, sabréis que no quiero riquezas ni poder. solo quiero construir y serviros, por encima de absurdos poderes establecidos hace generaciones. Si soy un buen constructor, debéis dejarme construir, pero no creo que sea justo que me encarguéis un imposible sin conocer todas las razones. Mi fidelidad a vos y el éxito de mi misión se basan en esta premisa. Si no fuera sincero os estaría haciendo muy flaco favor.
El faraón me hizo un gesto con la mano, muy claro. Callé, pues, mientras pensaba.
—¿Hasta qué punto me servirás?
—Por encima de cualquier hombre.
—¿Y por encima de cualquier dios?
—Con las armas necesarias, sí.
Asintió con la cabeza. Se le veía aún reticente. Volvió a acercarse para susurrar. Resultaba triste verle ocultarse en su propio palacio.
—Antes te he hablado de Imhotep. Dejó muchas enseñanzas. Algunas escritas. Las más, heredadas por sus hombres de confianza por la vía de la palabra. El maldito Imhotep fue testigo y causante del cambio de cosmogonía que supuso el traspaso del poder religioso y la concepción del mundo, de la vida…
—Y de la muerte. De Ptah a Ra.
—Así es. Y, sin embargo, aún mantenía muchas de las creencias antiguas, como el poder del verbo.
—El viejo colegio sacerdotal de Menfis dice que Ptah creó el mundo a través del verbo, con una palabra, con la acción del corazón, fuente de inteligencia, y de la lengua, centro de la voluntad.
—Y, en consecuencia, era reticente a transcribir muchos de sus pensamientos. Prefería transmitirlos por la palabra. Y con eso, muchos de sus conocimientos más importantes se perdieron en el camino. Eran tan celosamente custodiados que murieron con sus guardianes.
Yo callé, impresionado. Parecía a punto de revelar algo tan importante que daba miedo.
—El conocimiento más preciado es aquel que describe la función de las pirámides y la forma de enterrar para que el cuerpo y el alma sobrevivan.
—Pero eso no es nuevo. La pirámide mantiene el cuerpo incorrupto.
El faraón sonrió tristemente.
—¿Y el alma?
—Pasa por el juicio de Osiris.
—Sí, pero va donde van todas. La tuya, la mía y la del campesino más humilde.
Yo tartamudeé, buscando una solución.
—No comprendo…
—Imhotep supo cómo preservar el cuerpo, pero también el alma del faraón de manera que llegue a su lugar más legítimo. Junto a los dioses.
El sudor frío cubrió mi cuerpo. La revelación era tan importante que quedé sin habla, blanco como la leche.
—¿Queréis decir…?
Sonrió como se sonríe a un niño ignorante. Se acercó de nuevo, susurrando con tanto cuidado que, si no fuera por lo importante de las palabras, pensaría que estaba loco.
—Sabía cómo hacerme un dios inmortal.
Sentí que me mareaba. El faraón se levantó y me sirvió agua del vaso más lujoso que jamás había visto, aunque no me fijé en eso. Bebí tan deprisa que me atraganté. Me costó un buen rato asimilar la noticia y empezar a comprender.
Pero, antes que nada, un pensamiento acuciante necesitaba ser disuelto, como una necesidad del cuerpo satisfecha.
—¿Por qué me contáis esto? ¿Qué tengo yo que no tengan los arquitectos y constructores de vuestra confianza?
—¿Y quién te dice que no confío en ti?
—No me conocéis.
—Te equivocas. Yo te puse donde estás porque se hizo notorio en una pequeña aldea un niño de gran inteligencia. Yo mismo acudí a verte y te traje a la capital, te puse en manos de maestros y seguí tus pasos. Tus aptitudes te llevaron a construir. Habrías llegado a ser lo que hubieras querido. Incluso veía con agrado tu conciencia social.
—Pero… ¿Habéis sido testigo de mi infelicidad…?
—¿Infelicidad? ¡Niño ingrato! Te he dado la mejor educación que un hombre puede tener en el mundo, todo cuanto hubieras deseado en tu miserable aldea, la capacidad de llegar hasta donde tú quieras. ¿Y me reprochas tu infancia?
—¿Y mis padres?
—Murieron. Eras huérfano. La casa de vida que yo fundé te acogió temporalmente y tus acciones llamaron la atención de un viejo juez que te apadrinó. ¿Qué infancia crees que hubieras tenido?
Me sentí enrojecer de vergüenza.
—Tenéis razón. Disculpadme. Es solo que no sabía…
—¿Qué yo controlaba tus pasos? ¿Qué querías? ¿El afecto de un padre? Si hubiera manifestado favor hacia ti, se te hubieran comido como a un pollo. Te protegí en la medida en que pude hacerlo sin interferir en tu formación, y en lo que mi deber me dejaba libre.
—Así que, después de todo, no soy tan bueno como apuntaba de crío, si habéis tenido que empujarme.
—En absoluto. Has crecido y te has formado tú solo. Yo no he hecho nada más que evitar que los nobles te quitaran de en medio solo por tu origen.
—¿Y por qué no me criasteis como un noble? Todo hubiera sido más fácil.
—No. No serías tú. No tendrías coraje, ni sabrías el valor del trabajo, de la soledad, de las horas de estudio, la amistad… no hubieras forjado el orgullo poderoso que tienes, ni la dignidad social, ni conocerías la rabia, ni el tesón. No.
Con todo lo que has estudiado, es más importante la persona que eres que los conocimientos que atesoras, pues sin lo uno no florece lo otro, como un buen jardín sin una buena tierra. Todo lo que eres, lo que has hecho, tus estudios, tu formación, incluso los proyectos que te han sido rechazados… Todo te lleva hasta aquí. Porque solo tú eres capaz de llevar a cabo esta misión y en nadie más confío, pues, aunque no te lo parezca, te conozco desde hace tanto que te he sostenido en mis brazos, casi desde tus veinte años de vida.
Las lágrimas aparecieron en mis ojos. Después de todo, la figura paterna que tanto había echado de menos, existía. Nada menos que el faraón de Egipto.
Sonreí. No pude evitarlo. Resultaba irónico. Pero todo lo que decía era cierto.
Todos mis pasos me llevaban a aquella misión, y mi orgullo me decía que nadie más la llevaría a cabo con éxito. Me levanté para componer la reverencia más sentida que en mi vida haya hecho. Dudo que cuando muera y conozca a Osiris le brinde un saludo con más respeto. Mi rey me tomó por los brazos y me hizo sentar de nuevo. Con esos gestos breves, las deudas de toda una vida quedaban zanjadas. Me limpié con la mano y forcé un gesto profesional para volver al tema que nos ocupaba. Volví a acercarme a su oído.
—Hablábamos de que Imhotep sabía cómo hacer de un hombre un dios…
¿Y por qué…?
—¿… No hizo dios a Djoser? No lo sé. Tal vez no tuvo tiempo de poner en práctica sus conocimientos. Ya sabes que la primera pirámide fue solo un adelanto poco desarrollado. Hubiera necesitado dos o tres vidas para construir una pirámide perfecta. O como te he dicho, tal vez el conocimiento fuera una responsabilidad tan grande que decidió por su rey.
—¿Le negó la inmortalidad al faraón Djoser?
—Quizás. Piensa que un genio de la magnitud de Imhotep debía sentirse frustrado por servir a un ser inferior a él, como su rey. Tal vez quería el poder real y la inmortalidad para él.
—O tal vez Djoser simplemente no la mereciera y no se la dio.
—Tal vez. El caso es que sus herederos en el conocimiento tampoco lo dieron a ningún faraón. Lo mantuvieron bien guardado y solo se atisbaron algunas pistas que dejaron, quizás porque se negaban a que el secreto muriera con ellos.
—¿Y nadie jamás lo puso por escrito?
—No se sabe. Se dice que hay una copia escrita, que custodia un personaje anónimo oculto como un grano de arena en el desierto. He puesto dos hombres de confianza a buscarlo, pero es una posibilidad tan ínfima que apenas es digna.
—Y si me permitís la pregunta: ¿cómo llegó la conciencia del secreto a vos?
El rey volvió a sonreír.
—Llegados a este punto, creo que ya sabes perfectamente que voy a confiar en ti, por encima de cualquier otra persona. Aunque si me fallas…
—Llegados a este punto, ya sabéis que no voy a fallaros en cuanto a mi compromiso y fidelidad. Pero no es flor de un día. Contáis con ambos desde que asististeis a mi examen y obligasteis a que me fuera aprobado como dictaba Maat. Quizás falle en capacidad o en ejecución, pero no en firmeza.
—Entonces, no me fallarás. El hombre que da todo de sí, no está obligado a más, ni nada más debe reprocharse.
Sellamos el pacto con un apretón de manos contra antebrazos. Sentí que de igual manera podría estar el rey tratando con un importante dignatario o un amasador de adobe. Snefru no era una persona corriente. O tal vez su mérito era que, siendo rey, sí era una persona corriente. Una buena persona que sabía ganarse el corazón de sus amigos.
—El secreto llegó a mí como cebo, por parte de los sacerdotes de Ra. En la sucesión veían peligrar su poder, probablemente porque sabían que el sumo sacerdote de Ptah también intentó seducirme. No es común que un solo candidato tenga el beneplácito de los dos dioses, pues con ambos supe tratar, y el poder religioso se convirtió en una puja entre uno y otro. Supe protegerme en las negociaciones, pues ambos me hubieran matado y puesto a otro más débil de carácter en mi lugar, al que pudieran manejar, pero si seguía vivo, tenía el apoyo de al menos uno de los dos sacerdotes.
—Y Ra puso la mayor oferta.
—La inmortalidad. Sí. Entonces era joven y se convirtió en una obsesión.
Llegó a costarme la salud y el sueño.
—Pero vos habéis cumplido con Ra. Jamás tuvo tanto poder.
—Así es, pero no contaban con que tenía personalidad propia. Aumenté el poder religioso de Ra y cercené el poder social, cortando sus conexiones con la nobleza y disminuyendo el poder económico de los grandes terratenientes a favor del pueblo. Prefiero el amor de los campesinos al de los nobles, que mañana apoyarán a un rey de otra familia y matarán a mis hijos si hay otro que les promete más apoyo.
—Comprendo. Cumplisteis a vuestra manera y ellos se negaron a cumplir con su parte.
—Así fue.
—O tal vez era mentira.
El faraón negó sonriente. Esperaba mi comentario.
—No. El secreto es cierto.
—¿Cómo lo sabéis?
Sonrió de nuevo ante mi embarazo al hacer una pregunta insolente, pero no fue una sonrisa zorruna como la primera, sino amarga.
—Porque el último guardián del secreto era mi medio hermano y amigo, Rahotep, que ha desaparecido. Representaba a Ra y a los nobles ante mí, y ellos, tal vez temerosos de que se ablandara y me entregara el secreto a cambio de menos de lo que esperaban, se apoderaron de él y le mataron. Ni me han entregado su cuerpo. Quizás teman que se haya hecho tatuar el secreto en su piel —sonrió con tristeza.
De nuevo la sorpresa y el sudor.
—¡Pero si era vuestro maestro, vuestro sacerdote personal! ¡Vuestro más querido amigo!
—Por eso mismo no pude obligarle a contármelo, si él no quería hacerlo —se encogió de hombros—. Tampoco hubiera podido hacerlo. Era un hombre muy tozudo.
—¿Era?
—Temieron que al llegarle la vejez se conmoviera y me lo diera al fin, pues en nadie más confiaba. Y yo cumplí con creces. Tarde o temprano lo esperaba de él… Y le han matado para evitarlo.
—Pero tal vez solo lo han secuestrado. Si no os han entregado su cuerpo…
—No lo creo. No me lo entregan para hacerme pensar que está vivo y obligarme a negociar de nuevo, pero ni lo creo, ni voy a negociar con ellos nada más. Les he dado tanto, y ellos me han dado tan poco, que nada que no sea el secreto tiene ningún valor para mí, y después de toda una vida, sé que no me lo van a dar. Ya hubieran permitido al buen Rahotep entregármelo. Y yo siempre cumplí con todas sus exigencias. No. Está muerto. Que Osiris sea condescendiente con él por haberme privado de ser un dios.
—¿No le odiais?
—¿Odiar a alguien que te ha enseñado todo lo que sabes? ¿Que ha cuidado a tus hijos? ¿Que te ha ayudado a enriquecer el país y ser conocido por el pueblo con más cariño que si en verdad hubiera llegado a ser un dios? No.
Nunca podría odiarle. Le echo de menos tan dolorosamente como un hijo a su padre. Tú deberías comprenderlo mejor que nadie.
Me permití un leve gesto, poniendo mi mano sobre la suya. Aquel hombre acababa de ganarse mi fidelidad con más fuerza que cualquier orden real.
—¿Quién más conoce de la existencia del secreto?
—Tú, yo y Uni, mi escriba de confianza.
—Le conozco. Y me tranquiliza —le miré fijamente—. ¿Aún tenéis la esperanza de que yo os haga inmortal donde Rahotep no pudo?
Él rio, aunque era una risa amarga.
—No, amigo mío. No pido imposibles. Pero tal vez mi hijo Kanefer sí será un buen dios. Yo he negociado con ellos de manera tan mezquina que he perdido la fe. No valdría para dios. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Dudé si soportaría una insolencia más, pero no podía callarme.
—Habéis dicho que cuando os tentaron erais joven y vuestra inmadurez os hizo obsesionaros…
—¿Y?
—Con esa carga…
—¡Habla de una vez!
—¿Habéis encontrado la madurez?
Me miró con sus pintadas cejas arqueadas. Tal vez preguntándose si debía responder a mis caprichos. Mantenía la sonrisa lúgubre. Me pareció mucho más viejo y sabio de lo que aparentaba. Tardó mucho en responder, y no por decidir si lo hacía o no, sino porque buscaba la respuesta.
Al fin rio con amargura.
—Si un hombre enfermo se aferra a la vida como a una tabla entre un remolino de aguas embravecidas, ¿cuánto más no me esforzaré yo en alargar y saborear cada momento de una vida que se escapa tan rápido, sabiendo lo que se me niega?
Callé durante varios minutos. El rey sonrió al ver mi gesto sombrío, como animándome. «Al fin y al cabo, todos vamos a pasar por lo mismo», parecía decir.
Pero yo no era Rey, ni se me había prometido la vida eterna. Al fin, reaccioné levantándome. La entrevista había terminado. Le di la mano.
—Os agradezco vuestra decisión de confiar en mí.
El faraón me miró con pena en los ojos.
—Y yo te pido perdón por ella.