Año 2619 a. C.
Gul se preparaba para su jornada habitual, que consistía en pasar revista a sus hombres —hablando brevemente con ellos para escuchar sus necesidades, denuncias o informaciones—, y ponerse a las órdenes del rey, preparando sus expediciones o acompañándole al consejo como su guardia de más confianza.
No podía haber escogido un destino que le satisficiese más, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraba cuando perdió la batalla contra el que ahora era su amigo, el faraón de Egipto.
Recordaba cómo cambió tanto. No hacía apenas un año era el jefe indiscutible de las tribus del norte de Nubia, posición ganada tras muchos años de luchas para consolidar su supremacía. Hubiera sido el rey si las tribus hubieran tenido conciencia de reino, aunque bajo su mando eran, de hecho, un estado unificado…
Y ahora era un servidor. Un soldado del enemigo eterno. Sonrió a la amable paradoja.
Sin embargo, cuando recordaba el día de su captura, daba gracias al destino por cruzarle con un hombre justo.
Siempre recordaba el mal olor. Cuando se cruzaba con un puesto de esclavos del mercado, o una letrina pública, siempre le venía a la cabeza aquel día, mientras intentaba respirar entre el hedor de la sangre y los excrementos de sus hombres, atados juntos, preguntándose qué había hecho mal en la vida.
Mantenía los ojos cerrados, negándose a torturarse con la visión de la vergüenza. No había sido capaz de defender a su pueblo. Habían sido derrotados por un ejército sin duda más moderno y numeroso, pero de hombres débiles.
Intentó reflexionar.
Tal vez su pecado fue la arrogancia. Continuaba menospreciando a aquellos norteños, y lo cierto es que no tenía ninguna excusa. Incluso les habían vencido en el cuerpo a cuerpo.
Les hubieran superado igualmente en el combate final, pero la mitad de las fuerzas egipcias habían tomado sus poblados, con las mujeres, viejos y niños. Y él, como responsable que era, había tomado la decisión de mantenerles con vida a cambio de su propia esclavitud. Sin duda lo merecía.
Un compañero tiró de las sogas y casi le disloca un hombro. Se tragó un rugido de dolor. No hubiera sido digno.
Aún no sabía qué harían con ellos. Suponía que les matarían, ya que no todos conservarían la dignidad. Se consideraban cabezas de su familia y anteponían su destino al de sus mujeres. Y entre los suyos, hasta ahora le habían respetado por la simple causa de su fuerza en combate singular y su capacidad de gobierno justo, pero ahora…
El alma se le encogía con cada pensamiento. Pero no lo exteriorizaría. Él era la cabeza de muchos, y aunque caído, no deshonraría a generaciones de bravos nubios.
Escuchó su nombre. Le desataron, aunque eran cinco o más los que le llevaban apuntándole con sus arcos cortos. Aún le temían.
—Bajad las armas. No nos atacará. Ha demostrado su nobleza. Dejadnos.
Abrió los ojos. Un curioso personaje caminaba hacia él. No era fuerte, ni sus músculos destacaban entre sus miembros, y una leve barriga sobresalía de su túnica sucia. Pero era digno y valiente. Como había sido él.
—Vamos a bañarnos. Los dos estamos sucios.
Se acercaron al río. Escogieron un remanso entre la fuerte corriente.
—¿No teméis a las fieras?
—Contigo no.
Se lavaron durante un buen rato. Finalmente se sentaron a secarse en una gran roca.
—¿Qué vas a hacer con nosotros?
—Lo que vosotros queráis.
Gul miró al extraño hombrecillo, cuyo tamaño doblaba. Sin embargo, su seguridad le hacía sentirse pequeño e intimidado. No le había ocurrido jamás, ni temía en modo alguno la muerte. Pero aquel ser le desconcertaba.
—Explícate.
—Habéis luchado con fuerza, nobleza y dignidad. Vine aquí para controlar una rebelión de bandidos que sé que no tienen nada que ver con vosotros. Y defendisteis vuestra tierra con bravura.
—Imponemos nuestra ley.
—Había oído hablar de vosotros, pero quería saber si esto era cierto o no.
—Entonces, ¿nos vais a liberar?
—Si lo queréis así, por supuesto. Sé que buscaréis a los bandidos y acabaréis con ellos. Sin embargo, quiero proponerte algo.
No estaba en situación de juzgarle, pero sí trató de saber de él a partir de los rasgos de su cara. No era joven, aunque su temple era el de una persona de edad más avanzada de la que aparentaba. Sus ojos eran grandes y redondos, lo que indicaría vulnerabilidad en un rostro vulgar, pero su mirada era serena como la de un león, y no conocía a muchos capaces de sostener la suya. De igual manera, su rostro redondo hablaría de excesos y pereza en un hombre corriente, pero sus pómulos eran firmes y el gesto de su boca le decía que no hablaba a la ligera. Su voz era frágil y ligeramente ronca, pero el tono que conseguía no admitía duda. Estaba acostumbrado al mando y lo ejercía sin contemplaciones.
Hablaba con gran economía de movimientos en sus labios y, a veces, sus párpados parecían caerse, lo que daba la impresión de que estaba ya de vuelta de casi todo en la vida.
El nubio asintió con la cabeza, invitándole a continuar. Sin duda, merecía su respeto.
—Necesito de vosotros en Menfis. Seríais mi guardia personal. A cambio garantizaría la prosperidad de vuestro pueblo. Construiríamos diques y canales que irrigaran vuestras tierras y seguiríais controlando vuestro país desde vuestra capital a través de correos que yo os proporcionaré. Mantendréis vuestra independencia y tomaréis vuestras decisiones, pero seremos un solo país, y se os trataría igual que a cualquier otra región, con todas las ventajas.
Contribuiréis al granero real en época de buenas cosechas y este os alimentará cuando sean malas.
—¿Y qué queréis a cambio?
—Vuestra fidelidad. Vuestra sabiduría y consejo sin tapujos. Se os presentaría como esclavos de guerra, pero solo para engañar a los corruptos.
Seréis mis hombres de confianza y no responderéis ante nadie más.
—¿Y si caéis en desgracia? La posición de un general es efímera.
El hombrecillo sonrió.
—La del faraón no.
Gul levantó la cabeza, asombrado.
—¡Pero vos habéis participado en combate!
Snefru rio.
—En realidad, bien poco; pero al igual que la confianza comprada de un corrupto es peligrosa, la de un soldado que confía en tu brazo en la batalla es sincera. Y como tú, he de hacerme respetar. No somos tan diferentes. De hecho, nos parecemos mucho, pero yo te he superado con justicia.
Gul se permitió una sonrisa triste.
—Lo que menos importaba eran los bandidos.
—Es cierto. Pero podrías haberme vencido en combate. Incluso ahora podrías vengarte. Estoy a tu merced —abrió los brazos—. Pero creo que no me vas a atacar.
—¿Y cómo sabéis que no voy a hacerlo?
—Porque necesitas tanto como yo alguien en quien confiar para controlar a tu pueblo. No somos diferentes. Eres un hombre de honor.
Gul y Snefru se miraron. De pronto encontraron el contraste del color de su piel, de sus músculos y su volumen, y los dos rieron a carcajadas hasta agarrarse.
—No. No somos diferentes.