HARATI

Año 2619 a. C.

Harati sintió el brazo de su hijo caer pesadamente sobre su cara y sonrió, abriendo los ojos. Barruntaba que casi era la hora. Su momento favorito del día.

Se levantó de la enorme estera que compartía con su mujer, Nefret, y su hijo adolescente, Tui. Se sacudió el calor y respiró hondo para llenar su cuerpo de aire nuevo. Si por él fuera, dormirían la mayor parte del año en la terraza, pero según su amada esposa era una costumbre de demonios.

Tras desperezarse, se acercó al rostro de la bella mujer que los dioses le habían regalado y la besó en los ojos con cariño.

—Despierta, mi vida. Es hora.

Su mujer torció el gesto y se dio la vuelta. Harati volvió a sonreír. Perezosa y con mal carácter… pero suya.

Tomó la escalera de mano, bajando al piso inferior, cuidando de no pisar a la vieja Mek, una cobra casi desdentada que apenas cazaba ya ratones. La cogió con cariño, pero con cuidado, pues, aunque vieja, su mordedura aún causaba mucho dolor. Hacía mucho que había pagado una pequeña fortuna al nubio que se la vendió. Su mera presencia ya era una garantía, famosa en toda la comarca como signo de distinción, ya que muy pocos podían pagarla. Y eran menos los nubios que dominaban el arte de domesticar a tan peligrosos y traicioneros animales, por más que fueran la imagen de la diosa Uadjet, venerada con fervor en el bajo Egipto. Harati incluso tenía un pequeño altar a Horus, patrón de los antídotos contra mordeduras de serpiente.

La dejó en su cesto. Más tarde su hijo cazaría algún ratón como premio por haber vivido una noche más luchando contra los espíritus malignos y el mal de ojo.

Suspiró mientras admiraba su estupenda morada. No hubiera destacado entre las mansiones comunes de la capital, pero sí era cara para las casas de adobe bastamente encalado de la región. La había concebido a su medida, sin lujos, pero con una comodidad que ya quisiera el mismísimo faraón de Egipto.

No tenía las pinturas que su esposa le había pedido, ni los acabados en maderas nobles que había que mantener periódicamente con un coste tremendo, pero era fresca y racional. Los pocos días del mes de Mesore en que la noche era fría, se podía calentar con un pequeño fuego gracias a los estrechos conductos de barro que repartían el calor por las estancias. En la temporada más cálida, su casa era famosa por ser un oasis, y ni los jardineros más caros conseguían moldear las plantas trepadoras de distintas especies y entrelazarlas para disfrutar del estupendo olor nocturno que refrescaba la estancia y aliviaba el calor. Tras la crecida, las flores alegraban el ánimo del más oscuro, y solo el cariño con el que trataba cada pétalo lograba trenzar el entramado de flores de distintos colores y tamaños que revestían la casa mejor que cualquier pintura, estatua o avenida de esfinges en la capital. Harati consideraba la piedra fría y muerta, aunque eterna e impresionante. La naturaleza era vida y belleza.

Salió al exterior. En efecto, los primeros rayos del sol rascaban los surcos de sus tierras, manifestación del dios Kheper, un escarabajo que empuja el sol y cuya personalidad tornaba a Atón al mediodía y a Atún al anochecer. ¡Qué maravillosa visión! La humedad del amanecer, que comenzaba a evaporarse y levantaba los olores que le embrujaban y le recordaban que la tierra era algo más que el material que creaba sus cosechas, junto con el agua del Nilo sagrado y la gracia de los dioses. Aspiró con fuerza el aroma del jazmín que rodeaba su casa y que de noche ascendía por las aperturas en las paredes para refrescar su dormitorio. Tardaría bien poco en esconderse hasta la noche siguiente y quería comenzar a trabajar con aquel olor divino en su nariz.

Miró al sol sin dejar de sonreír. Abrió los brazos y levantó la voz al cielo.

—Gracias, Kheper, por la vida que me has dado y por la que ayudas a insuflar. Gracias por la dicha de contemplar el brillo de las flores de lino al amanecer y los brazos de mi esposa al caer el día. Gracias por un hijo que tanto esperé y por la tierra que me ha sido dada.

—¿Papá?

Se volvió. Había lágrimas en sus ojos. Su hijo le traía el desayuno. Papilla de cebada y leche. Ignoró la inocente insolencia del pequeño, que le apartaba de sus deberes religiosos que más tarde retomaría.

—¿Por qué lloras?

—Porque soy feliz. Porque los dioses nos tratan bien. Estamos sanos y no podría desear otra vida distinta a esta.

—Pero mamá dice que somos pobres y nuestra vida es miserable.

Harati sonrió.

—Está en la naturaleza de las mujeres la ambición desmedida que las aparta de la felicidad. Te citaré unos versos de las enseñanzas de Ptahoptep: Si deseas que tu conducta sea buena, apártate de todo mal y guárdate dela codicia, que es una enfermedad incurable. Con ella es imposible la intimidad: hace resentido al buen amigo, aparta al empleado fiel de su señor, envilece al padre y a la madre y también a los hermanos, y separa a la esposa del marido.

Acarició a su hijo, haciéndole sonreír, y continuó:

—Dime: ¿no crees que gozamos de una posición privilegiada? ¿No crees que estamos bendecidos por los dioses? Compárate con el resto del poblado.

¿Qué necesitas para ser feliz? El buen Osiris en forma de lengua de agua nos bendice cada año, fecundando a la diosa Isis —tomó un puñado de tierra en su mano— y venciendo al malvado dios Seth y su aridez. Los dioses Mi Sodpu y Horus son patrones de las caravanas de asnos que se adentran en el desierto para recoger las resinas perfumadas, la miel silvestre, los metales y piedras preciosas, haciendo que vuelvan sin pérdida ni ataques de los Shasu y Shagaz, los miserables ladrones beduinos que visten la lana de la pécora impura y secan los pozos. Así ha sido desde el principio de los tiempos, salvo los periodos en que los dioses entraron en conflicto y olvidaron protegernos; pero eso no ha ocurrido en todos los años de tu vida, pues eres bendito de Ra. Desde que te fue insuflada la vida, no he conocido sino ventura.

El chico calló, sonriendo tímidamente. Harati nunca necesitaba de mucho para convencerle.

—Yo os necesito a ti y a tu madre, y la satisfacción de que la tierra y los dioses me traten bien. Los bienes que codicia tu madre no son sino baratijas que los hombres y mujeres de palacio encarecen con su arrogancia. En época de mala crecida pierden su valor y los cambian por comida. No hay activo más real que la tierra misma, ni nada que satisfaga más que ver crecer a un hijo sano e inteligente como tú.

Tui sonrió. La alegría de su padre era contagiosa.

—Madre se compara con las gentes de la capital.

—Así es. Y nosotros rezamos para que ese pequeño defecto le sea perdonado por el buen Osiris en el último juicio.

—¿Y por qué cuando yo me confundo en la escuela me pegan con la vara y madre tiene un defecto que pasamos por alto?

Harati rio a carcajadas. ¡Cualquiera se atrevía a darle un azote con la vara a su esposa!

—Todos tenemos defectos. El saberlo nos ayuda a ponerles remedio. A veces no queremos reconocerlos, como tu madre, pero para eso estamos nosotros. Cuando se quiere a alguien, se le quiere por sus virtudes, pero sobre todo, con sus defectos. Damos gracias por lo primero y obviamos lo segundo, que no podemos compensar, pues la familia es el conjunto equilibrado de los atributos de sus miembros. Todos somos uno. Además, tu madre compensa cualquier defecto con la belleza que me regala y con el bien más preciado que tengo.

—¿Cuál?

—Tú. Pero ya basta de cháchara, que el sol aprieta —hizo un gesto teatral de sumisión a su hijo, poniendo una rodilla en tierra—. Decidme, mi señor: ¿qué vamos a hacer hoy?

La cara del niño se iluminó.

—¡Hoy vamos a cazar a los topos y serpientes que estropean la cosecha!

Harati se plegó en una pequeña reverencia.

—Sí, mi señor capataz. Ordenad cómo he de hacerlo, pues este pobre campesino indigno no conoce las técnicas que han hecho famoso a su excelencia en las dos tierras.