Año 2619 a. C.
El trono era duro e incómodo, a pesar de los mullidos cojines de plumas de las aves más veneradas. Se preguntaba si era su destino ingrato, o tal vez alguna extraña maldición, lo que le hacía tan poco acogedor; pues cualquier hombre hubiera encontrado aquel asiento el más confortable del reino, pero él lo odiaba.
Haría llamar una vez más a su Saw, su médico especialista en encantamientos, para que lo inspeccionara. Tal vez había dejado pasar algún hechizo oculto.
El griterío de la muchedumbre le atacaba los sentidos. El bamboleo leve de los porteadores le irritaba y la música de los tambores, que a su intendente de protocolo tanto le gustaba, le estaba volviendo loco.
Ni siquiera encontraba placer en las caras de los habitantes de Menfis.
¡Falsos! Buscaban el morbo y la sofisticación. Escudriñaban su cara y asistían al desfile del lujo y la victoria con la indiferencia de los que se saben en la capital del mundo y asisten a un espectáculo más al que tienen derecho, como si el faraón estuviera a su servicio y no al revés. Los nobles a los que había despojado de su poder le miraban con odio, y los comerciantes que se enriquecían veían coartado el techo de su creciente pujanza. Y allí no había gentes llanas, pues no se les permitía el acceso. Eran los cortesanos, gentes de alta cuna, ricos, etc., los que le examinaban como si fuera un esclavo que comprar. No había gratitud en sus ojos, como sí veía en los habitantes de los pequeños pueblos de campesinos en las riberas del Nilo bendito, que agradecían los pequeños y rudimentarios canales que regaban sus tierras; campesinos que le ofrecían con amor los frutos de su trabajo y que hubieran dado su vida por él. Por el contrario, aquellos fatuos de ojos críticos juzgaban sus vestidos como poco dignos, y su aparición teatral les serviría de morboso entretenimiento entre banquetes que costaban lo que muchos de aquellos canales.
No quería volver. Se había encontrado tan bien fuera del ambiente opresivo de la corte que hubiera prolongado eternamente la expedición a Nubia si no fuera porque la reina había muerto. De no ser porque interrumpía su mejor momento en muchos años, incluso lo hubiera celebrado, pues nada le unía a ella salvo su sangre real, que le había dado el trono y una hija bellísima a la que adoraba, aunque tampoco la veía a menudo tras su ingreso como novicia en un templo de Isis.
Llevaba mucho tiempo sin visitar a su reina Heteferes en su alcoba. No compartían las ceremonias ni aceptaba su presencia en actos protocolarios, en los que cualquier concubina la representaba. No. Él era muchas cosas, pero no un hipócrita. Ella sabía que no obtendría más de él, y bastante hacía comportándose con total cortesía, respetando su cargo, atribuciones económicas y cuantos costosos caprichos se le ocurrieran para irritarle. Incluso vivía en palacio, aunque totalmente incomunicada de sus dependencias.
Y ahora le fastidiaba de nuevo muriendo en el peor momento. Odiaba representar lo que no era o sentía. Y su mal humor era evidente. El pueblo lo tomaría como el sentimiento lógico de aquel que pierde a su esposa, pero tanto le daba que supieran la verdadera causa. Presidiría las ceremonias y buscaría un conflicto que le permitiera volver a salir de Menfis. O se inventaría una guerra. No aguantaba más.
Ni siquiera se dio cuenta de que la comitiva se había detenido y los gritos habían desaparecido hacía rato, una vez habían entrado en palacio.
—Padre.
Levantó la cabeza, sorprendido de su propia abstracción. La sonrisa de sus hijos le devolvió a la vida. No había muchas cosas que le alegrasen, y esa era una de ellas, por mucho que sus caras le recordasen a su madre y lo poco amable del acto con el que los creó. Abrazó con cariño a Kanefer y, cuando hizo lo propio con Keops, notó su rigidez, tan evidente como la del trono que acababa de dejar.
—¿Hijo?
—¿Es que no tienes sangre en las venas?
La alegría se agrió en su garganta. Reprimió la ira que amenazaba con ascender entre bilis por su estómago. Miró a su hijo. Su cara redonda y sus labios gruesos que tan encantadores parecían cuando era un pequeño retoño llorón habían mudado en una eterna mueca tensa y crispada, de ojos estrechos y apariencia desconfiada e introvertida. Sin perder su cara de niño, su exagerada expresividad revelaba sus propósitos como si estuvieran escritos en un papiro, lo que le hacía previsible, aunque también amenazador y cruel.
—¿Qué ocurre?
Keops rechinó los dientes. A sus diecisiete años era inteligente y muy culto, pero despiadado.
—¡Te insultan! ¡Nos insultan a todos!
Por más que esperase aquella cantinela, siempre le dolía. No podía explicar a su propio hijo la verdad, y esta le quemaba en la boca, tanto como los ácidos que ningún médico sabía contener.
Y callaba, mirando a su hijo con cariño. No podía hacer más. Algún día él recibiría los frutos de sus esfuerzos sin aguantar la quemazón de sus úlceras.
Entonces le contaría todo.
—¡Todo el mundo lo ha visto! ¡Te ningunean! Todo este desfile no vale para nada sin la bendición de Ra. Y no se han dignado a enviar una delegación mínimamente acorde a la importancia de tu vuelta. Los nobles te odiarán por esto, y te recuerdo que no te conviene desafiarlos más.
—No es tan importante. Y los nobles… ¡Que me odien! Más me van a odiar. El país funciona mejor sin ellos y sus ínfulas de poder y codicia, alejados de la realidad del pueblo.
—¡No puedes vivir sin el amparo de los dioses! Despreciaste a Ptah y ahora Ra te da la espalda. ¿Cómo va a respetarte el pueblo si tus mandatos no están legitimados por un dios?
Snefru levantó la vista, que había bajado mientras hablaba, por lo poco convencido de su propia respuesta. Pero la alarma volvió a tensar su estómago y alertar su alma.
—¿Esa frase es tuya?
El instante de vacilación de su hijo le reveló mucho al faraón, que se sintió asqueado. Los nobles contra los que tanto había luchado para lograr la preeminencia del poder real trataban de actuar sobre él a través de su propio hijo. Pero la rabia habitual se sobrepuso a la duda.
—¿Y por qué no habría de darte yo un buen consejo? ¿Qué es lo que te extraña?
—Hablas con la voz de otros. Y no me gusta. Prefiero aguantar tu ponzoña habitual sabiendo que eres tú, y no otro en tu boca.
—¡No soy un espía…! Y a veces me pregunto si aún soy hijo tuyo.
El semblante lívido de Keops no decía lo mismo, pero, por suerte, Kanefer acudió con su bondad habitual, tomándole del brazo en un gesto que conmovió a su padre. ¡Qué gran político sería! Con su ayuda, y la de su hermano, algún día sería el más grande faraón de las dos tierras… Y tal vez algo más.
—Padre… —Miró a Keops con aire ofendido—. Hay algo que debes saber.
En tu ausencia…
Snefru sintió que su cabello se erizaba. No quería saber de qué se trataba.
solo quería descansar de una vez. Estaba harto de los golpes traicioneros.
Kanefer esperó a que su padre digiriera que algo malo se avecinaba y pudiera prepararse para ello. Él sabía de sus ataques de acidez, fruto de las reacciones contenidas.
El faraón miró a su hijo mayor agradeciéndole ese suspiro de paz. Sería un gran rey. Era respetuoso sin perder su energía, justo al contrario de Keops, cuya rectitud rayaba el fanatismo, lo que tal vez le haría un magnífico visir al servicio de su hermano. Asintió, preparándose para la noticia.
—Tu sacerdote de confianza. El tío Rahotep.
Una pequeña tormenta estalló dentro de él.
—¡No! ¡Dioses!
Cayó desmadejado. No podía creerlo.
—¡No! —sollozó—. ¡Estoy maldito!
Keops no pudo contenerse más. Y esta vez, Kanefer no intentó frenarle.
—¡Le han matado! No podían permitir que alguien con buen corazón hablase en su nombre. Era tu amigo y una persona buena, a pesar de representarles, y han querido herirte de esa manera tan mezquina. ¡Tenemos que vengarnos! Por eso no te han acompañado en el desfile. Tengo a la guardia preparada. Podemos salir esta noche y detenerles por sorpresa. Entraremos en el templo…
Snefru chirrió los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas y le pitaron los oídos.
—¡Basta! Keops. ¡Calla! —Miró a sus hijos—. Si han sido ellos, tened por seguro que van a pagarlo. Esto colma cualquier otra provocación. Jamás sabréis el daño que me han hecho… Que os han hecho, con esto. No era un simple sacerdote. Era mucho más. El sucesor de Imhotep, correo de los dioses…
Calló, dándose cuenta de que estaba hablando demasiado. Su hijo lo tomó como una muestra de debilidad.
—Parece dolerte mucho más que la muerte de madre.
—¡No te atrevas a juzgarme! No sabes nada de mis sentimientos.
—Pero veo lo que parecen reflejar.
El faraón suspiró como un niño.
—Vuestro tío era tan importante… ¿Qué digo? Era mucho más importante para vosotros que yo mismo o que vuestra madre. Con su falta no seréis ni la mitad de competentes como rey y visir que con sus…
Dejó pasar una larga pausa. Sus hijos la respetaron brevemente, pues su dolor era tan evidente que le costaba respirar, pero enseguida volvieron a la carga. Esta vez fue Kanefer.
—Nosotros vemos lo que vemos, pues no nos das mucho que podamos sacar en claro. Y lo que vemos nosotros es lo que ve tu pueblo.
—Comprendo, pero ahora dejadme solo. Tengo que… investigarlo. Saber qué ha ocurrido realmente —señaló a Keops—: Mal visir serás si actúas sin analizar los hechos. Podrán utilizar tu carácter contra ti. No lo olvides.
—Tal vez seré mejor rey que tú.
—¡Jamás! Tu destino no es ser rey. Recuerda que estás hablando con el faraón, que puede que olvide ser tu padre y te trate como mereces. ¡Largaos!
Kanefer asintió, complacido por la respuesta juiciosa, que también ponía a su codicioso hermano en su sitio, aunque preocupado por el semblante lívido y el rictus de dolor de su padre.
Keops volvió la vista para supurar la rabia en su redondo rostro fuera del alcance de los que le ninguneaban.
Pero no había más que decir. El faraón había dado por terminada la entrevista y ni sus hijos podían cuestionar una orden real. Caminaron lentamente hacia la puerta.
—¡Hijos! —llamó cuando ya cruzaban el umbral dorado. Se volvieron a una. Snefru miró a su hijo pequeño. Sus ojos brillaban—. Muchas cosas van a cambiar. Vais a sentiros orgullosos de vuestro padre.