Escribir una novela es relativamente fácil, solo hay que crear una historia en tu mente y dar vida a tus personajes imaginarios. Si el tema es el Antiguo Egipto, la imaginación, mezclada con toques orientales nos puede llevar por derroteros interesantes. Pero no deja de ser solo una novela.
Cuando un autor decide hacer novela histórica, debe saberse deudor de los personajes a los que da vida, contrayendo un compromiso con ellos mismos y con el público a quien está dirigida la misma, ya que pondrá a disposición de este último nombres, tiempos lejanos, y ¿por qué no?, sus vidas arrancadas de un pasaje de la historia. De ahí que el autor, que se atreve con este fascinante género literario, debe ser extremadamente cuidadoso y no confundir al lector, ávido de conocimiento. Deberá adentrarse e investigar tanto en la historia real de sus personajes que casi se pueda mascar aquel tiempo, ya que solo así será capaz de transmitir a sus lectores sus experiencias vividas con aquellos, y harán de las páginas de su obra un reto y un querer saber más. No en vano, este tipo de género, junto con el cine histórico, ha sido el chasquido que ha despertado vocaciones que han llevado a muchos jóvenes de todo el mundo a dedicar su vida a la egiptología.
Con su primera novela dedicada a la fascinante civilización egipcia, La Sombra del Faraón (2008), Santiago Morata nos introducía de una forma magistral en el convulso periodo del reinado del rey hereje Aj-en-Aton.
Con esta nueva novela, El Constructor de Pirámides, el autor se remonta en el tiempo. La historia arranca durante la dinastía IV (hacia el 2613-2498 a. C.), cuando la organización social creada durante la época tinita llegó a su máximo esplendor y desarrollo.
El rey era considerado como un dios viviente. Fue la era de las grandes pirámides, época que conoció un alto momento civilizador en el arte, la sociedad y la política. Este sería el modelo que imitarían una y otra vez los egipcios de épocas posteriores. Santiago Morata, en El Constructor de Pirámides, nos va introduciendo de una forma amena y grácil por los tortuosos vericuetos de la corte menfita, donde personajes reales como Esnefru o el apuesto Jufu, más conocido por su nombre griego de Kheops, amarán, intrigarán y se perpetuarán en la historia por ser los promotores de estas magníficas moles de piedra que son las pirámides de Egipto, y que han intrigado al hombre desde su mismo momento de construcción.
El relato arranca con motivo de la muerte del gran rey Huny, cuando sube al trono del Alto y Bajo Egipto, como nuevo soberano de la Tierra Negra, su hijo Esnefru, nacido de la reina Mer-es-Anj, una esposa secundaria del rey que, sin embargo, le dio a este un vástago varón para sucederle en el trono. Por el hermoso nombre que lleva la reina Mer-es-Anj, que significa Aquel que vive (el rey), la ama, puede parecernos que, desde su nacimiento, estaba predestinada a ser la consorte que daría continuidad a la dinastía.
Sin embargo, en principio, sabemos a partir de la historia que los hechos parecen que no la favorecían en absoluto para alcanzar tales cotas de poder.
Desconocemos los extraños vericuetos que llevaron a la joven reina a situar a su hijo como heredero principal y único del rey Huny. Hemos de intuir las grandes intrigas, favores y asesinatos que se cometerían en las lujosas dependencias palaciegas donde las esposas del rey vivían, todas juntas, en un intento de sobrevivir y, con ellas, sus vástagos.
Sobre el «cómo» y el «por qué» construyeron las pirámides, estas cuestiones siempre han sido objeto de controversias. La construcción de una pirámide tal vez no solo supone problemas o cuestiones meramente técnicas. Arqueólogos y arquitectos, astrónomos y astrólogos, matemáticos y toda clase de místicos y visionarios han intentado encontrar el significado de estas gigantescas construcciones que desafían la horizontalidad del desierto. Algunas de estas interpretaciones no tienen fundamento y se basan únicamente en el intento de justificar peregrinas teorías. Otras, sin embargo, parecen basarse en datos objetivos y verificables.
Existen dos posiciones al respecto: la de los positivistas y la de los simbolistas. Los primeros, entre ellos Borchardt, Petrie, Speleer, Edwards, afirman que la concepción de la pirámide es únicamente el resultado de una suma de intentos, durante varias generaciones, de arquitectos que alcanzan como resultado una forma arquitectónica perfecta, fruto también, en todo caso, de las posibilidades técnicas de un instante determinado.
La otra teoría, la de los simbolistas, parte del criterio de que, la forma, e incluso la técnica, superan el mero ámbito de lo funcional o de lo estético para ser portadoras de significados de carácter simbólico.
Aunque no podemos exponer las innumerables interpretaciones existentes en torno a las pirámides, conviene sintetizar al menos el pensamiento de uno de los primeros egiptólogos que pensó en las pirámides como algo más que una tumba: Ernesto Schiaparelli.
En su artículo «Il significato simbolico delle piramidi egiziane» (1884), Schiaparelli, a partir de pequeños amuletos de forma piramidal hallados en los ajuares funerarios, asoció la pirámide al disco solar que surge entre dos montañas. Así, pues, había que considerar a la pirámide en el seno de un marco más amplio de construcciones y de formas naturales, que extendía el inmediato culto al «ka» del rey muerto a otras divinidades de carácter solar, como el dios Ra y la diosa Hat-Hor. Schiaparelli, en su teoría, recogía el pasaje de Plinio en el que este afirma que los obeliscos eran rayos de sol petrificados, de modo que la idea generadora de un obelisco no sería una combinación casual de líneas geométricas, sino que representaría un haz de rayos solares que irradia desde la pequeña pirámide que construye en su extremo superior y que desciende verticalmente para dar calor y fertilidad a la tierra.
Las pirámides serían, en consecuencia, escaleras que permiten a los reyes ascender a las regiones celestes como el símbolo de la energía que hace posible la existencia de la vida.
El primer rey que entiende que su destino tras la muerte es unirse a las estrellas será el rey Dyeser, que intentará construir una pirámide superponiendo una serie de mastabas, una sobre otra, hasta alcanzar la cota deseada sin colapsar. El siguiente soberano, Huny, irá más allá, pero sus arquitectos no consiguieron dar con la solución. Y sería su hijo y sucesor Esnefru el único rey a quien se le pueden atribuir la construcción de tres pirámides.
Fue, en este momento, cuando el nombre de un arquitecto y el de su familia se unieron a los nombres de los soberanos para los que construían: Nefer-Maat y su hijo Hemi-Unu. El primero, fue quien, tras varios fracasos e intentos, dio con el álgebra perfecta en virtud del cual la pirámide pasó de ser romboidal a contar con aristas proporcionadas. El segundo, su hijo Hemi-Unu fue el gran hacedor de la pirámide más famosa del mundo, la del rey Jufu (Kheops), que, en la actualidad, está considerada como una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Capítulo tras capítulo se nos irán sumando personajes de la historia como la hermosa reina Hetep-Heres, madre del todo poderoso Jufu (Kheops), o la pobre Meryt-ef-es, quien tuvo que casarse con dos reyes para que estos pudieran sentarse en el trono de Egipto, tal como mandaba la tradición: primero fue con Esnefru y, después, con Kheops.
Toda esta será la trama que se nos mostrará a lo largo de las páginas de este libro, entre las volutas brumosas de la mirra y el almizcle, inundando las estancias palaciegas. Allí las mujeres de la corte fueron tejiendo la historia en su universo cerrado.
Todo invita a iniciar el viaje que nos propone Santiago Morata.
Marchemos de su mano conducidos por su imaginación: él es en esta historia el testigo imposible que vivió y sintió todo lo que recoge en las páginas de este magnífico libro.
Madrid, 25 de Julio de 2011.
Teresa Bedman
Egiptóloga del I.E.A.E.
Co-Directora de la Misión Arqueológica Española
Proyecto Visir Amen-Hotep
Luxor - Egipto