—¿Estoy soñando? —pregunté casi sin voz.

Keith no respondió. Me señaló la silla.

—Siéntate —me ordenó.

Miré la puerta y pensé en escaparme.

Pero, de repente, me sentí muy cansado y débil.

Las piernas me comenzaron a flaquear. Me temblaba todo el cuerpo.

—Estoy taaaan cansado —me quejé. Me volví hacia Keith—. Has ganado —murmuré—. Me has derrotado.

Sonrió y me indicó de nuevo que me sentara.

Me desplomé en la silla suspirando.

—No puedo luchar contra ti —le dije cansinamente—. No sé si estoy despierto o soñando. Y no tengo fuerzas para averiguarlo.

Esbozó una sonrisa más grande aún. Yo supuse que era una sonrisa victoriosa. Sus ojos centelleaban.

—Has ganado —repetí—. Haré lo que quieras.

Se levantó de un salto y cruzó la habitación para darme una palmada en el hombro, como si fuera su perrito.

—Eres un chico listo —dijo.

Permaneció de pie ante mí, con los brazos cruzados. No había dejado de sonreír.

—Sabía que lo entenderías —explicó—, porque eres un chico muy listo, Marco.

Bajé la cabeza. No soportaba ver aquella sonrisa tan morbosa.

—Sé que sabrás ocuparte de mí muy bien —prosiguió Keith—. Sé que harás todo lo que te pida mientras vivas.

De repente, se volvió y se dirigió hacia la puerta de mi habitación.

—¿Adónde vas? —pregunté a duras penas.

—Al sótano —respondió—. El lugar en el que vivo. ¿Sabes qué voy a hacer?

—No —repliqué.

—Adivina —dijo.

—Ni idea —dije—. ¡Déjame en paz!

—Voy a bajar al sótano para confeccionar una lista con todas las cosas que puedes hacer para mí a partir de ahora —explicó Keith—. Espérame aquí, Marco. Cuando acabe la lista, volveré y la repasaremos juntos.

—De acuerdo —murmuré mientras ponía los ojos en blanco.

¿Estaba hablando en serio? ¿Acaso creía que sería su esclavo… para siempre?

Se detuvo junto a la puerta y se volvió hacia mí.

—Antes de irme, quiero enseñarte una cosa —dijo.

Dio algunos pasos hacia mí. Luego abrió la boca y le salió una sustancia de color rosa brillante. Al principio, pensé que era un chicle. Pero, acto seguido, me di cuenta de lo que era.

Estaba vomitando sus húmedas y resplandecientes tripas. De la carne de color rosada colgaban unos órganos amarillos. Su corazón púrpura asomó entre los dientes y cayó al suelo haciendo un ruido desagradable. Seguía latiendo y estaba unido al cuerpo por un grueso entramado de venas azules que parecían una cuerda.

Lo miré horrorizado mientras vomitaba las tripas.

Y comencé a gritar.

Keith abrió la boca y también empezó a gritar.