—¿Keith?
Lo zarandeé por los hombros. La cabeza le rebotó en la alfombra. Me miraba con ojos vidriosos, sin parpadear.
—¡Noooo! —proferí otro quejido terrorífico antes de ponerme en pie de un salto.
La habitación me daba vueltas en la cabeza. El suelo se inclinaba y giraba. La cabeza estaba a punto de estallarme.
Conseguí llegar a la puerta con la intención de pedirle ayuda a mi madre.
Pero me volví justo antes de cruzar el umbral.
Y vi que Keith empezaba a cambiar.
—¿Eh? —solté un grito ahogado y lo contemplé horrorizado y conmocionado.
Sus facciones, los ojos, la nariz, la boca, se difuminaron en la piel de su rostro. La cabeza le bajó al cuello.
Como si fuera una tortuga introduciéndose en el caparazón, la cabeza de Keith le desapareció en el interior de los hombros. Los brazos y las piernas se le fusionaron en el tronco.
Su ropa se desvaneció.
La piel de su cuerpo brillaba con luz trémula y adoptó una apariencia lechosa, como la piel de un caracol o una babosa.
Mientras yo lo observaba boquiabierto, el cuerpo empezó a retorcerse por la alfombra. Era como si fuera dando coletazos en dirección a mí.
Di un grito ahogado al ver el denso rastro de baba amarillenta que dejaba tras de sí en la alfombra.
Y entonces, antes de ser capaz de mover mis temblorosas piernas, la criatura húmeda y esponjosa se levantó.
Se estiró…
Y me rodeó por la cintura.
—¡Agh! —proferí un gemido de asco. Su olor amargo me inundaba, me asfixiaba. Su carne húmeda y viscosa me rodeó todavía con más fuerza.
Abrí la boca para pedir ayuda. Pero me cortó el aire. El olor… nauseabundo y fuerte iba apoderándose de mí como un gas venenoso.
Intenté apartar a la criatura de una patada, pero las zapatillas se me hundieron en esa masa blanda y pegajosa.
La golpeé con ambos puños y traté de embestirla con la cabeza. Los puños se me hundieron en la masa gelatinosa y desaparecieron en el interior de la criatura. Era como forcejear con una esponja viscosa y pegajosa.
Traté de combatirla, de echarla hacia atrás. Hacia atrás… Pero la gelatina hedionda no hacía más que extenderse.
Se extendía sobre mí, sobre mi cara, caliente y pegajosa, palpitando.
Me envolvió la cabeza. Me cubrió la cara, la nariz. La baba caliente y pegajosa me subió por los orificios nasales.
¡Me di cuenta de que no podía respirar!
¡Iba a asfixiarme dentro de aquella masa!